Fe, verdad y cultura - Alfa y Omega

Fe, verdad y cultura

El cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pronunció un discurso el miércoles 16 de febrero de 2000, en el marco del Congreso Internacional que, dedicado a reflexionar sobre las relaciones entre la filosofía y la verdad revelada, a la luz de la encíclica de Juan Pablo II Fides et ratio, ha organizado la Facultad de Teología San Dámaso, de la archidiócesis de Madrid, una lección magistral titulada Fe, verdad y cultura. Por su excepcional interés ofrecemos a nuestros lectores el texto íntegro de estas autorizadas y cualificadísimas reflexiones a propósito de una de las encíclicas claves del pontificado de Juan Pablo II: la Fides et ratio

Papa Benedicto XVI
La ciencia actual busca verdades, pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad

¿De qué se trata, en el fondo, en la encíclica Fides et ratio? ¿Es un documento sólo para especialistas, un intento de renovar desde la perspectiva cristiana una disciplina en crisis, la filosofía, y, por tanto, interesante sólo para filósofos, o plantea una cuestión que nos afecta a todos? Dicho de otra manera: ¿necesita la fe realmente de la filosofía, o la fe —que en palabras de san Ambrosio fue confiada a pescadores y no a dialécticos— es completamente independiente de la existencia o no existencia de una filosofía abierta en relación a ella? Si se contempla la filosofía sólo como una disciplina académica entre otras, entonces la fe es de hecho independiente de ella. Pero el Papa entiende la filosofía en un sentido mucho más amplio y conforme a su origen. La filosofía se pregunta si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer y tiene que recluirse, a la postre, en la cuestión de lo útil. Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y que pretende ser la religio vera, la religión de la verdad. Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida: en estas palabras de Cristo según el evangelio de Juan (14, 6) está expresada la pretensión fundamental de la fe cristiana. De esta pretensión brota el impulso misionero de la fe: sólo si la fe cristiana es verdad, afecta a todos los hombres; si es sólo una variante cultural de las experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas, entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya.

Pero esto significa lo siguiente: la cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con la filosofía. Si debiera caracterizar brevemente la intención última de la encíclica, diría que ésta quisiera rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado por el relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad, la encíclica quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y científica, porque, en caso contrario, la fe pierde el aire en que respira. La encíclica quisiera sencillamente animar de nuevo a la aventura de la verdad. De este modo, habla de lo que está más allá del ámbito de la fe, pero también de lo que está en el centro del mundo de la fe.

El simbólico montaje de esta foto, como el de la foto de la portada, de la revista ‘Humanitas’, convierten al Papa y a la Basílica de San Pedro, centro vital de la cristiandad, en referencias elocuentes de atención y escucha de los problemas, gozos y esperanzas del hombre, al comienzo del tercer milenio del cristianismo -fe, verdad y cultura-

1-. LAS PALABRAS, LA PALABRA Y LA VERDAD

Hasta qué punto no es moderno preguntar por la verdad, lo ha representado magníficamente el escritor y filósofo C. S. Lewis en un libro de éxito aparecido en los años cuarenta, Cartas del diablo a su sobrino. Está compuesto por cartas ficticias de un demonio superior, Escrutopo, que imparte enseñanzas a un principiante sobre el arte de seducir al hombre, sobre el modo correcto como tiene que proceder. El demonio pequeño había expresado ante sus superiores su preocupación de que precisamente los hombres inteligentes leyesen los libros de los sabios antiguos y pudiesen de este modo descubrir las huellas de la verdad. Escrutopo le tranquiliza con la aclaración de que el punto de vista histórico, del que los espíritus infernales han conseguido afortunadamente persuadir a los eruditos del mundo occidental, significa precisamente esto: que la única cuestión que con seguridad nunca se planteará es la relativa a la verdad de lo leído; en su lugar se pregunta acerca de las repercusiones y dependencias, del desarrollo del respectivo escritor, de la historia de su influjos, y otras cuestiones análogas.

Josef Pieper, que reproduce este pasaje de C. S. Lewis en su tratado sobre la interpretación, señala al respecto que las ediciones de un Platón o un Dante por ejemplo, planificadas en los países dominados por el comunismo, anteponían una introducción a cada obra editada, que quiere proporcionar al lector una comprensión histórica y así excluir la cuestión de la verdad. Una cientificidad ejercida de este modo inmuniza frente a la verdad. La cuestión de si lo dicho por el autor es o no, y en qué medida, verdadero, sería una cuestión no científica; nos sacaría del campo de lo demostrable y verificable, nos haría recaer en la ingenuidad del mundo precrítico. De este modo, se neutraliza también la lectura de la Biblia: podemos explicar cuándo y bajo qué circunstancias ha surgido un texto, y, de este modo, lo tenemos clasificado dentro de lo histórico (Historisch), que a la postre no nos afecta. En el trasfondo de este modo de interpretación histórica hay una filosofía, una actitud apriórica ante la realidad que nos dice: no tiene sentido preguntar sobre lo que es; sólo podemos preguntar sobre lo que podemos hacer con las cosas. La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho. Ante tal reducción aparentemente iluminadora del pensamiento humano surge sin más la pregunta: ¿Qué es propiamente lo que nos aprovecha? Y ¿para qué nos aprovecha? ¿Para qué existimos nosotros mismos? El observador profundo verá en esta moderna actitud fundamental una falsa humildad y, al mismo tiempo, una falsa soberbia: la falsa humildad, que niega al hombre la capacidad para la verdad, y la falsa soberbia, con la que se sitúa sobre las cosas, sobre la verdad misma, en cuanto erige en meta de su pensamiento la ampliación de su poder, el dominio sobre las cosas.

Lo que en Lewis aparece en forma de ironía, lo podemos encontrar hoy presentado científicamente en la crítica literaria. En ella se descarta abiertamente la cuestión de la verdad como no científica. El exégeta alemán Mario Reiser ha llamado la atención sobre un pasaje de Umberto Eco en su novela de éxito El nombre de la rosa, donde dice: La única verdad consiste en aprender a liberarse de la pasión enfermiza por la verdad. El fundamento para esta renuncia inequívoca a la verdad estriba en lo que hoy se denomina el giro lingüístico: no se puede remontar más allá del lenguaje y sus representaciones, la razón está condicionada por el lenguaje y ligada al lenguaje. Ya en el año mil novecientos uno F. Mauthner había acuñado la siguiente frase: Lo que se denomina pensamiento es puro lenguaje. M. Reiser comenta, en este contexto, el abandono de la convicción de que se puede remitir con medios lingüísticos a lo supralingüístico. El relevante exégeta protestante U. Luz afirma —totalmente en consonancia con lo que hemos oído de Escrutopo al principio— que la crítica histórica ha abdicado en la Edad Moderna de la cuestión de la verdad. Él se cree obligado a aceptar y reconocer como correcta esta capitulación: que ahora ya no hay una verdad a buscar más allá del texto, sino posiciones sobre la verdad que concurren entre ellas, ofertas de verdad que hay que defender ahora con discurso público en el mercado de las visiones del mundo.

El centro de Berlín: junto a la iglesia reducida a ruinas por la II Guerra Mundial y mantenida como recuerdo de la tragedia, el rascacielos arrogante de la nueva Europa

Entendidos que no entienden de nada

Quien medita sobre estos modos de ver las cosas, sentirá que le viene casi inevitablemente a su memoria un pasaje profundo del Fedro, de Platón. En él Sócrates cuenta a Fedro una historia que ha escuchado de los antiguos, los cuales tenían conocimiento de lo verdadero. Una vez Thot, el padre de las letras y el dios del tiempo, visitó al rey egipcio Thamus de Tebas. Instruyó al soberano sobre diversas artes inventadas por él, y especialmente sobre el arte de escribir por él concebido. Ponderando su propio invento, dijo al rey: Este conocimiento, oh rey, hará a los egipcios más sabios y vigorizará su memoria; es el elixir de la memoria y de la sabiduría. Pero el rey no se deja impresionar. Él prevé lo contrario como consecuencia del conocimiento de la escritura: Esto producirá olvido en las almas de los que lo aprendan por descuidar el ejercicio de la memoria, ya que ahora, fiándose a la escritura exterior, recordarán de un modo externo; no desde su propio interior y desde sí mismos. Por consiguiente, tú has inventado un medio no para el recordar, sino para el caer en la cuenta, y de la sabiduría tú aportas a tus aprendices sólo la representación, no la cosa misma. Pues ahora son eruditos en muchas cosas, pero sin verdadera instrucción, y así pensarán ser entendidos en muchas cosas, cuando en realidad no entienden de nada, y son gente con la que es difícil tratar, puesto que no son verdaderos sabios, sino sólo sabios en apariencia.

Quien piensa hoy en cómo programas de televisión de todo el mundo inundan al hombre con informaciones y le hacen así sabio en apariencia; quien piensa en las enormes posibilidades del ordenador y de Internet, que le permiten al que consulta, por ejemplo, tener inmediatamente a disposición todos los textos de un Padre de la Iglesia en los que aparece una palabra, sin haber penetrado en cambio en su pensamiento, ése no considerará exageradas estas prevenciones. Platón no rechaza la escritura en cuanto tal, como tampoco nosotros rechazamos las nuevas posibilidades de la información, sino que hacemos de ellas un uso agradecido. Pero pone una señal de aviso, cuya seriedad está comprobada a diario por las consecuencias del giro lingüístico, como también por muchas circunstancias que nos son familiares a todos. H. Schade muestra el núcleo de lo que Platón tiene que decirnos hoy cuando escribe: Es del predominio de un método filológico y de la pérdida de realidad que se sigue, de lo que nos previene Platón.

Cuando la escritura, lo escrito, se convierte en barrera frente al contenido, entonces se vuelve un antiarte, que no hace al hombre más sabio, sino que le extravía en una sabiduría falsa y enferma. Por eso, frente al giro lingüístico, A. Kreiner advierte con razón: El abandono del convencimiento de que se puede remitir con medios lingüísticos a contenidos extralingüísticos equivale al abandono de un discurso de algún modo aún lleno de sentido. Sobre la misma cuestión el Papa advierte en la encíclica lo siguiente: La interpretación de esta Palabra (de Dios) no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera. El hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de las interpretaciones; puede y debe buscar el acceso a lo real, que está tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través de ellas.

La crítica histórica ha abdicado en la Edad Moderna de la cuestión de la verdad

Aquí hemos arribado al punto central de la discusión de la fe cristiana con un tipo determinado de la cultura moderna, que le gustaría pasar por ser la cultura moderna sin más, pero que, afortunadamente, es sólo una variedad de ella. Se pone de manifiesto, por ejemplo, muy claramente en la crítica que el filósofo italiano Paolo Flores d’Arcais ha hecho a la encíclica. Justo porque la encíclica insiste en la necesidad de la cuestión de la verdad, comenta él que la cultura católica oficial (es decir, la encíclica) no tiene ya nada que decir a la cultura «en cuanto tal»… Pero esto significa también que la pregunta por la verdad está fuera de la cultura en cuanto tal. Y entonces ¿no es esta cultura en cuanto tal más bien una anticultura? ¿Y no es su presunción de ser la cultura sin más una presunción arrogante y que desprecia al hombre?

La dictadura de lo coyuntural

Que se trata justamente de este punto, se pone de relieve cuando Flores d’Arcais reprocha a la encíclica del Papa consecuencias mortíferas para la democracia, e identifica su enseñanza con el tipo fundamentalista del Islam. Argumenta remitiendo al hecho de que el Papa ha calificado como carentes de validez auténticamente jurídica las leyes que permiten el aborto y la eutanasia. Quien se opone de este modo a un Parlamento elegido e intenta ejercer el poder secular con pretensiones eclesiales, muestra que el sello de un dogmatismo católico permanece esencialmente estampado en su pensamiento. Tales afirmaciones presuponen que no puede haber ninguna otra instancia por encima de las decisiones de una mayoría. La mayoría coyuntural se convierte en un absoluto. Porque de hecho vuelve a existir lo absoluto, lo inapelable. Estamos expuestos al dominio del positivismo y a la absolutización de lo coyuntural, de lo manipulable.

Si el hombre queda fuera de la verdad, entonces ya sólo puede dominar sobre él lo coyuntural, lo arbitrario. Por eso no es fundamentalismo, sino un deber de la Humanidad proteger al hombre contra la dictadura de lo coyuntural convertido en absoluto y devolverle su dignidad, que justamente consiste en que ninguna instancia humana puede dominar sobre él, porque está abierto a la verdad misma. Precisamente por su insistencia en la capacidad del hombre para la verdad, la encíclica es una apología sumamente necesaria de la grandeza del hombre contra lo que pretende presentarse como la cultura tout court.

Naturalmente es difícil volver a dar carta de ciudadanía a la cuestión de la verdad en el debate público, debido al canon metodológico que se ha impuesto hoy como sello acreditativo de la cientificidad. Por eso, es necesario un debate fundamental sobre la esencia de la ciencia, sobre la verdad y el método, sobre el cometido de la filosofía y sus posibles caminos. El Papa no ha considerado que sea tarea suya tratar en la encíclica la cuestión, totalmente práctica, de si la verdad puede llegar a ser nuevamente científica y cómo. Pero muestra por qué nosotros debemos acometer esta tarea. No quería realizar él mismo la tarea de los filósofos, pero ha cumplido la tarea de la denuncia admonitoria que se opone a una tendencia autodestructiva de la cultura en cuanto tal. Justamente esta denuncia admonitoria es un acto auténticamente filosófico, revive en el presente el origen socrático de la filosofía y muestra con ello la potencia filosófica que se encierra en la fe bíblica. Ala esencia de la filosofía se opone un tipo de cientificidad, que le cierra el paso a la cuestión de la verdad, o la hace imposible. Tal autoenclaustramiento, tal empequeñecimiento de la razón no puede ser la norma de la filosofía, y la ciencia en su conjunto no puede acabar haciendo imposibles las preguntas propias del hombre, sin las que ella misma quedaría como un activismo vacío y, a la postre, peligroso. No puede ser tarea de la filosofía someterse a un canon metodológico, que tiene su legitimidad en sectores particulares del pensamiento. Su tarea tiene que ser justamente pensar la cientificidad como un todo, concebir críticamente su esencia y, de un modo racionalmente responsable, ir más allá de ello hacia lo que le da sentido.

La filosofía tiene que preguntarse siempre sobre el hombre, y, por consiguiente, cuestionarse siempre sobre la vida y la muerte, sobre Dios y la eternidad. Para ello tendrá que servirse hoy, antes que nada, de la aporía de aquel tipo de cientificidad que aparta al hombre de tales cuestiones y, a partir de las aporías que nuestra sociedad pone a la vista, intentar abrir siempre de nuevo el camino hacia lo necesario y lo que se torna necesidad. En la historia de la filosofía moderna no han faltado tales tentativas, y también en el presente hay suficientes ensayos esperanzadores, para abrir de nuevo la puerta a la cuestión de la verdad, la puerta más allá del lenguaje que gira sobre sí mismo. En este sentido la llamada de la encíclica es, sin duda, crítica ante nuestra situación cultural actual, pero al mismo tiempo está en una unión profunda con elementos esenciales del esfuerzo intelectual de la Edad Moderna. Nunca es anacrónica la confianza en buscar la verdad y en encontrarla. Es justamente ella la que mantiene al hombre en su dignidad, rompe los particularismos y unifica a los hombres, más allá de los límites culturales, por su dignidad común.