Se metió en la chabola y dijo: «Tiradla ahora si queréis» - Alfa y Omega

Se metió en la chabola y dijo: «Tiradla ahora si queréis»

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Imagen del Pozo en los años 60. Foto: extraída del libro Llamarse barrio: El Pozo del Tío Raimundo

A sus 87 años, Teresa Cavestany es la catequista más longeva de Madrid. Lleva más de 70 años hablando de Jesús a los demás. Empezó a dar catequesis en el Pozo del Tio Raimundo en 1960, cuando el Pozo era la zona más pobre de la capital de España. Enseguida formó un grupo de mujeres, con las que rezaba y también daba algunas charlas sobre convivencia matrimonial y educación de los hijos.

En aquellos años, el Pozo era un descampado a cuatro kilómetros de cualquier lugar civilizado. Allí empezó a asentarse la riada de gente que venía de Andalucía, Extremadura o La Mancha para buscarse la vida. Venían a Madrid porque en sus pueblos de origen sus hijos no tenían estudios ni futuro, y no faltaban ni el hambre, ni las penalidades.

Del Pozo del Tío Raimundo no se puede hablar si no se habla del padre jesuita José María Llanos, quien después de una profunda crisis existencial lo dejó todo para irse a vivir con los que entonces eran los más pobres de Madrid. Heterodoxo y ortodoxo a su manera, amigo de la Pasionaria y de Blas Piñar, católico de rosario diario y comunista de puño en alto, con todas sus contradicciones –«Este pueblo me ha enseñado a ser comunista, pero yo no he sabido enseñarle a ser cristiano»–, el padre Llanos levantó el Pozo del Tío Raimundo desde cero.

Imagen del Pozo en los años 60. Foto: extraída del libro Llamarse barrio: El Pozo del Tío Raimundo

Aquellos inmigrantes recién llegados a la capital solían montar en una sola noche su chabola, a las que llamaban flores de luna, porque crecían a la luz de la noche. Y no pocas veces, a la mañana siguiente, la Guardia Civil se presentaba para tirarla, pero el padre Llanos se metía dentro diciendo: «Tiradla ahora si queréis». También dormía en las mismas literas en el barracón común que habilitó para los hombres solos que llegaban de avanzadilla de su familia para probar suerte en Madrid. «Al conocerle, yo aprendí que no se puede criticar a una persona si no la conoces hasta el fondo. Y ni aun así. Él no dejaba de acoger a todo el mundo, de unos o de otros», dice hoy Teresa al recordar su figura.

Matilde, una de las mujeres del grupo que formó Teresa en aquel tiempo, llegó al Pozo del Tío Raimundo en 1955, el mismo año en que lo hizo el padre Llanos. «Me lo encontré construyendo la capilla, con la sotana remangada y cargando ladrillos. Allí puso a la Lola Flores y a Juanito Valderrama, para que le gustara a todo el mundo. Y allí se celebraban las reuniones del barrio y el altar estaba separado con una sábana, que descorría para celebrar la Misa», rememora hoy, a sus 93 años. «Nosotros nos pasamos completando lo que faltaba a nuestra chabola más de un mes –continúa–. Al principio no teníamos ni puerta; solo nos separaba de la calle una cortina».

Por aquel entonces no había ni luz, ni agua ni transporte de ningún tipo en aquella inmensa barriada de chabola. «Solo barro», recuerda María, que llegó al Pozo 20 años más tarde, cuando el barrio ya había experimentado alguna mejora aunque todavía las condiciones de vida no eran ni de largo las más deseables. «Teníamos que andar con unas katiuskas, para que el pie no se te quedara en el barro». Su casa apenas tenía una pila para lavarse, no tenía ni cuarto de baño. «Hacía un calor que no te podías imaginar, y unas cucarachas». Y en invierno la casa se calentaba con una simple estufa, por lo que las condiciones eran especialmente difíciles para los niños, que eran los que sufrían sobremanera las humedades y goteras de sus viviendas.

Teresa, Lorenza, María y Matilde. Foto: Juan Luis Vázquez

Lorenza también pasó sus primeros años de vida familiar en chabolas. «Entonces había que irse a Entrevías a por el agua, o a veces llegaba un chico en un carro y te la vendía por una o dos pesetas», afirma, y añade con orgullo que, a pesar de que el Pozo tenía mala fama, «mis hijas nunca negaron que eran del Pozo cuando iban a Madrid, y aquí nunca les pasó nada de nada, no han tenido problemas de ninguna clase. Ellas se ponían sus katiuskas para ir a la parada del autobús, y luego allí se ponían sus zapatos. Yo nunca he tenido aquí ningún problema con nadie».

La vida compartida en aquellas condiciones creó sin embargo unos lazos muy fuertes entre los vecinos. «No necesitabas llave. Si te ibas no te hacía falta cerrar la puerta. Por la noche te salías fuera a hablar con las vecinas. El ambiente era muy bueno», recuerda Lorenza. «Incluso mejor que ahora, cualquier vecina te echaba una mano si la necesitabas», apostilla Matilde.

«A pesar de todas esas dificultades, siempre conservaron un ánimo y una alegría muy grandes, una esperanza muy fuerte», señala Teresa. «Porque la vida de entonces era mucho más sencilla que ahora, no había tantas necesidades como las hay hoy».

Matilde, Lorenza y María forman parte de aquel grupo de mujeres que empezó a reunir Teresa en 1960. Desde entonces se reúnen cada martes en la parroquia. Hablan de sus cosas, y terminan comentando el Evangelio del domingo y rezando por algún país del mundo.

«El Señor está con nosotros –dice Matilde–. No hace falta ni tener una buena vivienda. No hace falta sino mirar para arriba y mirar con Él, contarle lo que te pasa: “Tú puedes, en Ti confío”».