Habla un testigo excepcional del Concilio, el cardenal Roberto Tucci. La medicina de la misericordia - Alfa y Omega

Habla un testigo excepcional del Concilio, el cardenal Roberto Tucci. La medicina de la misericordia

Juan Pablo II consideró, el 13 de octubre pasado, que el Concilio Vaticano II, del que celebramos los 40 años de su apertura, se convirtió en el inicio oficial de la nueva evangelización, tarea a la que ha consagrado los 24 años de su pontificado. Un testigo de excepción de aquel acontecimiento que cambió la vida de la Iglesia y del mundo, el cardenal Roberto Tucci, jesuita, aclara en esta entrevista las palabras del Pontífice

Jesús Colina. Roma
Un momento de la solemne procesión inaugural del Concilio Vaticano II

El purpurado italiano, de ochenta años, ha sido director de la prestigiosa revista italiana Civiltà Cattolica, director de la Radio Vaticana, y ha preparado la logística y la organización de todos los viajes internacionales de Juan Pablo II hasta hace un año. Éstas son sus respuestas:

Cardenal, ¿cómo vivió aquel octubre de 1962 en el que Juan XXIII reunía en Roma a todos los obispos del mundo?
Desde el período preparatorio del Concilio, fui nombrado por Juan XXIII miembro de la Comisión para el Apostolado de los Laicos, y de este modo pude participar en todo el Concilio. Además, a partir del segundo período conciliar, cuando la información del Concilio para la prensa alcanzó un nivel aceptable, me encargaron comentar cada día las sesiones conciliares para la prensa en italiano.

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Concentrémonos en la primera fase del Vaticano II: ¿qué recuerda del discurso programático del Concilio pronunciado por Juan XXIII?
El título era ya indicativo: Gaudet Mater Ecclesiae (Hoy la santa Madre Iglesia se alegra). El Papa estaba muy contento por haber podido llevar a la Iglesia al inicio del Concilio, después de una preparación bastante larga. Vale la pena destacar, en un primer momento, que el Santo Padre, a pesar de que deseaba que el Concilio comenzara y terminara de una manera bastante rápida, en su Diario, después de la inauguración, muestra que era consciente de que probablemente no concluiría el Concilio. «Yo estaba dispuesto —dice el 12 de octubre de 1962 en su Diario, la agenda en que todos los días anotaba el nombre de las personas con que se encontraba cada día y los hechos más importantes— a renunciar a la alegría de este inicio. Con la misma calma repito el fiat voluntas tua (hágase tu voluntad) sobre la posibilidad de mantenerme en este primer puesto de servicio durante todo el tiempo y durante todas las circunstancias de mi humilde vida, o de detenerme en cualquier momento para que este compromiso de proceder, continuar y concluir pase a mi sucesor».

El Papa Juan inauguró el Concilio con un gran discurso. Recuerdo que lo escuché con mucha atención y fue un gran motivo de consuelo, pues francamente tenía miedo de que el Concilio fuera algo repetitivo de las grandes afirmaciones dogmáticas y que no se abriera a las innovaciones.

Profetas de desdichas

¿Qué decía el Papa?
Al analizar este discurso, lo que más me impresionó fue cuando dijo, por ejemplo: «En el ejercicio diario de nuestro ministerio apostólico, sucede con frecuencia que disturban nuestros oídos las voces de aquellas personas que tienen gran celo religioso, pero carecen de sentido suficiente para valorar correctamente las cosas y son incapaces de emitir un juicio ponderado. En su opinión, nuestra era está cargada sólo de indicios de ocaso y de desgracia. Y repiten incesantemente que nuestro tiempo se deteriora continuamente en comparación con el pasado. Se comportan como si nada hubieran aprendido de la Historia, maestra de la vida; como si en tiempos de los concilios ecuménicos anteriores la doctrina cristiana, las costumbres y la libertad de la Iglesia hubieran triunfado. Nos tenemos una opinión completamente distinta a la de estos profetas de desdichas, que prevén constantemente la desgracia, como si el mundo estuviera a punto de perecer».

Aquí se puede ver en cierto sentido el carácter del Papa Juan, que buscaba ver los elementos positivos y no tanto los negativos. Entre otras cosas subrayó que, finalmente, ya no se daban las indebidas injerencias de las autoridades civiles en la preparación y desarrollo del Concilio.

¿Qué más le impresionó de aquel discurso de apertura?
Al hablar de lo que se espera del Concilio sobre la doctrina, dijo: «El punto saliente de este Concilio no es ninguna discusión de un artículo o de otro aspecto de la doctrina fundamental de la Iglesia y de los teólogos antiguos y modernos, que se supone que están siempre bien presentes y cercanos en espíritu. Para esto no hacía falta un Concilio. De la renovada, serena y tranquila adhesión a toda la enseñanza de la Iglesia en su ternura y precisión, el espíritu cristiano católico y apostólico del mundo entero espera dar un salto adelante, en la penetración doctrinal y en la formación de las conciencias, en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, esta última estudiada y expuesta con formas de la investigación y de la formulación literaria del pensamiento moderno. Una cosa es la sustancia de la antigua doctrina, el Depósito de la fe, y otra cosa es la formulación de su presentación. Hay que poner gran énfasis en esto, aunque requiere abundantes dosis de paciencia. Hay que trabajar en ello e iluminar los interrogantes que se plantean, pues el Magisterio tiene como misión fundamental y esencial el servicio a la pastoral».

Basílica de San Pedro: cardenales padres concilares… y la prensa
Basílica de San Pedro: cardenales padres concilares… y la prensa

Son afirmaciones de una amplitud sorprendente. Pero, desde su punto de vista, ¿los participantes en el Concilio comprendieron el significado de este discurso programático?
Creo que para algunos fue bastante oscuro. Por ejemplo, otro punto que el Papa subrayó en su discurso es que la Iglesia, ciertamente, se ha opuesto siempre a los errores contra la doctrina cristiana, los ha condenado también con la máxima severidad, pero hoy día —decía el Papa— la esposa de Cristo prefiere utilizar más bien la medicina de la misericordia y no tanto la de la severidad. Considera que debe responder a las necesidades de hoy mostrando la validez de su doctrina, y no la condena. Después, decía que no faltan doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, etcétera, etcétera, pero insistía en esta Iglesia, que quiere mostrarse madre cariñosa de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad con los hijos que se han separado. Creo que esto lo entendieron. Comprendieron que el Papa no quería un Concilio de condena, sino un concilio de proposición. Entendieron este mensaje sobre la medicina de la misericordia más que de condena. Creo que comenzaron a comprenderlo en sus implicaciones: Concilio pastoral, Concilio de profundización en la doctrina en función pastoral, es decir, cuya función era transmitir un mensaje a un mundo que ha cambiado, a un mundo contemporáneo que tiene otras exigencias con respecto al mundo pasado. Esto creo que lo comprendieron, en sus implicaciones, con el pasar de las discusiones en el Concilio.

¿Le hizo alguna confidencia Juan XIII en este sentido?
Sí, en una audiencia que tuve con él. Por una parte, puedo decir que el Papa, el 27 de julio de 1962 —según veo en mi diario—, observaba que, en los documentos que habían sido enviados a los Padres conciliares con las propuestas hechas por las Comisiones preparatorias del Concilio, había muchas condenas, algo que abiertamente no le gustaba. Me mostró incluso un texto en el que había 14 condenas de errores que había que evitar y que había que condenar expresamente. Esto no le gustó. Por este motivo, en una audiencia que tuve con él, la última, el 9 de febrero de 1963, cuando la enfermedad ya estaba en fase avanzada, el Papa me dijo que los Padres del Concilio habían comprendido lo que él se esperaba de la cumbre conciliar sólo en la última semana, que estuvo —por así decir— caracterizada por las intervenciones de los cardenales Giovanni Battista Montini (futuro Pablo VI), Leo Jozef Suenens (arzobispo de Malinas-Bruselas, Bélgica) y Giacomo Lercaro (arzobispo de Bolonia), que abrieron las perspectivas del programa. En el discurso inicial del Papa, no había un auténtico programa, y sin embargo ellos comenzaron a ver cómo era posible organizar mejor las sesiones del Concilio. Pero, en aquella audiencia de febrero de 1963, el Papa añadió que prefería que los Padres conciliares lo hicieran por sí solos. Esto demuestra que, por una parte, es verdad, el Papa había expresado muchas veces su deseo de que las sesiones conciliares acabaran bastante pronto, pero al mismo tiempo tenía una gran paciencia y la conciencia de que no concluiría el Concilio.

¿Escribió el Papa Juan XXIII de su puño y letra ese discurso inaugural
Yo sólo sé que, en aquellos días, el Papa Juan habría dicho al cardenal Suenens: «Lo he escrito todo y nadie ha metido el pico». Además, se ha podido documentar ampliamente esta reivindicación de Juan XIII de haber escrito el discurso con harina de su costal. Ciertamente dice mucho sobre su temperamento, sobre su manera de ver los problemas de la Iglesia de su tiempo. Yo diría que los pasajes que he citado son totalmente del Papa Juan, corresponden totalmente a su sensibilidad mental, pastoral, religiosa.

Cuarenta años después, ¿cómo sintetizaría el acontecimiento del Concilio?
El acontecimiento conciliar ha sido, ante todo, la demostración delante de todo el mundo —pues ha sido quizá el primer Concilio seguido por la prensa internacional— de una gran libertad de discusión dentro de la Iglesia, pero siempre llegando a conclusiones votadas casi por unanimidad, pues en los votos finales sólo una pequeñísima minoría no aceptó la formulación de varios documentos.

Además, al final, creo que todos los Padres conciliares, una vez que el Concilio con el Papa habían aprobado los textos, firmaron los documentos, dándoles su aprobación. Se mostró una gran capacidad para mirar a las necesidades del mundo contemporáneo, de responder de una manera pastoral a estas necesidades del mundo, una gran apertura hacia la libertad religiosa, que abre también al diálogo con las demás religiones, así como al diálogo con los así llamados laicos —laicistas—, los que están alejados a pesar de que quizá pertenecen a la misma cultura occidental, marcada por el cristianismo.

Demostró, por tanto, una gran capacidad ecuménica, pues aunque no se pudo realizar entonces el deseo de grandes pasos en la unión de las Iglesias, ciertamente el Concilio Vaticano II puso las bases para todo lo que vino después: reconciliación, diálogo, acercamiento entre las Iglesias, superación -al menos- de ciertas dificultades que son más psicológicas que teológicas entre las diferentes Iglesias. Por tanto, contribuyó a limpiar el terreno de argumentos que ya no eran válidos como habían podido serlo en el pasado, concentrándose más bien en los auténticos puntos de divergencia de fondo.

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Para el cardenal Tucci, una de las mejores descripciones de los inicios del Concilio la hizo Juan Pablo II en la Carta apostólica Novo millennio ineunte del 6 de enero de 2001: «Después de concluir el Jubileo siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza».