Paperas, anemia y dignidad - Alfa y Omega

Estamos teniendo una epidemia de paperas en nuestra escuela. Los niños y niñas empiezan a tener fiebre y se les hincha la carita. Por supuesto, inmediatamente les aislamos y/o los enviamos a su casa para que se curen y no contagien a los demás.

Hace unos días llevé a Klins (el tercero por la derecha), un niño de 12 años que ha estado dos meses con nosotros, al médico para que le recetase las medicinas que hiciesen falta. Yo le echaba de reojo una mirada al papel en el que la doctora garabateaba palabras. Y vi que, además de otras cosas, escribía «anemia». Le pregunté: «¿Ha escrito usted “anemia”?». «Sí, mire», respondió. Y tiró del párpado del niño para que viera el color. Yo me lo tomé casi como una ofensa, porque a los niños les damos de comer más que bien en el colegio. «No, hermano –me dijo con una sonrisa la doctora–, no es culpa suya. En las plantaciones de té casi todos son anémicos».

La vida que llevan desde que nacen hasta que mueren, trabajando mucho, comiendo poco y lo poco que comen, mal equilibrado –arroz y más arroz con algunas verduras, casi nunca carne o pescado, raramente un huevo–, convierte a la anemia en su compañera. Además, suelen tener montones de bacterias o amebas en el estómago que se llevan la mitad de lo que comen.

Cosas como esta sacuden de vez en cuando mi conciencia. Cuando uno lleva viviendo con ellos varios años, casi acaba por acostumbrarse a verlos flacos, demacrados, débiles. Corro el peligro de empezar a creer que eso es lo normal, que las cosas son así, que «qué le vamos a hacer»…

De los 100 niños y niñas que pueblan nuestra escuelita solo uno está gordito, y no viene de las plantaciones de té sino del pueblo vecino. Ojalá que consigamos tener un porcentaje un poquito mayor de rellenitos a final de curso. Sería la prueba de que, además de matemáticas y lengua, deporte y canciones, dibujos y rezos, hemos aprobado la asignatura de nutrir los cuerpos tanto como los espíritus y las mentes.

Y a nosotros, que trabajamos con ellos, que Dios nos conceda la gracia de no acostumbrarnos a la indignidad, que no acabemos pensando que estas cosas son normales. Que Dios siga enviándonos flashes para no dormirnos, y que estemos alerta para dejarnos deslumbrar e interpelar por ellos.