Un cuento de invierno. Un Shakespeare delicioso - Alfa y Omega

Soy de los que piensa que en teatro, después de Shakespeare, todo es decadencia. Ha habido autores geniales, hondos, innovadores, sorprendentes, pero todos, absolutamente todos, tienen que elevar la mirada si quieren contemplar el talento del inglés. Nadie ha escudriñado como él los recovecos del corazón humano, nadie conoce como él los entresijos del viejo arte de Talía. Escribe a pie de escenario y en medio de la vida. Y siempre es un placer asomarse a una de sus obras, sobre todo si se trata, como en esta ocasión, de una de sus piezas más deliciosas: una tragicomedia tardía, experimental, en la que se rompen convenciones espacio temporales, se mezclan géneros, se entrecruzan lo palaciego y lo pastoril, lo grave y lo liviano, lo costumbrista y lo mágico. Y si además se trata de un proyecto con la calidad y vitalidad que nos ofrece el grupo SioSi Teatro en ese siempre interesante espacio de creatividad que es Nave 73, el deleite está asegurado.

No me gustaría que ésta fuera una crítica al uso. Preferiría que fuera una apremiante llamada a todo aquel que lea estas líneas para que acuda un sábado o un domingo a Nave 73 a ver la función. Y no se preocupen, que no soy familiar o amigo de alguno de los componentes de SioSi Teatro, ni siquiera conocido. Y tampoco me sobornaron en la puerta. Os lo aseguro. Sólo soy un apasionado del teatro y del trabajo bien hecho. Y este trabajo está hecho con pasión, honestidad, humildad y rigor. Y con un minucioso estudio y una excelente comprensión de las claves del universo shakesperiano. Y no esperen una escenografía lujosa o una enorme inversión en luminotecnia. La obra no lo necesita. Es más, ésos son elementos ajenos a la esencia del teatro del bardo inglés. Para representar bien a Shakespeare solo hacen falta tres cosas: Un texto suyo, una compañía de buenos actores, y el público: eje en torno al cual pivota el teatro isabelino. Nada más. Y nada menos.

El texto, como les digo, es una delicia. Su primer acto es el más oscuro. En él, el rey de Sicilia, Leontes, que tiene como invitado a su amigo Políxenes, rey de Bohemia, se deja arrastrar por unos celos injustificados, que le llevan a planear el asesinato de su amigo y el encarcelamiento y posterior juicio de su esposa Hermione. El segundo acto, mucho más luminoso, transcurre dieciséis años más tarde, en un ambiente pastoril, y narra las peripecias de Perdita, la hija que Hermione tuvo en prisión y que fue abandonada en Bohemia, y cuyas aventuras conducirán a un final de reencuentro y reconciliación. Se trata de una de esas últimas obras (como Pericles, como La tempestad) en las que, en palabras de Martín de Riquer y José María Valverde, predomina el “simbolismo, en un amplio sentido irreductible a meras significaciones conceptuales, pero con evidente alusión a una profunda y definitiva armonía de la vida, incluso no solo moral, sino religiosa”. En efecto, Shakespeare parece adentrarse en un periodo de serena aceptación de la vida. Y en un tono más de cuento y de leyenda que de agonía dramática, nos ofrece una historia en la que predomina el “equilibrio de las fuerzas morales”, y en el que el sino de la tragedia se supera a través de la reconciliación y la fuerza salvadora (milagrosa y resucitadora) del amor, capaz de recuperar lo perdido, una vez reconocidas las funestas consecuencias de los propios actos.

Y junto al texto de Shakespeare, una buena, muy buena, compañía de actores, sabiamente dirigidos por Carlos Martínez-Abarca. Porque la grandeza de esta dirección estriba en ser muy respetuoso con la manera en que Shakespeare concebía el teatro: no como introspección lírica o como presentación de tipos y caracteres moralizantes. A Shakespeare le interesa poner a hombres concretos (aunque a veces apenas abocetados, como respetando su libertad interna) en situaciones concretas ante las que reaccionan. Es un teatro de acción-reacción, de protagonista-antagonista, en el que los personajes hablan para conseguir algo del otro. Y en medio de esa peripecia los personajes se nos muestran, volviendo de nuevo a las palabras de Martín de Riquer y Valverde “grandiosos, entre otras cosas, porque son más libres: sin desprenderse del todo, en muchos casos, de un molde convencional, lanzan ya frases de inagotable profundidad antes de haber tenido tiempo de caracterizarse…Tienen el peligro, a fuerza de vida, de escaparse inmediatamente de la obra misma… Demuestran tener vida, pero nos la ocultan en su mayor parte”.

Y los actores responden con creces a las exigencias del director, en una obra muy coral, en la que cada actor se enfrenta a varios y muy distintos personajes. Se me hace difícil destacar el trabajo de alguien concreto, pues todos rayan a muy buen nivel, aunque tengo especial predilección por las actrices de este elenco y por sus formidables personajes. El trabajo de Zaira Montes, Rocío Marín y Paula Ruiz es sobresaliente. Pero toda la compañía dota a sus personajes de verdad y hondura y parecen segur fielmente los consejos que Hamlet ofreciera a los actores: “Amolda el gesto a la palabra y la palabra al gesto, cuidando sobre todo de no exceder la naturalidad, pues lo que se exagera se opone al fin de la actuación, cuyo objeto ha sido y sigue siendo poner un espejo ante la vida: mostrar la faz de la virtud, el semblante del vicio y la forma y carácter de toda época y momento”.

Y el tercer elemento imprescindible es el público. Y la compañía SioSi Teatro consigue dar al público el protagonismo que merece en una obra de Shakespeare, ya que para éste el espectador es un personaje más, y no el menos importante. Como señala con acierto el actor británico Will Keen “cuando actúas en el Globe Theatre te das cuenta, por la disposición del público en la sala, de que es materialmente imposible ignorarlo, de que Shakespeare escribía considerando al público como un personaje más de sus obras. Incluso sus monólogos están escritos para ser dichos como diálogos con el público…Si no te enfrentas al público cara a cara, te pasarás toda la función escondiéndote de él, huyéndole, y así es imposible vivir la verdad de lo que está pasando”. Y eso es exactamente lo hace esta compañía: Enfrentarse con el público desde el primer momento, implicarlo en la historia, dirigir los monólogos directamente a cada uno de los que estamos sentados en el patio de butacas. Y a ello contribuye el magnífico espacio escénico de Nave 73, que pareciera pensado para representar a Shakespeare.

Y merece la pena convertirse en público de esta función, transformarse en un personaje más de esta trama. La obra y la compañía lo merecen, que por nosotros no quede. Siempre deberíamos ser capaces de encontrar un hueco para escuchar las voces imaginadas por aquel inglés que inspiró estas palabras de Borges:

“El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal”.

Un cuento de invierno

★★★★☆

Teatro:

Nave 73

Dirección:

Palos de la Frontera, 5

Metro:

Embajadores, Palos de la Frontera

OBRA FINALIZADA