El profeta de Moscú - Alfa y Omega

El profeta de Moscú

Quizás el siglo XX hubiese sido distinto si las naciones europeas hubieran compartido un mismo credo. Pero, a finales del XIX, la fragmentación de la cristiandad en una pluralidad de Iglesias nacionales ahondó en las heridas sociopolíticas que sumieron al mundo en la tiniebla. En ese contexto, el ortodoxo ruso Vladimir Soloviev apuntó hacia la unidad con Roma para lograr la unidad del género humano. Su voz profética sigue siendo hoy un reto

José Antonio Méndez

Vladimir Soloviev nació el 16 de enero de 1853 en Moscú, capital de aquella Rusia zarista cuya progresiva decadencia llevaría, 50 años después, a una fractura social de la que se nutriría el comunismo como un ave carroñera.

Filósofo, poeta, moralista y teólogo, su vida fue una entrega al servicio de la Verdad. A los 14 años, se decía nihilista ateo, y se negó a practicar en actos religiosos. Sin embargo, según maduraba, veía cómo los jóvenes se hundían en el materialismo práctico y daban la espalda a la vida de piedad y a las Humanidades. Asqueado de tanto vacío, abdicó del materialismo y, tras superar diversos sistemas filosóficos (idealismo, positivismo, racionalismo…), llegó a la conclusión de que la Verdad se encontraba en la fe cristiana, a la que se abrazó con fervor de converso. Desde entonces, intentó sanear la conciencia eslava y hacer realidad la oración de Cristo por la unidad, pues «la unión de las Iglesias prepara la unión del género humano».

El Newman ortodoxo

Aunque al principio no abandonó la ortodoxia para que sus razones no fuesen descartadas en el seno de su jerarquía, su lucha por la unidad le llevó a cuestionar las razones del cisma con Roma. Y lo hizo de tal modo que fue apodado como el Newman ortodoxo, en alusión al célebre anglicano John Henry Newman, converso al catolicismo. «No se puede anular la evidencia –decía– de que fuera de Roma no hay más que Iglesias nacionales, como la armenia y la griega; Iglesias de Estado, como la rusa y la anglicana; o sectas fundadas por particulares, como luteranos, calvinistas, etc. Sólo la Iglesia católica romana no es ni Iglesia nacional, ni Iglesia de Estado, ni secta fundada por hombre. Es la única Iglesia que conserva y afirma el principio de la unidad social universal contra el egoísmo de los individuos y el particularismo de las naciones; es la única que conserva y afirma la libertad del poder espiritual contra el absolutismo de Estado; es la única, en una palabra, contra la cual no han prevalecido las puertas del infierno».

Soloviev se sentía parte de la Iglesia católica universal romana. Sin embargo, sostenía que no era miembro de la Iglesia latina: dado que san Pedro recibió de Cristo las llaves de la Iglesia, fue obispo de Roma, y de Roma nace la autoridad de sus sucesores, «es la Iglesia de Roma, y no la latina, la que es mater et magistra omnium Ecclesiarum; es el obispo de Roma, no el Patriarca de Occidente, el que habla infaliblemente ex cathedra».

Su argumento había quedado más claro en las nueve preguntas que dirigió a la jerarquía ortodoxa, con motivo de una controversia sobre el papel de la religión en la política. Soloviev evidenció que la división del cisma de Occidente, tras la famosa polémica del filioque en el Credo (una de las grandes divisiones históricas entre católicos y ortodoxos), fue un pretexto oriental, pues ningún Concilio lo había condenado como herejía, e incluso san Máximo el confesor, Padre de la Iglesia ortodoxa, lo justificaba. «¿Cuáles son las otras doctrinas heréticas de la Iglesia romana, y en qué Concilios han sido anatematizadas?», añadía. La respuesta era «ninguna». Además, mostró que Roma no pudo ser causante del Cisma, pues cisma «es separarse de la autoridad eclesiástica legítima», y la Iglesia de Roma es la autoridad suprema recibida de Cristo y «no tiene por encima autoridad de la que pueda separarse». Luego, «si no es culpable de herejía ni puede estar en estado de cisma, ¿no hay que reconocer que esta Iglesia forma parte de la única Iglesia católica de Cristo, y que la separación de las Iglesias no tiene motivos religiosos ni eclesiásticos, sino que es obra de política humana?», bramaba con voz de profeta.

Una invitación subversiva

Soloviev pidió al Papa que reconociera los pecados cometidos por Roma cuando el Cisma, mas como eran los mismos, decía, que tras el Cisma cometieron todas las ramas de la ortodoxia, invitó a los jerarcas ortodoxos a reconocer «por supremo poder, en materia de religión, al que ha sido reconocido como tal por san Ireneo, san Dionisio, san Atanasio, san Juan Crisóstomo, san Cirilo, san Faviano, san Máximo el confesor, san Teodoro el estudita, san Ignacio, etc., a saber, el apóstol Pedro, que vive en sus sucesores, y que no oyó en vano las palabras del Señor: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Cuatro años antes de morir, en 1896, en la capilla moscovita de Nuestra Señora de Lourdes, profesó su adhesión al Papa. En una Rusia y en una Europa cada vez más enconadas, su oración se clavó en el corazón de Roma, como una súplica a Cristo por medio de su Vicario, para interceder por la unidad de las Iglesias y por la de todos los hombres: «¡Ábreles, Llavero de Cristo, y que la puerta de la Historia sea para ellos, y para el mundo entero, la puerta del reino de Dios».