El Papa va a Fátima a encomendar a María «los destinos temporales y eternos de la humanidad» - Alfa y Omega

El Papa va a Fátima a encomendar a María «los destinos temporales y eternos de la humanidad»

«No somos huérfanos, tenemos una Madre en el cielo» que nos enseña la virtud de la esperanza, incluso cuando parece que nada tiene sentido». Así se ha referido el Papa Francisco a la Virgen, «madre de la esperanza», este miércoles durante la audiencia general

Redacción
Foto: AFP Photo/Tiziana Fabi

«Encomendarle a la Virgen los destinos temporales y eternos de la humanidad y suplicarle las bendiciones del Cielo». Esta es la motivación que mueve al Papa Francisco a ir «como peregrino» a Fátima este viernes y sábado. Así se lo confesó a los peregrinos de lengua portuguesa que se encontraban este miércoles en la Plaza de San Pedro durante la audiencia general.

Antes, el Santo Padre dedicó la catequesis a la Virgen como «madre de la esperanza», dentro del ciclo que está dedicando a esta virtud teologal. «No somos huérfanos: tenemos una Madre en el cielo» que «nos enseña la virtud de la esperanza, incluso cuando parece que nada tiene sentido: ella siempre confiando en el misterio de Dios, incluso cuando Él parece eclipsarse por culpa del mal del mundo».

Francisco ha reconocido que a lo largo del Evangelio la figura de María «emerge como si fuera el personaje de un drama», dado lo azaroso de su vida desde que respondió «Sí» al anuncio del ángel. «Aquel «Sí» es el primer paso de una larga lista de obediencias que acompañarán su itinerario de madre», subrayó el Pontífice.

En la cruz, simplemente «estaba»

A continuación, esbozó este retrato de la psicología de la Madre de Dios: «una mujer silenciosa, que muchas veces no comprende todo» pero lo medita en su corazón. «No es una mujer que se deprime ante las incertidumbres de la vida, especialmente cuando nada parece ir por el camino correcto. No es mucho menos una mujer que protesta con violencia». Al contrario, es «una mujer que escucha, que acoge la existencia como esta se presenta». «Hay siempre una gran relación entre la esperanza y la escucha», añadió.

Esto se muestra con más fuerza durante la Pasión y la Muerte del Señor. Los evangelios –reconoció el Papa– son muy escuetos en su relato. Pero lo que dicen basta: María «estaba allí, en el momento más feo, en momento cruel, y sufría con su hijo. «Estaba»», ya con el pelo canoso.

Aunque no conociera «el destino de resurrección que su Hijo estaba en aquel instante abriendo», estaba al pie de la cruz tanto «por fidelidad al plan de Dios del cual se ha proclamada sierva desde el primer día», como «a causa de su instinto de madre».

Asimismo, también está ahí «el primer día de la Iglesia», en un momento marcado por la Resurrección pero «también por las vacilaciones de los primeros pasos», acompañando a los discípulos en su fragilidad.

Texto completo de la catequesis del Papa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro itinerario de catequesis sobre la esperanza cristiana, hoy miramos a María, Madre de la esperanza. María ha atravesado más de una noche en su camino de madre. Desde la primera aparición en la historia de los Evangelios, su figura emerge como si fuera el personaje de un drama. No era simplemente responder con un «Sí» a la invitación del ángel: sin embargo ella, mujer todavía en la flor de la juventud, responde con valentía, aunque no sabía nada del destino que le esperaba. María en aquel instante se presenta como una de las tantas madres de nuestro mundo, valerosa hasta el extremo cuando se trata de acoger en su propio vientre la historia de un nuevo hombre que nace.

Aquel «Sí» es el primer paso de una larga lista de obediencias –¡larga lista de obediencias!– que acompañarán su itinerario de madre. Así María aparece en los Evangelios como una mujer silenciosa, que muchas veces no comprende todo aquello que sucede a su alrededor, pero que medita cada palabra y cada suceso en su corazón.

En esta disposición hay fragmento bellísimo de la psicología de María: no es una mujer que se deprime ante las incertidumbres de la vida, especialmente cuando nada parece ir por el camino correcto. No es mucho menos una mujer que protesta con violencia, que injuria contra el destino de la vida que nos revela muchas veces un rostro hostil. Es en cambio una mujer que escucha: no se olviden que hay siempre una gran relación entre la esperanza y la escucha, y María es una mujer que escucha, que acoge la existencia así como esta se presenta a nosotros, con sus días felices, pero también con sus tragedias que jamás quisiéramos haber encontrado. Hasta la noche suprema de María, cuando su Hijo es clavado en el madero de la cruz.

Hasta ese día, María había casi desaparecido de la trama de los Evangelios: los escritores sagrados dejan entrever este lento eclipsarse de su presencia, la suya permanece muda ante el misterio de un Hijo que obedece al Padre. Pero María reaparece justamente en el momento crucial: cuando buena parte de los amigos han desaparecido por motivo del miedo. Las madres no traicionan, y en aquel instante, a los pies de la cruz, ninguno de nosotros puede decir cual haya sido la pasión más cruel: si aquella de un hombre inocente que muere en el patíbulo de la cruz, o la agonía de una madre que acompaña los últimos instantes de la vida de su hijo.

Los Evangelios son lacónicos, y extremamente discretos. Registran con un simple verbo la presencia de la Madre: ella «estaba» (Jn 19,25). Ella estaba. No dicen nada de su reacción: si lloraba, si no lloraba… nada; ni mucho menos una pincelada para describir su dolor: sobre estos detalles se habrían luego lanzado la imaginación de los poetas y de los pintores regalándonos imágenes que han entrado en la historia del arte y de la literatura. Pero los Evangelios solo dicen: ella «estaba». Estaba allí, en el momento más feo, en momento cruel, y sufría con su hijo. «Estaba».

María «estaba», simplemente estaba ahí. Estaba ahí nuevamente la joven mujer de Nazaret, ya con los cabellos canosos por el pasar de los años, todavía luchando con un Dios que debe ser solo abrazado, y con una vida que ha llegado al umbral de la oscuridad más densa. María «estaba» en la oscuridad más densa, pero «estaba». No se había ido. María está ahí, fielmente presente, cada vez que hay que tener una candela encendida en un lugar de neblina y tinieblas. Ni siquiera ella conoce el destino de resurrección que su Hijo estaba en aquel instante abriendo para todos nosotros los hombres: está ahí por fidelidad al plan de Dios del cual se ha proclamada sierva desde el primer día de su vocación, pero también a causa de su instinto de madre que simplemente sufre, cada vez que hay un hijo que atraviesa una pasión. Los sufrimientos de las madres… todos nosotros hemos conocido mujeres fuertes, que han llevado adelante tantos sufrimientos de sus hijos…

La reencontraremos el primer día de la Iglesia, ella, Madre de esperanza, en medio a aquella comunidad de discípulos así tan frágiles: uno había negado, muchos habían huido, todos habían tenido miedo (Cfr. Hech 1,14). Pero ella, simplemente estaba allí, en el más normal de los modos, como si fuera del todo natural: en la primera Iglesia envuelta por la luz de la Resurrección, pero también por las vacilaciones de los primeros pasos que debía cumplir en el mundo.

Por esto todos nosotros la amamos como Madre. No somos huérfanos: tenemos una Madre en el cielo: es la Santa Madre de Dios. Porque nos enseña la virtud de la esperanza, incluso cuando parece que nada tiene sentido: ella siempre confiando en el misterio de Dios, incluso cuando Él parece eclipsarse por culpa del mal del mundo. En los momentos de dificultad, María, la Madre que Jesús ha regalado a todos nosotros, pueda siempre sostener nuestros pasos, pueda siempre decirnos al corazón: “Levántate. Mira adelante. Mira el horizonte”, porque Ella es Madre de esperanza. Gracias.