Yo os aliviaré - Alfa y Omega

Yo os aliviaré

XIII Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: REUTERS/Fabrizio Bensch

Las palabras con las que comienza el pasaje del Evangelio de hoy nos muestran de un modo singular el vínculo entre Jesús y el Padre, al mismo tiempo que reflejan la intimidad de esta relación. El hecho de comenzar con una fórmula de acción de gracias es prueba de que el sentimiento más profundo de Jesucristo es el del agradecimiento a Dios, una gratitud absoluta. Para entender bien la oración del Señor es oportuno conocer que esta plegaria no nace de un éxito rotundo en su ministerio: Jesús ha predicado y su enseñanza no ha sido recibida con entusiasmo por unos destinatarios que, de antemano, deberían estar especialmente interesados en su discurso. En efecto, los sabios y las personas con una trayectoria religiosa más arraigada son los primeros en mostrar desinterés y rechazo frente a la enseñanza del Señor. Así, conforme pasan los días, Jesús va descubriendo que, a pesar de su afán por anunciar el Reino de Dios, precisamente los que deberían estar más capacitados para comprender la profundidad de sus enseñanzas –los fariseos, los escribas o los sumos sacerdotes– se resisten a recibir esta predicación.

Sin embargo, lo que a primera vista aparenta ser un fracaso en el ministerio de Jesús es ocasión para descubrir quiénes son los verdaderos destinatarios de la revelación de Dios, o, más bien, qué actitud ha de tomar el hombre si quiere recibir la salvación de Dios. Desde luego, si el Evangelio dice que «has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños», queda patente que para que el hombre pueda conocer y, desde ahí, amar a Dios, es imprescindible que se sitúe en una posición de humildad y sencillez como la de un niño.

El conocimiento mutuo del Padre y del Hijo

A continuación, escuchamos que entre el Padre y el Hijo se da una relación personal e íntima, no comparable a ningún caso de los que conocemos entre nosotros. Es difícil expresar lo que aquí sucede con mayor claridad y transparencia que las palabras de Jesús. Pero lo significativo para nosotros es que la estrecha unión entre el Padre y el Hijo tiene consecuencias en nuestra vida de cristianos. Del mismo modo que por el Bautismo somos introducidos en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, también nos hacemos partícipes de esa íntima relación de Jesucristo con su Padre. Esto es lo que significa que seamos «hijos en el Hijo». Ser cristiano no significa simplemente ser miembro de una asociación religiosa o compartir con otras personas unas creencias sobre Dios, el mundo y el hombre, o verse impulsado a actuar de tal o cual manera. La condición de bautizados afecta a los más profundo de nuestra vida, que es participar de la unión de Cristo con u Padre, de su alabanza y de su oración. No alabamos ni damos gracias a Dios por nuestra cuenta, sino a través de Jesucristo.

El yugo de Jesús

Llama la atención la paradoja de Jesús al ofrecer a sus seguidores su yugo: «tomad mi yugo sobre vosotros». Ciertamente, a continuación aclara: «mi yugo es llevadero y mi carga ligera». La intención del Señor es ofrecernos su ayuda para sobrellevar las dificultades de la vida. El cristiano no puede pensar que se encuentra solo para afrontar sus problemas. Nuevamente nos unimos al Señor: en primer lugar, compartiendo las dificultades con Él, es decir, pudiendo mirar su yugo y su cruz; en segundo lugar, haciéndonos solidarios con las personas que sufren especialmente. En definitiva, frente a la tentación de sentirnos solos, el Señor quiere ofrecernos realizar un camino juntos: primero participando de su profunda relación con el Padre; segundo, andando a nuestro lado para aliviar este recorrido. Para que esta ayuda sea real, poco se requiere de nuestra parte: ser sencillos y pequeños ante Dios, huyendo del orgullo de considerarnos autosuficientes.

Evangelio / Mateo 11, 25-30

En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».