Baobab: 10 años y 400 subsaharianos atendidos, la mayoría ya regularizados - Alfa y Omega

Baobab: 10 años y 400 subsaharianos atendidos, la mayoría ya regularizados

El programa de acogida de subsaharianos de la ONG jesuita Pueblos Unidos cumple diez años en los que ha atendido a unos 400 jóvenes, la mayoría ya regularizados, con trabajo y autonomía. Una iniciativa que aspira a ser en el futuro una «gota» de una red de hospitalidad más amplia

Fran Otero
De izquierda a derecha, Carmen Zerolo, Prince, Diakariya, Seve Lázaro, Iván Lendrino, Ashton Mughozi y Brígida Moreta en el madrileño barrio de la Ventilla. Foto: Fandiño

El baobab es un árbol africano muy característico; pareciera que está al revés y que lo que muestra nos son sus ramas y sí sus raíces. Dice la leyenda que Dios le dio la vuelta porque era muy presumido. Pero eso son leyendas. En realidad, el baobab es para los africano el árbol de la vida, de la acogida, del amor… Cobija y alimenta a numerosas especies, mientras otras lo nutren. Y es por esto por lo que el programa de subsaharianos que tiene Pueblos Unidos, organización de la fundación jesuita San Juan del Castillo, se llama así. Baobab. Por africano y por acogedor. Un programa que está de celebración: cumple diez años al servicio de jóvenes subsaharianos. Una década, dice el jesuita Seve Lázaro, uno de los coordinadores del proyecto, que «pone carne al lema de la fundación, que es Acompañar, servir y defender a los migrantes». En total han sido 400. «Podría parecer poco, pero la mayoría han conseguido regularizarse y viven ahora con autonomía y libertad, con un trabajo… Los menos han decidido volver y hemos perdido a uno por el camino», añade otra de las coordinadoras, Brígida Moreta, a la que todos llaman «mamá».

Brígida, carmelita misionera, estuvo en la génesis de este programa. De hecho, aunque ella no lo dice, es una de las fundadoras y alma del Baobab. Había pasado 30 años en África y, de repente, se encontró en Madrid para empezar otra etapa de su vida. Fue entonces cuando entró en contacto con Pueblos Unidos y con su director e impulsor, el jesuita Miguel Ángel Sánchez Arjona. Corría el año 2005. «Hablando con él de lo que podía o no podía hacer, yendo al barrio de La Ventilla, me llamó la atención la cantidad de africanos que se peleaban por aparcar coches en plaza de Castilla. Empecé a pararme, a saludarlos y a conversar con ellos. Me impresionó ver tanta gente africana en España haciendo nada y en muy malas condiciones; me sentí muy avergonzada. Le hablé de esto a Miguel Ángel y me dijo que tenían un pequeño grupo preocupado por estas cuestiones, gente que había viajado a Melilla. Empecé a traer a Pueblos Unidos a algunos de los que encontraba en plaza de Castilla, pero no había nada pensado para ellos. Además, no hablaban el idioma».

Apenas eran cuatro o cinco personas en el grupo. Pronto se plantearon dar pasos cada vez más largos y, por eso, se repartieron en dos grupos para ir a ver a estos africanos por las noches. «Queríamos saber si era verdad lo que nos decían», apunta Brígida. Luego, en coordinación con una religiosa en Melilla, se pasaban muchas noches en la estación de autobuses de Méndez Álvaro para recoger a los inmigrantes, orientarlos en su llegada, enseñarles el funcionamiento del metro y acompañarlos a la Cruz Roja.

El siguiente paso llegó al escuchar a los propios africanos. Sigue Brígida: «Les llamamos para preguntarles por sus necesidades. Nos pidieron mantas, pues dormían en la calle y tenían frío… Entonces, un estudiante jesuita empezó a llevarles mantas, caldo y té por las noches. Luego pasamos a los cursos de español, los de geriatría o cocina». Y otro paso, el más ambicioso: habilitar un lugar para acoger a los que se estaban quedan sin recursos, pues ya habían agotado el tiempo en los pocos programas disponibles. Se enteraron de los proyectos del sacerdote Jorge de Dompablo, a quien el Canal de Isabel II había cedido alguna casa; contactaron con él y encontraron una, aunque requería una reforma. Hacían falta fondos y en una de las reuniones con el equipo de entonces, Brígida dijo: «Que esto no sea un problema. A la próxima reunión, que cada uno venga con 1.000 euros». Cuando llegó el día, todos habían traído el dinero y se pudo rehabilitar la casa. La entrada oficial fue en octubre de 2016, con diez chicos permanentemente y dos camas para casos de urgencia. «Tenemos casa, hijos, pero no tenemos nombre», recuerda Brígida que se plantearon entonces. Sería Red de Apoyo al Pueblo Africano (RAPA) y la integraban los jesuitas, las carmelitas misioneras, Adsis y Jorge de Dompablo, entre otros. Y cinco años después la asumirían los jesuitas integrando el programa, a partir de entonces Baobab, en Pueblos Unidos.

Uno de esos 400 africanos que han pasado por el Baobab es Diakariya. Este joven maliense de 28 años vive ahora por su cuenta. Va encadenando trabajos temporales que le permiten mantener la residencia. Ahora está en el restaurante Mandela, de la Fundación Amoverse. Atrás quedaron los días de tener que saltar la valla de Melilla o el mes que pasó en el CIE de Aluche hasta que le recogió CEAR. Está agradecido a Pueblos Unidos, pues aquí aprendió español, recibió formación, y tuvo una casa en la que vivir con otras personas en su situación. Incluso vivió con los jesuitas en la comunidad de Ventilla. «He aprendido mucho aquí», reconoce.

Brígida Moreta, una de las fundadoras, en una reunión con los chicos del programa Baobab. Foto: Pueblos Unidos

Prince, de Camerún, no cabe en sí en el momento que hablamos con él. Acaba de conocer que se le ha concedido la residencia. ¿Es el día más feliz de tu vida? «La alegría que tengo es la misma que experimenté el 14 de octubre de 2013, cuando conseguí saltar la valla y entrar en Melilla». Su periplo posterior fue parecido al de Diakariya: estuvo en el CIE 45 días, y desde CEAR le enviaron a Pueblos Unidos. La diferencia entre ambos es que Prince tenía documentación que le identificaba como solicitante de asilo, la conocida como Tarjeta Roja. Hoy trabaja y habita con otros chicos en una vivienda del Baobab, de la que es el encargado. «Estoy muy contento con el programa, con los coordinadores. Cuando llegué aquí no sabía hablar castellano y me consiguieron un profesor», añade.

«Es muy fácil trabajar contigo», le dice Carmen Zerolo, voluntaria del programa, presente en la conversación. A ella la reclutó Brígida para enseñar español a los chicos; ahora supervisa uno de los pisos donde viven. Vigila que estén limpios, en orden, que se organicen bien y atiende las necesidades que puedan surgir. Destaca dos cosas: «La primera, que los tutores son muy importantes para estos jóvenes, pues se convierten en una referencia importante. Y la segunda, que descubres a mucha gente buena: funcionarios, médicos, enfermeros…».

Un proyecto de mínimos

El programa cumple diez años después de muchos buenos momentos, la mayoría, y también de dificultades. Es un programa que trabaja con mínimos, pues no tiene presupuesto y todo el personal dedicado es voluntario, aunque se benefician de los contratados de Pueblos Unidos. «Nos ha pasado lo mismo que a los primeros cristianos, que se fiaban, hacían un proyecto en común y salían adelante», apunta Brígida.

Seve Lázaro reconoce que uno de los retos en su trabajo es el tema de la paciencia, pues como no se pueden regularizar hasta que lleven al menos tres años en España, hay un periodo en el que no pueden trabajar y que tienen que dedicar a la formación y, por lo tanto, no tienen ingresos. Con la presión añadida de que sus familiares en África les demandan más y más dinero. «Esto, muchas veces, hace que los chicos pierdan el interés por los estudios. Es difícil», reconoce. El jesuita no entiende cómo un chico sin papeles no puede acceder a una formación reglada, aunque el título se le dé cuando los tenga. «Tienen que esperar tres años y no pueden trabajar, pero, por lo menos, que les dejen estudiar. Una persona que no tiene papeles tiene prohibido el acceso al trabajo y a la educación y aquí tenemos que hacer el milagro. Es verdad que hoy hay más recursos que hace años, pero el que no tiene documentación sigue tropezando con muros, muros y más muros», añade.

El futuro, sigue Seve, pasa por que «gotas» como el Baobab sigan esparciéndose y poniendo carne «a una palabra que suena mucho, pero hasta la que queda mucho camino por recorrer: la hospitalidad». «Se han abierto proyecto pequeños en estos tiempos en los que la política no es capaz de abrirse a la hospitalidad. Y siguiendo ese ejemplo, las organizaciones de inspiración cristiana deberíamos ser más osadas, abrir nuevos cauces. Es el momento para, como cristianos, dar respuesta y proponer iniciativas de hospitalidad. Ojalá que en diez años, Baobab no sea un proyecto suelto, sino parte de una red más amplia».

Para celebrarlo, una fiesta africana

Pueblos Unidos ha organizado para este sábado, 20 de mayo, una fiesta por el décimo aniversario del programa Baobab, que se desarrollará en el centro social jesuita del barrio de la Ventilla. Comenzará a las 10 horas de la mañana y se extenderá hasta primera hora de la tarde. Habrá una mesa redonda, una comida africana que realizarán los propios chicos, y bailes y música también del continente negro, que pondrán colofón a la jornada. Un evento para toda la familia Baobab, en la que se incluye las familias de los voluntarios, invitados de forma especial a conocer «toda la vida que en este programa hay».