Un pueblo, sin su verdad, acaba perdiéndose - Alfa y Omega

Un pueblo, sin su verdad, acaba perdiéndose

Encuentro con el mundo de la cultura. Centro Cultural de Belém, Lisboa. Miércoles 12 de mayo de 2010

Redacción
El prestigioso cineasta centenario Manuel de Oliveira saluda al Papa, en nombre del mundo de la cultura

Queridos hermanos en el episcopado, ilustres cultivadores del pensamiento, la ciencia y el arte, queridos amigos: Siento una gran alegría al ver aquí reunido el conjunto multiforme de la cultura portuguesa, que de manera tan digna representáis: mujeres y hombres empeñados en la investigación y edificación de los varios saberes. Expreso a todos el testimonio de mi más alta estima y consideración, reconociendo la importancia de lo que hacéis y de lo que sois. El Gobierno, representado aquí por la señora ministra de Cultura, y a la que dirijo mi deferente y grato saludo, se preocupa por las prioridades nacionales del mundo de la cultura, con los oportunos incentivos. Doy las gracias a todos los que han hecho posible este encuentro nuestro, en particular a la Comisión episcopal de la Cultura, con su presidente, monseñor Manuel Clemente, a quien agradezco las palabras de cordial acogida y la presentación de la realidad polifónica de la cultura portuguesa, representada aquí por algunos de sus mejores protagonistas, y de cuyos sentimientos y expectativas se ha hecho portavoz el cineasta Manoel de Oliveira, de venerable edad y trayectoria, y a quien saludo con admiración y afecto, al mismo tiempo que le agradezco las palabras que me ha dirigido, y en las que ha dejado entrever las ansias y disposiciones del alma portuguesa en medio de las turbulencias de la sociedad actual.

En efecto, en la cultura de hoy se refleja una tensión entre el presente y la tradición, que a veces adquiere forma de conflicto. La dinámica de la sociedad absolutiza el presente, aislándolo del patrimonio cultural del pasado y sin la intención de proyectar un futuro. Pero, una valorización del presente como fuente de inspiración del sentido de la vida, tanto individual como social, se enfrenta con la fuerte tradición cultural del pueblo portugués, profundamente marcada por el influjo milenario del cristianismo, y con un sentido de responsabilidad global, confirmada en la aventura de los descubrimientos y en el celo misionero, compartiendo la fe con otros pueblos. Los ideales cristianos de universalidad y fraternidad inspiraron esta aventura común, aunque también se sintió la influencia de la Ilustración y del laicismo. Esta tradición dio origen a lo que podíamos llamar una sabiduría, es decir, un sentido de la vida y de la Historia, del que formaban parte un universo ético y un ideal que cumplir por parte de Portugal, que siempre ha procurado relacionarse con el resto del mundo.

La Iglesia aparece como la gran defensora de una sana y elevada tradición, cuya rica aportación está al servicio de la sociedad; ésta sigue respetando y apreciando su servicio al bien común, pero se aleja de la mencionada sabiduría que forma parte de su patrimonio. Este conflicto entre la tradición y el presente se expresa en la crisis de la verdad, pero sólo ésta puede orientar y trazar el rumbo de una existencia lograda, como individuo o como pueblo. De hecho, un pueblo que deja de saber cuál es su propia verdad, acaba perdiéndose en el laberinto del tiempo y de la Historia, sin valores bien definidos, sin grandes objetivos claramente enunciados. Queridos amigos, queda por hacer un gran esfuerzo para aprender la forma en que la Iglesia se sitúa en el mundo, ayudando a la sociedad a entender que el anuncio de la verdad es un servicio que ella le ofrece, abriendo horizontes nuevos de futuro, grandeza y dignidad. En efecto, la Iglesia tiene «una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia a favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. […] La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8, 32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso, la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable» (encíclica Caritas in veritate, 9). Para una sociedad formada mayoritariamente por católicos, y cuya cultura ha sido profundamente marcada por el cristianismo, resulta dramático intentar encontrar la verdad fuera de Jesucristo. Para nosotros, cristianos, la Verdad es divina; es el Logos eterno, que tomó expresión humana en Jesucristo, que pudo afirmar con objetividad: «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6). La convivencia de la Iglesia, con su firme adhesión al carácter perenne de la verdad, con el respeto por otras verdades, o con la verdad de otros, es algo que la misma Iglesia está aprendiendo. En este respeto dialogante se pueden abrir puertas nuevas para la transmisión de la verdad.

«La Iglesia —escribía el Papa Pablo VI— debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio» (encíclica Ecclesiam suam, 34). En efecto, el diálogo sin ambages, y respetuoso de las partes implicadas en él, es una prioridad hoy en el mundo, y en la que la Iglesia se siente comprometida. Una prueba de ello es la presencia de la Santa Sede en los diversos organismos internacionales, como por ejemplo en el Centro Norte-Sur, del Consejo de Europa, instituido aquí en Lisboa hace 20 años, y que tiene como piedra angular el diálogo intercultural, con el fin de promover la cooperación entre Europa, el sur del Mediterráneo y África, y construir una ciudadanía mundial fundada sobre los derechos humanos y la responsabilidad de los ciudadanos, con independencia de su origen étnico o pertenencia política, y respetuoso de las creencias religiosas. Teniendo en cuenta la diversidad cultural, es preciso lograr que las personas no sólo acepten la existencia de la cultura del otro, sino que aspiren también a enriquecerse con ella y a ofrecerle lo que se tiene de bueno, de verdadero y de bello.

Éste es un momento que exige lo mejor de nuestras fuerzas, audacia profética y, como diría vuestro poeta nacional, «mostrar al mundo nuevos mundos» (Luís de Camões, Os Lusíadas, II, 45). Vosotros, trabajadores de la cultura en cualquiera de sus formas, creadores de pensamiento y de opinión, «gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la Humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ensanchar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. […] Y no tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quienes, como vosotros, se sienten peregrinos en el mundo y en la Historia hacia la Belleza infinita» (Discurso a los artistas, 21-11-2009).

Precisamente, con el fin de «infundir en las venas de la Humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio» (Juan XXIII, Constitución apostólica Humanae salutis, 3), se celebró el Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia, a partir de una renovada conciencia de la tradición católica, toma en serio y discierne, transfigura y transciende las críticas que están en la base de las fuerzas que caracterizaron la modernidad, o sea, la Reforma y la Ilustración. Así, la Iglesia, por sí misma, acogía y recreaba lo mejor de las instancias de la modernidad, pero, por un lado, superándolas y, por otro, evitando sus errores y veredas que no tienen salida. El evento conciliar puso las premisas de una auténtica renovación católica y de una nueva civilización, la civilización del amor, como servicio evangélico al hombre y a la sociedad.

Queridos amigos, la Iglesia considera su misión prioritaria en la cultura actual mantener despierta la búsqueda de la verdad y, consecuentemente, de Dios; llevar a las personas a mirar más allá de las cosas penúltimas y ponerse a la búsqueda de las últimas. Os invito a profundizar en el conocimiento de Dios, del mismo modo que Él se ha revelado en Jesucristo para nuestra plena realización. Haced cosas bellas, pero, sobre todo, convertid vuestras vidas en lugares de belleza. Que interceda por vosotros Santa María de Belén, venerada desde siglos por los navegantes del océano y hoy por los navegantes del Bien, la Verdad y la Belleza.