El asombro llamado a renacer - Alfa y Omega

Hace unos días leí que en Canadá son más las personas que destacan aspectos negativos derivados de la religión que las que subrayan sus beneficios. Por esas fechas estaba leyendo una impresionante historia de los mártires canadienses de la Compañía de Jesús, que pertenece a la fundación de aquella nación. El contraste me resultó amargo pero instructivo. Negar lo que la Iglesia ha supuesto como factor histórico en el desarrollo de nuestras sociedades es signo de estupidez, pero reconocerlo no es suficiente para una valoración adecuada de la fe en el presente.

Un cristiano no puede vivir de las rentas, pero puede hacer memoria de cómo ha acontecido la historia. Aquellos aguerridos jesuitas, cuyo molde cultural parece tan distante, abrieron camino mediante un testimonio de la fe siempre disponible a la entrega total, a pagar en su propia carne por ofrecer a los indios la única riqueza que poseían. Ellos explicaban hasta la extenuación los contenidos de la doctrina cristiana, pero lo que más impresionaba a sus interlocutores era esa manera de estar a pecho descubierto entre ellos, siempre caminando sobre el alambre. Y lo que estaba en juego era nada menos que sus propias vidas.

No doy demasiada importancia a una estadística con todos sus límites. Por otra parte, también en los inicios los cristianos sufrieron una notable mala fama: se les acusó de malos ciudadanos, de realizar orgías secretas e incluso de ateísmo. En parte por ignorancia, por envidia o por las propaganda imperial. Sobre esto hay poco nuevo bajo el sol. Algo conozco de la Iglesia en Canadá y no pienso que sea un erial. Hay notables figuras episcopales, instituciones señeras en el campo de la educación y la sanidad, y brotes muy interesantes para la nueva evangelización. Pero junto a eso existe un amplio sector que ha ido perdiendo la sal y el calor de la vida cristiana; y opera también una ingeniería social fuertemente impulsada desde el poder, que pretende desmontar la obra de una cultura de siglos.

Como dice Francisco, es inútil lamentarse por un pasado que no volverá. Estamos en el tiempo de un testimonio a campo abierto, que no es contradictorio con un discurso público y una acción cultural incisivos. Entonces quizás se vuelva a suscitar el mismo asombro que dominaba la Carta a Diogneto. Eso sí, aunque ya no están los iroqueses, el cristiano tiene que estar dispuesto a pagar por su atrevimiento.