La gracia de la misericordia - Alfa y Omega

La gracia de la misericordia

Redacción
El Papa escucha al presidente polaco Aleksander Kwasmiewski en la ceremonia de bienvenida. Cracovia, 16 de agosto

Construir la patria sobre la justicia, el amor y la paz

Ceremonia de bienvenida. Aeropuerto de Kraków-Balice (16 de agosto)

Señor presidente de la República polaca; señor cardenal primado; señor cardenal metropolitano de Cracovia; amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo de nuevo a Polonia y a todos mis compatriotas. Lo hago con los mismos sentimientos de emoción y alegría que experimento cada vez que me encuentro en mi patria. Agradezco profundamente al señor presidente las palabras de saludo que acaba de dirigirme, en su nombre y en el de las autoridades civiles de la República polaca. Agradezco al cardenal Franciszek Macharski, mi sucesor en la sede de Cracovia, las expresiones de benevolencia que me ha dirigido en nombre de la Iglesia metropolitana de Cracovia, tan cercana a mí, así como en nombre del episcopado polaco y de todo el pueblo de Dios que vive en nuestra patria.

Esta vez vengo sólo a Cracovia, pero con un saludo cordial abrazo a toda Polonia y a todos mis compatriotas. Saludo al señor cardenal Primado, a los demás cardenales, a los hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los representantes de las familias religiosas masculinas y femeninas, a los seminaristas y a todos los fieles laicos. Saludo a los representantes de las autoridades estatales, encabezadas por el presidente de la República, y locales, a los miembros del cuerpo diplomático con su decano, el nuncio apostólico, y a las autoridades civiles de las ciudades de Cracovia, Kalwaria Zebrzydowska y Wadowice. Quiero saludar, de modo particular, a mi ciudad de Cracovia y a toda la archidiócesis. Saludo al mundo de la ciencia y de la cultura, a los ambientes universitarios y a cuantos, con un trabajo intenso en la industria, en la agricultura y en los demás sectores, contribuyen a construir el esplendor material y espiritual de la ciudad y de la región.

Quiero abrazar a los niños y saludar cordialmente a los jóvenes. Agradezco a estos últimos el testimonio de fe que dieron hace pocos días en Toronto (Canadá), durante la inolvidable XVII Jornada Mundial de la Juventud. De modo particular, saludo a los que llevan el peso del sufrimiento: a los enfermos, a las personas solas, a los ancianos y a los que viven en la pobreza y en la indigencia. Durante estos días, seguiré encomendando vuestros sufrimientos a la misericordia de Dios, y a vosotros os pido que oréis para que mi ministerio apostólico sea fecundo y colme toda expectativa.

Me dirijo con respeto y deferencia a los hermanos obispos y a los fieles de la Iglesia ortodoxa y de la Iglesia evangélica luterana, y a los fieles de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Saludo a la comunidad de los judíos, a los seguidores del Islam y a todos los hombres de buena voluntad.

—Hermanos y hermanas, Dios, rico en misericordia es el lema de esta peregrinación. Es su proclama. Está tomado de la encíclica Dives in misericordia, pero aquí, en Cracovia, en Lagiewniki, esta verdad tuvo su revelación particular. Desde aquí, gracias al humilde servicio de una insólita testigo, santa Faustina, resuena el mensaje evangélico del amor misericordioso de Dios. Por eso, la primera etapa de mi peregrinación y el primer objetivo es la visita al santuario de la Misericordia divina. Me alegra tener la posibilidad de dedicar el nuevo templo, que se convierte en centro mundial del culto a Jesús misericordioso.

La misericordia de Dios se refleja en la misericordia de los hombres. Desde hace siglos, Cracovia se gloría de grandes personajes que, confiando en el amor divino, han testimoniado la misericordia con gestos concretos de amor al prójimo. Basta mencionar a santa Eduvigis de Wawel, a san Juan de Kety, al padre Piotr Skarga o, más cerca de nuestros tiempos, a san Alberto Chmielowski. Si Dios quiere, se unirán a ellos los siervos de Dios que elevaré a la gloria de los altares durante la santa misa en el parque Blonie. La beatificación de Segismundo Félix Felinski, Juan Beyzym, Sanzia Szymkowiak y Juan Balicki constituye la segunda finalidad de mi peregrinación. Espero desde ahora que estos nuevos Beatos, que dieron ejemplo de un servicio de misericordia, nos recuerden el gran don del amor de Dios, y nos dispongan a practicar diariamente el amor al prójimo.

Hay una tercera finalidad de la peregrinación, a la que quiero referirme ahora. Es la oración de acción de gracias por los 400 años del santuario de Kalwaria Zebrzydowska, al que estoy unido desde la infancia. Allí, por senderos recorridos en la oración, busqué la luz y la inspiración para mi servicio a la Iglesia que está en Cracovia y en Polonia, y allí tomé varias decisiones pastorales difíciles. Precisamente allí, entre el pueblo fiel y orante, recibí la fe que me guía también en la Sede de Pedro. Por intercesión de la Virgen de Kalwaria quiero dar gracias a Dios por este don.

—La peregrinación y la meditación en el misterio de la misericordia divina no pueden realizarse sin referencia a los acontecimientos diarios de los que viven en Polonia. Por eso, con particular atención deseo ocuparme de ellos y encomendarlos a Dios, confiando en que Él multiplicará con sus bendiciones los éxitos, y que las dificultades y los problemas encontrarán feliz solución gracias a su ayuda.

Lo que acontece en Polonia me interesa mucho. Sé cuánto ha cambiado nuestra patria desde mi primera visita, en 1979. Ésta es una nueva peregrinación, durante la cual puedo observar cómo los polacos gestionan la libertad reconquistada. Estoy convencido de que nuestro país se dirige valientemente hacia nuevos horizontes de desarrollo en paz y prosperidad.

Me alegra que, con el espíritu de la doctrina social de la Iglesia, muchos de mis compatriotas se comprometan a construir la casa común de la patria sobre el fundamento de la justicia, el amor y la paz. Sé que muchos observan y valoran con mirada crítica el sistema, que pretende gobernar el mundo contemporáneo según una visión materialista del hombre. La Iglesia ha recordado siempre que no se puede construir un futuro feliz de la sociedad en la pobreza, la injusticia y el sufrimiento de un hermano. Los hombres que actúan según el espíritu de la ética social católica no pueden permanecer indiferentes ante la condición de los que se quedan sin trabajo y viven en un estado de pobreza creciente, sin ninguna perspectiva de mejorar su situación y el futuro de sus hijos.

Sé que muchas familias polacas, sobre todo las más numerosas, muchos desempleados y personas ancianas soportan el peso de los cambios sociales y económicos. A todos ellos quiero decirles que comparto sus dificultades y su suerte. Comparto sus alegrías y sus sufrimientos, sus proyectos y sus compromisos, encaminados a un futuro mejor. Todos los días los sostengo en sus buenas intenciones con una ferviente oración.

A ellos y a todos mis compatriotas les traigo hoy el mensaje de la esperanza que brota de la Buena Nueva: Dios, rico en misericordia, revela todos los días en Cristo su amor. Él, Cristo resucitado, dice a cada uno y a cada una de vosotros: «¡No temas! Soy el primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1, 17-18). Ésta es la proclamación de la misericordia divina, que traigo hoy a mi patria y a mis compatriotas: ¡No temas! Confía en Dios, que es rico en misericordia. Cristo, el infalible Dador de la esperanza, está contigo.

Quiero disculparme de nuevo: el presidente está de pie; el cardenal está de pie; y yo estoy sentado. Pido disculpas por esto, pero debo constatar también que me han creado aquí una barrera, que no me permite ponerme de pie.

Amadísimos hermanos y hermanas, espero que los tres días de mi estancia en la patria hagan renacer en nosotros una profunda fe en el poder de la misericordia de Dios; que nos unan aún más en el amor; que nos estimulen a la responsabilidad por la vida de todo hombre y de toda mujer, y por sus exigencias diarias; y que nos impulsen a la bondad y a la comprensión recíproca, para que estemos aún más cercanos en el espíritu de la misericordia. Que la gracia de la esperanza llene vuestros corazones.

Una vez más, saludo cordialmente a los presentes, y a todos los bendigo de corazón. Que Dios os bendiga.

Misionera australiana ayuda a una madre en Nueva Guinea

En la misericordia de Dios, el mundo encontrará la paz

Homilía en el rito de consagración del santuario de la Misericordia divina. Cracovia-Lagiewniki (17 de agosto)

Oh inconcebible e insondable misericordia de Dios, ¿quién te puede adorar y exaltar de modo digno? Oh sumo atributo de Dios omnipotente, tú eres la dulce esperanza de los pecadores» (Diario, 951).

Amadísimos hermanos y hermanas:

Repito hoy estas sencillas y sinceras palabras de santa Faustina, para adorar juntamente con ella y con todos vosotros el misterio inconcebible e insondable de la misericordia de Dios. Como ella, queremos profesar que, fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre. Deseamos repetir con fe: Jesús, confío en Ti.

De este anuncio, que expresa la confianza en el amor omnipotente de Dios, tenemos particularmente necesidad en nuestro tiempo, en el que el hombre se siente perdido ante las múltiples manifestaciones del mal. Es preciso que la invocación de la misericordia de Dios brote de lo más íntimo de los corazones llenos de sufrimiento, de temor e incertidumbre, pero, al mismo tiempo, en busca de una fuente infalible de esperanza. Por eso, venimos hoy aquí, al santuario de Lagiewniki, para redescubrir en Cristo el rostro del Padre: de Aquel que es Padre misericordioso y Dios de toda consolación (2 Co 1, 3). Con los ojos del alma deseamos contemplar los ojos de Jesús misericordioso, para descubrir en la profundidad de esta mirada el reflejo de su vida, así como la luz de la gracia que hemos recibido ya tantas veces, y que Dios nos reserva para todos los días y para el último día.

—Estamos a punto de dedicar este nuevo templo a la Misericordia de Dios. Antes de este acto, quiero dar las gracias de corazón a los que han contribuido a su construcción. Doy las gracias, de modo especial, al cardenal Franciszek Macharski, que ha trabajado tanto por esta iniciativa, manifestando su devoción a la Misericordia divina. Abrazo con afecto a las Religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia, y les agradezco su obra de difusión del mensaje legado por santa Faustina. Saludo a los cardenales y a los obispos de Polonia, encabezados por el cardenal Primado, así como a los obispos procedentes de diversas partes del mundo. Me alegra la presencia de los sacerdotes diocesanos y religiosos, así como de los seminaristas.

Saludo de corazón a todos los que participan en esta celebración y, de modo particular, a los representantes de la Fundación del santuario de la Misericordia divina, que se ocupó de su construcción, y a los obreros de las diversas empresas. Sé que muchos de los aquí presentes han sostenido materialmente con generosidad esta construcción. Pido a Dios que recompense su magnanimidad y su compromiso con su bendición.

—Hermanos y hermanas, mientras dedicamos esta nueva iglesia, podemos hacernos la pregunta que afligía al rey Salomón cuando estaba consagrando como morada de Dios el templo de Jerusalén: «¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos, y los cielos de los cielos, no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta casa que yo te he construido!» (1 R 8, 27). Sí, a primera vista, vincular determinados espacios a la presencia de Dios podría parecer inoportuno. Sin embargo, es preciso recordar que el tiempo y el espacio pertenecen totalmente a Dios. Aunque el tiempo y todo el mundo pueden considerarse su templo, existen tiempos y lugares que Dios elige para que en ellos los hombres experimenten de modo especial su presencia y su gracia. Y la gente, impulsada por el sentido de la fe, acude a estos lugares, segura de ponerse verdaderamente delante de Dios, presente en ellos. Con este mismo espíritu de fe he venido a Lagiewniki, para dedicar este nuevo templo, convencido de que es un lugar especial elegido por Dios para derramar la gracia de su misericordia. Oro para que esta iglesia sea siempre un lugar de anuncio del mensaje sobre el amor misericordioso de Dios; un lugar de conversión y de penitencia; un lugar de celebración de la Eucaristía, fuente de la misericordia; un lugar de oración y de imploración asidua de la misericordia para nosotros y para el mundo. Oro con las palabras de Salomón: «Atiende a la plegaria de tu siervo y a su petición, Señor Dios mío, y escucha el clamor y la plegaria que tu siervo hace hoy en tu presencia, que tus ojos estén abiertos día y noche sobre esta casa. (…) Oye, pues, la plegaria de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar. Escucha tú desde el lugar de tu morada, desde el cielo, escucha y perdona» (1 R 8, 28-30).

Una religiosa consuela a una mujer refugiada, en Timor Este

Un toque del amor eterno

—«Pero llega la hora, ya está aquí, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en verdad, porque el Padre desea que le den culto así» (Jn 4, 23). Cuando leemos estas palabras de nuestro Señor Jesucristo en el santuario de la Misericordia divina, nos damos cuenta de modo muy particular de que no podemos presentarnos aquí si no es en Espíritu y en verdad. Es el Espíritu Santo, Consolador y Espíritu de verdad, quien nos conduce por los caminos de la misericordia divina. Él, convenciendo al mundo «en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio» (Jn 16, 8), al mismo tiempo revela la plenitud de la salvación en Cristo. Este convencer en lo referente al pecado tiene lugar en una doble relación con la cruz de Cristo. Por una parte, el Espíritu Santo nos permite reconocer, mediante la cruz de Cristo, el pecado, todo pecado, en toda la dimensión del mal, que encierra y esconde en sí. Por otra, el Espíritu Santo nos permite ver, siempre mediante la cruz de Cristo, el pecado a la luz del mysterium pietatis, es decir, del amor misericordioso e indulgente de Dios (cf. Dominum et vivificantem, 32).

Y así, el convencer en lo referente al pecado se transforma, al mismo tiempo, en un convencer de que el pecado puede ser perdonado y el hombre puede corresponder de nuevo a la dignidad de hijo predilecto de Dios. En efecto, la cruz «es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre (…) La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre» (Dives in misericordia, 8). La piedra angular de este santuario, tomada del monte Calvario, en cierto modo de la base de la cruz en la que Jesucristo venció el pecado y la muerte, recordará siempre esta verdad.

Creo firmemente que en este nuevo templo las personas se presentarán siempre ante Dios en Espíritu y en verdad. Vendrán con la confianza que asiste a cuantos abren humildemente su corazón a la acción misericordiosa de Dios, al amor que ni siquiera el pecado más grande puede derrotar. Aquí, en el fuego del amor divino, los corazones arderán anhelando la conversión, y todo el que busque la esperanza encontrará alivio.

—«Padre eterno, te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el alma y la divinidad de tu amadísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, por los pecados nuestros y del mundo entero; por su dolorosa pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero» (Diario, 476). De nosotros y del mundo entero… ¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo más profundo del sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde reinan el odio y la sed de venganza, donde la guerra causa el dolor y la muerte de los inocentes, se necesita la gracia de la misericordia para calmar las mentes y los corazones, y hacer que brote la paz. Donde no se respeta la vida y la dignidad del hombre se necesita el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termine en el resplandor de la verdad.

Por eso hoy, en este santuario, quiero consagrar solemnemente el mundo a la Misericordia divina. Lo hago con el deseo ardiente de que el mensaje del amor misericordioso de Dios, proclamado aquí a través de santa Faustina, llegue a todos los habitantes de la tierra y llene su corazón de esperanza. Que este mensaje se difunda desde este lugar a toda nuestra amada patria y al mundo. Ojalá se cumpla la firme promesa del Señor Jesús: de aquí debe salir «la chispa que preparará al mundo para su última venida» (cf. Diario, 1.732). Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad. Os encomiendo esta tarea a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, a la Iglesia que está en Cracovia y en Polonia, y a todos los devotos de la Misericordia divina que vengan de Polonia y del mundo entero. ¡Sed testigos de la misericordia!

—Dios, Padre misericordioso, que has revelado tu amor en tu Hijo Jesucristo y lo has derramado sobre nosotros en el Espíritu Santo, Consolador, te encomendamos hoy el destino del mundo y de todo hombre. Inclínate hacia nosotros, pecadores; sana nuestra debilidad; derrota todo mal; haz que todos los habitantes de la tierra experimenten tu misericordia, para que en Ti, Dios uno y trino, encuentren siempre la fuente de la esperanza.

Padre eterno, por la dolorosa pasión y resurrección de tu Hijo, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Amén.

Con motivo del cumpleaños del Papa, el pueblo natal de Juan Pablo II, Wadovice, configura, con más de 7.000 personas, el rostro del Papa

Testigos de la misericordia en el mundo de hoy

Homilía, en la Misa de beatificación de cuatro Siervos de Dios de la nación polaca. Cracovia, Explanada Blonia (18 de agosto)

Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15, 12).

Amadísimos hermanos y hermanas:

Estas palabras del Señor Jesús, que acabamos de escuchar, se inscriben de modo particular en el tema de esta asamblea litúrgica en la explanada Blonia de Cracovia: Dios, rico en misericordia. Este lema resume, en cierto modo, toda la verdad sobre el amor de Dios, que ha redimido a la humanidad. «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ef 2, 4-5). La plenitud de este amor se reveló en el sacrificio de la cruz. En efecto: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Ésta es la medida del amor de Dios. Ésta es la medida de la misericordia de Dios.

Cuando somos conscientes de esta verdad, nos damos cuenta de que la invitación de Cristo a amar a los demás, como Él nos ha amado a nosotros, nos propone a todos esta misma medida. En cierto modo, nos sentimos impulsados a ofrecer día a día nuestra vida, teniendo misericordia con nuestros hermanos, sirviéndonos del don del amor misericordioso de Dios. Nos damos cuenta de que Dios, concediéndonos misericordia, espera que seamos testigos de la misericordia en el mundo de hoy.

—La invitación a testimoniar la misericordia resuena con singular elocuencia aquí, en la amada Cracovia, dominada por el santuario de la Misericordia divina de Lagiewniki y por el nuevo templo, que ayer tuve la alegría de consagrar. Aquí, esta invitación resuena familiar, porque recuerda la tradición secular de la ciudad, cuya característica particular ha sido siempre la disponibilidad a ayudar a las personas necesitadas. No se puede olvidar que de esta tradición forman parte numerosos santos y Beatos —sacerdotes, personas consagradas y laicos—, que dedicaron su vida a las obras de misericordia. Desde el obispo Estanislao, la reina Eduvigis, Juan de Kety y Piotr Skarga, hasta fray Alberto, Ángela Salawa y el cardenal Sapieha, las generaciones de los fieles de esta ciudad se han transmitido, a lo largo de los siglos, la herencia de la misericordia. Hoy esta herencia ha sido entregada en nuestras manos, y no debe caer en el olvido.

Doy las gracias al cardenal Franciszek Macharski, que, con sus palabras de saludo, ha querido recordarnos esta tradición. Agradezco la invitación a visitar mi Cracovia y la hospitalidad que me han brindado. Saludo a todos los presentes, comenzando por los cardenales y obispos, así como a los que participan en esta Eucaristía a través de la radio y la televisión.

Saludo a toda Polonia. Recorro idealmente el luminoso itinerario con el que santa Faustina Kowalska se preparó para acoger el mensaje de la misericordia —desde Varsovia, a través de Plock y Vilna, hasta Cracovia—, recordando también a cuantos en este itinerario cooperaron con ella, apóstol de la misericordia. Deseo saludar a nuestros huéspedes. Saludo al señor presidente de la República polaca, al señor primer ministro, así como a los representantes de las autoridades estatales y territoriales. Abrazo con el corazón a mis compatriotas y, en particular, a los afligidos por el sufrimiento y la enfermedad; a cuantos atraviesan múltiples dificultades, a los desempleados, a los que no tienen un techo, a las personas de edad avanzada y solas, y a las familias con muchos hijos. Les aseguro que estoy cerca de ellos espiritualmente y los acompaño constantemente con la oración. Mi saludo se extiende a mis compatriotas esparcidos por el mundo. Saludo de corazón, asimismo, a los peregrinos que han venido aquí de diversos países de Europa y del mundo. Dirijo un saludo particular a los Presidentes de Lituania y de Eslovaquia, aquí presentes.

—Desde el comienzo de su existencia, la Iglesia, inspirándose en el misterio de la Cruz y de la Resurrección, predica la misericordia de Dios, prenda de esperanza y fuente de salvación para el hombre. Sin embargo, parece que hoy en particular es llamada a anunciar al mundo este mensaje. No puede descuidar esta misión, si Dios mismo la llama con el testimonio de santa Faustina.

Dios eligió para ello nuestro tiempo. Quizá porque el siglo XX, a pesar de los indiscutibles éxitos en muchos campos, ha quedado marcado, de modo particular, por el misterio de iniquidad. Con esta herencia de bien, pero también de mal, hemos entrado en el nuevo milenio. Ante la Humanidad se abren nuevas perspectivas de desarrollo y, al mismo tiempo, peligros hasta ahora inéditos. A menudo el hombre vive como si Dios no existiera, e incluso se pone en el lugar de Dios. Se arroga el derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana. Quiere decidir, mediante manipulaciones genéticas, la vida del hombre y determinar el límite de la muerte. Rechazando las leyes divinas y los principios morales, atenta abiertamente contra la familia. De varios modos intenta silenciar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente en la cultura y en la conciencia de los pueblos. El misterio de iniquidad sigue caracterizando la realidad del mundo.

Experimentado este misterio, el hombre vive el miedo del futuro, del vacío, del sufrimiento y del aniquilamiento. Quizá, precisamente por eso, es como si Cristo, mediante el testimonio de una humilde religiosa, hubiera entrado en nuestro tiempo para indicar claramente la fuente de alivio y esperanza que se encuentra en la misericordia eterna de Dios. Es preciso hacer que el mensaje del amor misericordioso resuene con nuevo vigor. El mundo necesita este amor. Ha llegado la hora de difundir el mensaje de Cristo a todos: especialmente a aquellos cuya humanidad y dignidad parecen perderse en el mysterium iniquitatis. Ha llegado la hora en la que el mensaje de la misericordia divina derrame en los corazones la esperanza y se transforme en chispa de una nueva civilización: la civilización del amor.

Un anuncio incansable

La Iglesia desea anunciar incansablemente este mensaje, no sólo con palabras fervientes, sino también con una práctica solícita de la misericordia. Por eso indica ininterrumpidamente ejemplos estupendos de personas que, en nombre del amor a Dios y al hombre, han ido y han dado fruto. Hoy añade a ellos cuatro nuevos Beatos. Son diversos los tiempos en los que vivieron, y son diversas sus historias personales. Pero los une ese rasgo particular de santidad que es la entrega a la causa de la misericordia.

El beato Segismundo Félix Felinski, arzobispo de Varsovia, en un período difícil, marcado por la falta de libertad nacional, invitó a perseverar en el servicio generoso a los pobres y a abrir instituciones educativas y caritativas. Él mismo fundó un orfanato y una escuela, y llamó a la capital a las Religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia, sosteniendo la obra iniciada por ellas. Tras la caída de la insurrección de 1863, guiado por sentimientos de misericordia hacia los hermanos, defendió abiertamente a los perseguidos. El precio que pagó por esa fidelidad fue la deportación a Rusia, la cual duró veinte años. También allí siguió ayudando a las personas pobres y extraviadas, mostrándoles gran amor, paciencia y comprensión. Se ha escrito de él que, «durante su exilio, oprimido por todas partes, en la pobreza de la oración, permaneció siempre solo al pie de la cruz, encomendándose a la misericordia divina».

Es un ejemplo de ministerio pastoral que hoy, de modo especial, quiero confiar a mis hermanos en el episcopado. Queridos hermanos, el arzobispo Felinski sostiene vuestros esfuerzos por elaborar y aplicar un programa pastoral de la misericordia. Que este programa constituya vuestro compromiso, ante todo en la vida de la Iglesia, y luego, como es necesario y oportuno, en la vida social y política de la nación, de Europa y del mundo.

Impulsado por este espíritu de caridad social, el arzobispo Felinski se comprometió profundamente en la defensa de la libertad nacional. Esto es necesario también hoy, cuando diversas fuerzas, guiadas a menudo por una falsa ideología de libertad, tratan de apropiarse de este terreno. Cuando una ruidosa propaganda de liberalismo, de libertad sin verdad y responsabilidad, se intensifica también en nuestro país, los pastores de la Iglesia no pueden dejar de anunciar la única e infalible filosofía de la libertad que es la verdad de la cruz de Cristo. Esta filosofía de libertad está unida estructuralmente a la historia de nuestra nación.

Sacramento de la Reconciliación en Toronto, durante la Jornada Mundial de la Juventud

El mayor don de la misericordia

—El deseo de llevar la misericordia a las personas más necesitadas impulsó al beato Juan Beyzym, jesuita, gran misionero, al lejano Madagascar, donde, por amor a Cristo, dedicó su vida a los leprosos. Sirvió día y noche a los que vivían marginados y excluidos de la vida de la sociedad. Con sus obras de misericordia en favor de personas abandonadas y despreciadas, dio un testimonio extraordinario. Testimonio que primero resonó en Cracovia, después en Polonia y, por último, entre los polacos en el extranjero. Se recogieron fondos para construir un hospital dedicado a la Virgen de Czestochowa, que existe todavía hoy. Uno de los promotores de esa ayuda fue el santo fray Alberto. Me alegra que ese espíritu de solidaridad en la misericordia siga vivo en la Iglesia polaca; lo demuestran las numerosas obras de ayuda a las comunidades damnificadas por catástrofes naturales en diversas regiones del mundo, así como la reciente iniciativa de adquirir la sobreproducción de cereales para destinarla a los que sufren hambre en África. Espero que esta noble idea se realice.

La obra caritativa del beato Juan Beyzym estaba inscrita en su misión fundamental: llevar el Evangelio a los que no lo conocen. He aquí el mayor don de misericordia: llevar a los hombres hacia Cristo y permitirles conocerlo y gustar su amor. Por eso, os pido: orad para que en la Iglesia en Polonia nazcan vocaciones misioneras. Sostened siempre a los misioneros con la ayuda y con la oración.

—El servicio a la misericordia caracterizó la vida del beato Juan Balicki. Como sacerdote tuvo siempre un corazón abierto a las personas necesitadas. Su ministerio de misericordia, además de la ayuda a los enfermos y a los pobres, se expresó con particular energía mediante el ministerio del confesionario, lleno de paciencia y humildad, siempre abierto a acercar de nuevo al pecador arrepentido al trono de la gracia divina. Al recordarlo, quisiera decir a los sacerdotes y a los seminaristas: os ruego, hermanos, que no olvidéis que, en cuanto dispensadores de la misericordia divina, tenéis una gran responsabilidad; acordaos también de que Cristo mismo os conforta con la promesa transmitida a través de santa Faustina: «Di a mis sacerdotes que los pecadores empedernidos se enternecerán con sus palabras, cuando hablen de mi infinita misericordia y de la compasión que siento por ellos en mi Corazón» (Diario, 1.521).

—La obra de la misericordia trazó el itinerario de la vocación religiosa de la beata Sanzia Szymkowiak, religiosa Seráfica. Ya en su familia aprendió a amar intensamente al Sagrado Corazón de Jesús, y con este espíritu fue muy bondadosa con todos, especialmente con los más pobres y necesitados. Empezó a llevar ayuda a los pobres, primero como miembro de la Asociación mariana y de la Asociación de la Misericordia de San Vicente; después, una vez abrazada la vida religiosa, se dedicó al servicio de los demás con mayor fervor. Aceptó los tiempos difíciles de la ocupación nazi como ocasión para consagrarse completamente a las personas necesitadas. Consideraba su vocación religiosa como un don de la misericordia divina.

Al saludar a la congregación de la Bienaventurada Virgen María de los Dolores —las religiosas Seráficas—, me dirijo a todas las religiosas y personas consagradas. Que la beata Sanzia sea vuestro ejemplo, vuestra patrona. Haced vuestro su testamento espiritual, condensado en una frase sencilla: «Si uno se dedica a Dios, es preciso entregarse hasta perderse totalmente».

—Hermanos y hermanas, al contemplar las figuras de estos beatos, quiero recordar una vez más cuanto escribí en la encíclica sobre la misericordia divina: «El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo» (Dives in misericordia, 14). Ojalá redescubramos en este camino, cada vez más profundamente, el misterio de la misericordia divina y lo vivamos diariamente.

Ante las formas modernas de pobreza que, me consta, no faltan en nuestro país, se necesita hoy —como la definí en la carta Novo millennio ineunte— una creatividad de la caridad según el espíritu de solidaridad con el prójimo, de modo que la ayuda sea testimonio de un compartir fraterno (cf. n. 50). Que no falte esta creatividad a los habitantes de Cracovia y de toda nuestra patria. Que con ella se trace el programa pastoral de la Iglesia en Polonia. Ojalá que el mensaje de la misericordia de Dios se refleje siempre en las obras de misericordia del hombre.

Hace falta esta mirada de amor para darnos cuenta de que el hermano que está a nuestro lado, con la pérdida de su trabajo, de su casa, de la posibilidad de mantener dignamente a su familia y de dar instrucción a sus hijos, experimenta un sentimiento de abandono, extravío y desconfianza. Hace falta la creatividad de la caridad para ayudar a un niño no atendido material y espiritualmente; para no volver la espalda al muchacho o a la muchacha arrastrados por el mundo de las diversas dependencias o del crimen; para dar consejo, consuelo y ayuda espiritual y moral a quien emprende una lucha interior contra el mal. Que no falte jamás la creatividad cuando una persona necesitada suplique: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Que, gracias al amor fraterno, no falte jamás este pan. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7).

—Durante mi primera peregrinación a nuestra patria, en 1979, aquí en Blonia dije que, «cuando somos fuertes con el espíritu de Dios, somos también fuertes en la fe en el hombre, fuertes en la fe, la esperanza y la caridad, que son indisolubles, y estamos dispuestos a dar testimonio por la causa del hombre ante aquel que está verdaderamente interesado en esta causa». Por eso, os pedí: «No despreciéis jamás la caridad, que es la cosa más grande que se ha manifestado a través de la cruz, y sin la cual la vida humana no tiene raíz ni sentido» (Homilía en la misa de clausura del Jubileo de san Estanislao, 10 de junio de 1979).

Hermanos y hermanas, hoy os repito esta invitación: abríos al don mayor de Dios, a su amor que, mediante la cruz de Cristo, se ha manifestado al mundo como amor misericordioso. Hoy, que vivimos en otros tiempos, en el alba del nuevo siglo y milenio, seguid estando dispuestos a dar testimonio por la causa del hombre. Hoy, con toda mi fuerza, pido a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a los hombres de buena voluntad que no separen jamás la causa del hombre del amor de Dios. Ayudad al hombre moderno a experimentar el amor misericordioso de Dios. Que en su resplandor y calor salve su humanidad.

Eucaristía celebrada por el Papa, en el parque Blonia, en Cracovia

Fidelidad a Dios, rico en misericordia

Ángelus. Cracovia, Explanada Blonia (18 de agosto)

Antes de concluir la liturgia con la plegaria del ángelus, quiero dirigirme a los jóvenes. Lamentablemente, durante esta visita no ha sido posible tener un encuentro especial con ellos, a los que he visto a lo largo del recorrido de la peregrinación. Sé que está aquí presente un grupo numeroso de miembros del movimiento Luz y vida, que han pasado la noche en oración en la iglesia de San Pedro y San Pablo, en la parroquia de Todos los Santos, para encontrarse con el Papa durante esta santa misa solemne. Recuerdo que hace exactamente treinta años, el 16 de agosto, en Blyszcz, cerca de Tylmanowa, a orillas del río Dunajec, participé en los así llamados Días de comunión. Dije entonces que me era familiar el estilo de vida propuesto a los jóvenes por el siervo de Dios padre Francisco Blachnicki. Y nunca he cambiado de idea. Doy gracias a Dios por este movimiento, que durante los años difíciles del pasado dio tantos frutos espirituales en el corazón de los jóvenes, y hoy constituye un ambiente estimulante para el crecimiento espiritual de la juventud y de las familias. Amados miembros del Oasis, cuando era obispo de Cracovia traté de sosteneros con mi presencia; como obispo de Roma, sigo acompañándoos ininterrumpidamente con la oración y la cercanía espiritual. Que el amor a la Eucaristía y a la Biblia ilumine siempre con luz divina los senderos de vuestra vida. Saludo asimismo a los miembros de la Asociación católica de la juventud, así como a los scouts. También a vosotros os encomiendo incesantemente a la protección de la Madre santísima. Que Dios os bendiga a todos.

Amadísimos jóvenes amigos, recientemente en Toronto (Canadá), se celebró el encuentro especial de los jóvenes de todo el mundo, que tiene lugar cada dos años, llamado Jornada Mundial de la Juventud. Fue un acontecimiento maravilloso, vivido con espíritu de fe; la fe es el fundamento sólido del entusiasmo de las aspiraciones y de los propósitos juveniles. Como ya he dicho, a orillas del lago Ontario revivimos la experiencia de la gente de Galilea, a la que Jesús entregó el mensaje de las Bienaventuranzas en la ribera del lago de Tiberíades. Hoy evoco esa experiencia, teniendo presente el mensaje sobre la misericordia divina. A través de santa Faustina Dios os lo entrega a vosotros, para que a su luz comprendáis mejor lo que quiere decir ser pobres de espíritu, misericordiosos, constructores de paz, hambrientos y sedientos de justicia y, por último, perseguidos a causa del nombre de Jesús. En todo tiempo se necesita el testimonio de hombres que vivan según las Bienaventuranzas. También se necesita hoy. Pido a Dios que vuestra vida, vivida según esta exigente medida divina, represente un testimonio atractivo de la misericordia en nuestro tiempo. Recordad que Cristo os envuelve incesantemente en su amor misericordioso. Que esta certeza os llene de paz y os conduzca por los difíciles senderos de la cotidianidad.

Deseo saludar también, de modo especial, a los miembros de la Asociación Amigos de los leprosos, del padre Juan Beyzym, que continúa con fruto su misión de ayuda a los leprosos. Os pido que no cese jamás vuestra obra de misericordia, y que vuestro patrono os sostenga. Saludo también a los que han encontrado lugar al pie de la colina de Kosciuszko y en Aleje.

Saludo a los peregrinos de la archidiócesis de Varsovia, guiados por el cardenal Primado. La beatificación del arzobispo Segismundo Félix Felinski se ha celebrado en Cracovia, porque aquí terminó su vida, pero siempre será el patrono de vuestra archidiócesis, a la que sirvió por un breve período, pero dejando una huella indeleble de su profunda espiritualidad. Por su intercesión, invoco prosperidad para la capital y para todos sus habitantes.

No puedo olvidar la archidiócesis de Przemysl, que hoy se alegra porque ha sido elevado a la gloria de los altares el padre Juan Balicki. Saludo al arzobispo Józef, al clero y a los fieles, y pido a Dios que el culto del nuevo patrono dé abundantes frutos de gracia en el corazón de todos.

Saludo a los padres jesuitas, con su prepósito general. Hoy tenéis a un nuevo beato: Juan Beyzym. Que su entrega a la causa de Dios y del hombre necesitado sea un ejemplo que os estimule a emprender siempre nuevas tareas, según las exigencias de los tiempos.

Ya he recordado a las religiosas Seráficas y a las Religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia: las saludo una vez más, deseándoles que aumenten su número y sus méritos ante Dios y ante los hombres.

Imagen de la Eucaristía celebrada por el Papa, en el parque Blonia, en Cracovia, participada por más de dos millones de personas

Como la respiración oculta de la patria

Por último, hay que atender a los huéspedes, que han venido de varias partes del mundo. Permitidme, por tanto, saludar a los peregrinos procedentes de Lituania, Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Uzbekistán, Eslovaquia, República Checa, Hungría, Italia, Austria, Canadá, Inglaterra, Francia, Alemania, Suecia, Suiza, Estados Unidos y de los otros países. Su presencia testimonia que el culto a la Misericordia divina se difunde en toda la tierra. ¡Gracias a Dios! Estoy convencido de que ellos llevarán este mensaje a sus familiares y a los ambientes en los que viven. Oro para que éste sea un don de esperanza y paz para todos los hombres de buena voluntad.

Deseo saludar también en diversas lenguas a nuestros huéspedes. Saludo ahora a los fieles lituanos. Queridos hermanos, os exhorto a sacar siempre de la oración la fuerza para adheriros fielmente al Evangelio, convirtiéndoos en auténticos testigos de la misericordia de Dios. Él es el camino, la verdad y la vida para todo hombre y para todos los pueblos. Os bendigo de corazón.

Saludo con afecto a los fieles de la Federación Rusa. Queridos hermanos, tened fija la mirada en Cristo. Él da a cada uno la energía necesaria para responder a los desafíos de nuestro tiempo. Escuchad la voz de Dios, que os llama a ser sus hijos y templos del Espíritu del amor. Os bendigo a todos y cada uno.

Saludo cordialmente a los obispos católicos de Bielorrusia, todos aquí presentes, y a los fieles que los acompañan. Les doy las gracias con afecto y les deseo a cada uno todo bien en el Señor.

Dirijo un cordial saludo a los peregrinos procedentes de Ucrania. Que el ejemplo de los nuevos beatos y la intercesión materna de María susciten en cada uno una renovada fidelidad a Dios, rico en misericordia, y un amor cada vez más generoso a los hermanos. A todos os bendigo.

Dirijo un cordial saludo a los peregrinos procedentes de Eslovaquia. Dios, rico en misericordia, por intercesión de los nuevos beatos y de María santísima, suscite en vuestro corazón un renovado amor, una fidelidad continua a Cristo Señor y una generosa caridad con el prójimo. A todos mi bendición particular.

Un cordial saludo a los peregrinos procedentes de la República Checa: Dios, rico en misericordia, os proteja y bendiga a vosotros y vuestra querida patria. ¡Alabado sea Jesucristo!

Saludo con afecto a los peregrinos de Uzbekistán y aprovecho su presencia para enviar a todo el pueblo uzbeko la seguridad de mi cercanía espiritual.

Saludo cordialmente a los fieles húngaros. Confiad en la misericordia de Dios, porque su misericordia es inagotable. ¡Alabado sea Jesucristo!

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa. Cristo Salvador, que ha revelado plenamente la misericordia infinita del Padre a todos los hombres, os convierta en ardientes testigos de esperanza y paz. Con la bendición apostólica.

Me complace saludar a los peregrinos procedentes de Inglaterra, Canadá y Estados Unidos presentes en la misa de hoy. Dios, rico en misericordia, os conceda toda bendición celestial a vosotros y a vuestras familias.

Saludo cordialmente a todos los peregrinos de lengua alemana. La misericordia de Dios es grande. Confiad en ella. Os imparto de buen grado la bendición apostólica.

Un cordial saludo a los peregrinos italianos aquí presentes y a los que están unidos a nosotros a través de la radio y la televisión. Que María y los nuevos beatos os ayuden a cada uno a seguir fielmente a Dios, rico en misericordia, y a amar generosamente a los hermanos. Imparto a todos mi bendición.

Y ahora encomendemos todas nuestras intenciones a la Madre de Dios, Madre de misericordia.

Para concluir, quisiera añadir que precisamente este canto de los Oasis me acompañó fuera de mi patria hace 23 años. Lo tenía en mis oídos durante el cónclave. Y este canto de los Oasis lo he tenido presente durante todos estos años. Era como la respiración oculta de la patria. Era también una guía en medio de los diversos caminos de la Iglesia. Y este canto me ha traído muchas veces espiritualmente aquí, a Blonia de Cracovia, al pie de la colina de Kosciuszko.

Te doy gracias, canto de los Oasis. Te doy gracias, Blonia de Cracovia, por tu hospitalidad, demostrada tantas veces y también hoy. Que Dios te lo pague. Quisiera añadir: ¡Hasta la vista! Pero esto está completamente en las manos de Dios. Encomiendo esto enteramente a la misericordia de Dios.

Misa de clausura del viaje del Papa a Polonia, en el santuario de la Virgen de Kalwaria, el 19 de agosto

Reina y madre de misericordia

Homilía, en el IV Centenario del santuario de la Virgen de Kalwaria. Kalwaria Zebrzydowska (19 de agosto)

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia; vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve».

Amadísimos hermanos y hermanas:

Vengo hoy a este santuario como peregrino, como venía cuando era niño y en edad juvenil. Me presento ante la Virgen de Kalwaria al igual que cuando venía como obispo de Cracovia para encomendarle los problemas de la archidiócesis y de quienes Dios había confiado a mi cuidado pastoral. Vengo aquí y, como entonces, repito: Dios te salve, Reina y Madre de misericordia. ¡Cuántas veces he experimentado que la Madre del Hijo de Dios dirige sus ojos misericordiosos a las preocupaciones del hombre afligido y le obtiene la gracia de resolver problemas difíciles, y él, pobre de fuerzas, se asombra por la fuerza y la sabiduría de la Providencia divina! ¿No lo han experimentado, acaso, también generaciones enteras de peregrinos que acuden aquí desde hace cuatrocientos años? Ciertamente sí. De lo contrario, no tendría lugar hoy esta celebración. No estaríais aquí vosotros, queridos hermanos, que recorréis los senderos de Kalwaria, siguiendo las huellas de la pasión y de la cruz de Cristo y el itinerario de la compasión y de la gloria de su Madre. Este lugar, de modo admirable, ayuda al corazón y a la mente a penetrar en el misterio del vínculo que unió al Salvador que padecía y a su Madre que compadecía. En el centro de este misterio de amor, el que viene aquí se encuentra a sí mismo, encuentra su vida, su cotidianidad, su debilidad y, al mismo tiempo, la fuerza de la fe y de la esperanza: la fuerza que brota de la convicción de que la Madre no abandona al hijo en la desventura, sino que lo conduce a su Hijo y lo encomienda a su misericordia.

—«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). Aquella que estaba unida al Hijo de Dios por vínculos de sangre y de amor materno, allí, al pie de la cruz, vivía esa unión en el sufrimiento. Ella sola, a pesar del dolor del corazón de madre, sabía que ese sufrimiento tenía un sentido. Tenía confianza —confianza a pesar de todo— en que se estaba cumpliendo la antigua promesa: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañar» (Gn 3, 15). Y su confianza fue confirmada cuando el Hijo agonizante se dirigió a ella: «¡Mujer!». En aquel momento, al pie de la cruz, ¿podía esperar que tres días después la promesa de Dios se cumpliría? Esto será siempre un secreto de su corazón. Sin embargo, sabemos una cosa: ella, la primera entre todos los seres humanos, participó en la gloria del Hijo resucitado. Ella —como creemos y profesamos— fue elevada al cielo en cuerpo y alma para experimentar la unión en la gloria, para alegrarse junto al Hijo por los frutos de la misericordia divina y obtenerlos para los que buscan refugio en ella.

—El vínculo misterioso de amor. ¡Cuán espléndidamente lo expresa este lugar! La historia afirma que, a comienzos del siglo XVII, Mikolaj Zebrzydowski, fundador del santuario, puso los cimientos para construir la capilla del Gólgota, según el modelo de la iglesia de la Crucifixión de Jerusalén. De ese modo, deseaba sobre todo hacer que el misterio de la pasión y la muerte de Cristo fuera más cercano a sí mismo y a los demás. Sin embargo, más tarde, proyectando la construcción de las calles de la pasión del Señor, desde el Cenáculo hasta el sepulcro de Cristo, impulsado por la devoción mariana y la inspiración de Dios, quiso poner en aquel itinerario algunas capillas que evocaran los acontecimientos de María. Así surgieron otros senderos y una nueva práctica religiosa, en cierto modo como complemento del Vía crucis: la devoción llamada Vía de la compasión de la Madre de Dios y de todas las mujeres que sufrieron juntamente con ella. Desde hace cuatro siglos se suceden generaciones de peregrinos que recorren aquí las huellas del Redentor y de su Madre, tomando abundantemente de ese amor que resistió a los sufrimientos y a la muerte, y culminó en la gloria del cielo.

Juan Pablo II ora ante la Virgen de Czestochowa, patrona de Polonia

Un lugar clave para Polonia

Durante estos siglos, los peregrinos han estado acompañados fielmente por los padres franciscanos, llamados Bernardinos, encargados de la asistencia espiritual del santuario de Kalwaria. Hoy quiero expresarles mi gratitud por esta predilección por Cristo que padeció, y por su Madre, que compadeció; una predilección que con fervor y entrega infunden en el corazón de los peregrinos. Amadísimos padres y hermanos Bernardinos, que Dios os bendiga en este ministerio, ahora y en el futuro.

—En 1641 el santuario de Kalwaria fue enriquecido con un don particular. La Providencia dirigió hacia Kalwaria los pasos de Stanislaw Paszkowski, de Brzezie, para que encomendara a la custodia de los padres Bernardinos la imagen de la Madre santísima, ya famosa por sus gracias cuando se hallaba en la capilla de familia. Desde entonces, y especialmente desde el día de la coronación, realizada en 1887 por el obispo de Cracovia Albin Sas Dunajewski, con el beneplácito del Papa León XIII, los peregrinos terminan su peregrinación por las sendas delante de ella. Al inicio venían aquí de todas las partes de Polonia, pero también de Lituania, de la Rus’, de Eslovaquia, de Bohemia, de Hungría, de Moravia y de Alemania. Se han encariñado particularmente con ella los habitantes de Silesia, que han ofrecido la corona a Jesús y, desde el día de la coronación, todos los años participan en la procesión el día de la Asunción de la santísima Virgen María.

¡Cuán importante ha sido este lugar para la Polonia dividida por las reparticiones! Lo expresó monseñor Dunajewski, que posteriormente llegó a ser cardenal, durante la coronación, rezando así: «En este día María fue elevada al cielo y coronada. Al celebrarse el aniversario de este día, todos los santos ponen sus coronas a los pies de su Reina, y también hoy el pueblo polaco trae las coronas de oro, para que las manos del obispo las pongan sobre la frente de María en esta imagen milagrosa. Recompénsanos por esto, oh Madre, para que seamos uno entre nosotros y contigo». Así rezaba por la unificación de la Polonia dividida. Hoy, después de que ha llegado a ser una unidad territorial y nacional, las palabras de aquel pastor no sólo conservan su actualidad, sino que, además, adquieren un significado nuevo. Es preciso repetirlas hoy, pidiendo a María que nos obtenga la unidad de la fe, la unidad del espíritu y del pensamiento, la unidad de las familias y la unidad social. Por esto ruego hoy con vosotros: haz, oh Madre de Kalwaria, que seamos uno entre nosotros y contigo.

—«Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María!»
Dirige, oh Señora de las gracias, tu mirada a este pueblo que, desde hace siglos, permanece fiel a ti y a tu Hijo.
Dirige la mirada a esta nación, que siempre ha puesto su esperanza en tu amor de Madre.
Dirige a nosotros la mirada, esos tus ojos misericordiosos, y obtennos lo que tus hijos más necesitan.
Abre el corazón de los ricos a las necesidades de los pobres y de los que sufren.
Haz que los desempleados encuentren trabajo.
Ayuda a los que se han quedado en la calle a encontrar una vivienda.
Dona a las familias el amor que permite superar todas las dificultades.
Indica a los jóvenes el camino y las perspectivas para el futuro.
Envuelve a los niños con el manto de tu protección, para que no sufran escándalo.
Anima a las comunidades religiosas con la gracia de la fe, de la esperanza y de la caridad.
Haz que los sacerdotes sigan las huellas de tu Hijo dando cada día la vida por las ovejas.
Obtén para los obispos la luz del Espíritu Santo, para que guíen la Iglesia en estas tierras hacia el reino de tu Hijo por un camino único y recto.
Madre santísima, nuestra Señora de Kalwaria, obtén también para mí las fuerzas del cuerpo y del espíritu, para que pueda cumplir hasta el fin la misión que me ha encomendado el Resucitado.
En ti pongo todos los frutos de mi vida y de mi ministerio; a ti encomiendo el destino de la Iglesia; a ti entrego mi nación; en ti confío y te declaro una vez más: Totus tuus, María! Totus tuus. Amén.

No dejéis de orar por mí
(Palabras del Santo Padre al final de la misa en el santuario de Kalwaria:)

Está a punto de concluir mi peregrinación a Polonia, a Cracovia. Me alegra que esta visita culmine precisamente en Kalwaria, a los pies de María.

Una vez más deseo encomendar a su protección a vosotros, aquí reunidos, a la Iglesia en Polonia y a todos los compatriotas. Que su amor sea fuente de abundantes gracias para nuestro país y para sus habitantes.

Cuando visité este santuario en 1979, os pedí que orarais por mí mientras viva y después de mi muerte. Hoy os doy las gracias a vosotros y a todos los peregrinos de Kalwaria por estas oraciones, por el apoyo espiritual que recibo continuamente. Y sigo pidiéndoos: no dejéis de orar —lo repito una vez más— mientras viva y después de mi muerte. Y yo, como siempre, os pagaré vuestra benevolencia encomendándoos a todos a Cristo misericordioso y a su Madre.

El Papa se despide de los jóvenes en Toronto

La misericordia, luz de esperanza

Ceremonia de despedida. Aeropuerto de Kraków-Balice (19 de agosto)

«Polonia, mi amada patria, (…) Dios te eleva y te trata de modo particular, pero muéstrale tu agradecimiento por ello» (Diario, 1.038). Con estas palabras, tomadas del Diario de santa Faustina, deseo despedirme de vosotros, queridos hermanos y hermanas, compatriotas míos.

En el momento en que debo volver al Vaticano, dirijo una vez más, con gran alegría, mi mirada a todos vosotros y doy gracias a Dios, que me ha permitido estar nuevamente en la patria. Con el pensamiento repaso las etapas de la peregrinación de estos tres días: Lagiewniki, Blonia de Cracovia y Kalwaria Zebrzydowska. Conservo en la memoria la multitud de fieles que oraban, testimonio de la fe de la Iglesia en Polonia y de su confianza en el poder de la misericordia de Dios. Al despedirme, quiero saludaros a todos, queridos compatriotas. Han sido numerosos los que me han esperado, los que han querido encontrarse conmigo. No todos lo han logrado. Quizá la próxima vez…

A las familias polacas les deseo que encuentren en la oración la luz y la fuerza para cumplir sus deberes, sembrando en todo ambiente el mensaje del amor misericordioso. Dios, fuente de la vida, os bendiga cada día. Saludo a aquellos con quienes me he encontrado personalmente a lo largo de mi peregrinación y a los que han participado en los encuentros del viaje apostólico a través de los medios de comunicación social. En particular, doy gracias a los enfermos y a las personas ancianas por sostener mi misión con la oración y con el sufrimiento. Les deseo que la unión espiritual con Cristo misericordioso sea para ellos fuente de alivio en sus sufrimientos físicos y espirituales.

Abrazo con la mirada del alma a toda mi amada patria. Me alegran sus éxitos, sus buenas aspiraciones y sus valientes iniciativas. He hablado con inquietud de las dificultades y de cuánto cuestan los cambios, que afectan dolorosamente a los más pobres y a los más débiles, a los desempleados, a los que carecen de un techo y a los que se ven obligados a vivir en condiciones cada vez más difíciles y en la incertidumbre del futuro.

Al partir, quiero encomendar estas situaciones precarias de nuestra patria a la Providencia divina e invitar a los responsables de la gestión del Estado a ser siempre solícitos del bien de la República y de sus ciudadanos. Que reine entre vosotros el espíritu de misericordia, de solidaridad fraterna, de concordia y de auténtica atención al bien de la patria. Espero que, cultivando todos estos valores, la sociedad polaca, que desde hace siglos pertenece a Europa, encuentre una colocación adecuada en las estructuras de la Unión europea. Y que no sólo no pierda su identidad propia, sino que enriquezca su tradición, la del continente y de todo el mundo.

—Los días de esta breve peregrinación me han brindado una ocasión para recordar y reflexionar profundamente. Doy gracias a Dios, que me ha dado la posibilidad de visitar Cracovia y Kalwaria Zebrzydowska. Le doy gracias por la Iglesia en Polonia, que, con espíritu de fidelidad a la cruz y al Evangelio, desde hace mil años comparte el destino de la nación, la sirve con celo y la sostiene en sus buenos propósitos y aspiraciones. Le doy gracias porque la Iglesia en Polonia permanece fiel a esta misión, y le pido que sea siempre así.

Deseo expresar mi gratitud a los que han contribuido al feliz desarrollo de la peregrinación. Doy las gracias una vez más al señor presidente de la República polaca por la invitación y por el esmero puesto en la preparación de la visita. Agradezco al señor Primer Ministro la colaboración entre las autoridades civiles y los representantes de la Iglesia. Agradezco este gesto de buena voluntad.

Doy gracias a las autoridades administrativas, regionales y municipales —sobre todo de Cracovia y Kalwaria— por la benevolencia, la solicitud y el esfuerzo realizado. Que Dios recompense a cuantos se han empeñado en las diversas tareas litúrgicas y pastorales, al personal de la televisión, la radio y la prensa, a los servicios del orden —militares, policías, bomberos y agentes sanitarios— y a los que han contribuido de cualquier modo al desarrollo de la peregrinación. No quiero olvidarme de nadie; por eso, repito una vez más de corazón: que Dios os recompense.

—Me dirijo con particular gratitud al pueblo de Dios en Polonia. Agradezco a la Conferencia Episcopal Polaca y, ante todo, al cardenal Primado, la invitación que me ha hecho, la preparación espiritual de los fieles y el esfuerzo organizativo que mi peregrinación ha entrañado. Dirijo especiales palabras de gratitud a los sacerdotes, a los seminaristas y a las religiosas. Gracias por la preparación de la liturgia y por el acompañamiento de los fieles durante nuestros encuentros. Gracias a toda la Iglesia en Polonia por la perseverancia común en la oración, por la cariñosa acogida y por todas las manifestaciones de benevolencia. Cristo misericordioso recompense abundantemente vuestra generosidad con su bendición.

Entre las expresiones de agradecimiento no puede faltar una mención especial a la amada Iglesia que está en Cracovia. Doy gracias de corazón en particular al cardenal Franciszek Macharski, metropolitano de Cracovia, por la hospitalidad y por haber preparado tan magníficamente la ciudad para los importantes acontecimientos celebrados durante los días pasados. Gracias de corazón a las Religiosas de la Misericordiosa Madre de Dios, de Lagiewniki, y a cuantos cada día elevan oraciones ante la imagen de Jesús misericordioso por las intenciones de mi misión apostólica. Me congratulo con la archidiócesis de Cracovia y con toda Polonia por el nuevo templo, que he dedicado. Estoy convencido de que el santuario de Lagiewniki constituirá un significativo punto de referencia y un centro eficaz del culto a la Misericordia divina. Que los rayos de luz que bajan de la torre del templo de Lagiewniki, y que recuerdan los rayos de la imagen de Jesús misericordioso, se irradien con reflejo espiritual sobre toda Polonia: desde los montes Tatra hasta el Báltico, desde el Bug hasta el Oder, y sobre todo el mundo.

—Dios, rico en misericordia. Estas palabras han constituido el lema de la visita. Las hemos leído como una invitación dirigida a la Iglesia y a Polonia en el nuevo milenio. ¡Ojalá que mis compatriotas acojan con corazón abierto este mensaje de la misericordia y lo difundan dondequiera que los hombres necesiten la luz de la esperanza!

Conservo en mi corazón el bien realizado durante los días de la peregrinación, y en el que he participado. Agradecido por todo, juntamente con toda la comunidad eclesial en Polonia, repito ante Jesús misericordioso: Jesús, confío en Ti. Que esta sincera confesión proporcione alivio a las futuras generaciones en el nuevo milenio. ¡Dios, rico en misericordia, os bendiga!

Y para concluir, ¿qué decir? Siento tenerme que marchar.