Compasión y severidad - Alfa y Omega

Compasión y severidad

VI Domingo del tiempo ordinario

Juan Antonio Martínez Camino
«Si quieres, puedes limpiarme…» Jesús quiere salvar a la persona entera

Dios es compasivo y misericordioso. Así se ha dado a conocer a sí mismo en Jesucristo. El Creador no es una mera causa no causada de las cosas, ni un puro motor inmóvil del movimiento del cosmos y de la vida. Las causas y los motores no tienen corazón. El Dios vivo y verdadero es algo más. A Él se le revuelven las entrañas ante la infidelidad de su pueblo y desata su ira contra la injusticia y el abuso de los débiles. Por el contrario, Él espera pacientemente al hijo caprichoso y altanero, que se ha ido de casa dilapidando sus bienes, y sale corriendo a su encuentro en cuanto lo ve a lo lejos retornar al hogar. Sí, el Dios que sufre con los hombres corre a nuestro encuentro. La Cruz gloriosa del Señor es la meta de su carrera hacia nosotros, pródigos y alejados del corazón de Dios.

En la escena del leproso que lo desafía a curarlo, Jesús, limpiándolo milagrosamente, manifiesta de nuevo la ternura divina que Él revela con sus palabras, sus gestos y su vida. Sintió lástima, dice el Evangelio. Se conmovió. Lo mismo que le sucederá ante la viuda que llora al hijo perdido, o ante la muerte de su amigo Lázaro. Es el corazón de Dios el que se conmueve en el corazón de Jesús. No puede permanecer impasible ante la súplica del que sufre. Lo limpia de la lepra y le devuelve su dignidad en aquella sociedad inmisericorde con los enfermos, los estigmatizados y los pecadores. Pero a continuación se encara severamente con él –según subraya el Evangelio con más energía todavía en el texto griego– y le prohíbe contar a nadie lo que le ha pasado. Nos desconcierta este pasaje. A renglón seguido de la misericordia, viene la severidad. Y ¿por qué? ¿No le gusta a Jesús que se hagan públicas sus obras maravillosas, revelación de la misericordia divina? ¿Quiere ocultar su condición de Hijo de Dios con poder?

El evangelista señala que, a partir de entonces Jesús no pudo andar abiertamente por los pueblos y ciudades. Aquel hombre no fue capaz de obedecer a Jesús y lo contó a todo el mundo. Entonces, todos querían acercarse al Maestro para resolver sus problemas y encontrar solución a sus necesidades. Pero el Salvador buscaba más. La misericordia divina no se contenta con curar a los enfermos ni con resucitar a los muertos. La salvación que Dios nos trae con Jesús va mucho más allá de nuestras necesidades en el mundo, por graves y dolorosas que sean. Por eso, Jesús procura con toda severidad que los que han recibido un signo temporal de la misericordia divina, no se queden sólo en eso. No quiere que lo busquen como a un mero taumaturgo y sanador de cuerpos. Quiere salvar a la persona entera. Pero esta salvación no es posible para quienes se afanan por una salud o una vida sólo temporal. Por eso, Jesús se muestra severo. No quiere engaños. Su compasión quiere ser verdadera y completa. Procura evitar que nos deslumbremos con signos de salud que no son todavía la salvación. Será necesaria la Cruz. Los signos y las palabras de salvación no bastan para librarnos de la ceguera. Somos tan débiles que nos encandilamos incluso con ellos. Pero la severidad de la Cruz es inseparable de la misericordia. En aquélla triunfa el corazón de Dios.

Evangelio / Marcos 1, 40-45

En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:

«Si quieres, puedes limpiarme».

Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo:

«Quiero: queda limpio».

La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:

«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés».

Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no pudo entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a Él de todas partes.