Mira, que estoy a la puerta y llamo - Alfa y Omega

Mira, que estoy a la puerta y llamo

Julián es abogado y lleva 25 años acogiendo en su casa a jóvenes con problemas de drogas e inmigrantes sin papeles. El padre Higinio vive con tres subsaharianos. Al igual que ellos, en España hay más de una veintena de personas que forman parte de las Comunidades de Hospitalidad, una iniciativa de la Compañía de Jesús en la que las familias y los sacerdotes abren las puertas de su hogar a los más necesitados. «Mi casa es lo que me gustaría que fuese el mundo de puertas afuera», explica Julián

Cristina Sánchez Aguilar
El primer encuentro de las Comunidades de Hospitalidad

Hace 25 años, Julián Ríos abrió por primera vez las puertas de su casa, un piso de 3 habitaciones, en Madrid, a jóvenes con problemas de drogas, recién salidos de la cárcel. En su hogar, han llegado a convivir hasta una docena de chicos a la vez. Julián define esta apertura como «una forma de vida». De hecho, ya no recuerda cómo se vive de otra manera. «Todo empezó con el segundo chico al que defendí como abogado –recuerda–; salió libre, pero no tenía dónde ir. Así que le propuse que viviese conmigo».

Al ver la necesidad que había detrás de los chicos a los que defendía, Julián se acercó hasta una parroquia del barrio madrileño de Vallecas. Allí, junto a un sacerdote, abogado también, empezaron a trabajar para jóvenes con problemas de drogadicción. Era el final de los años 80, y el problema de las drogas en Madrid estaba en la cresta de la ola. Pero ese trabajo en la parroquia trascendió hasta su hogar: «Empecé a acoger a chicos que salían de la cárcel».

Algunos muchachos han pasado mucho tiempo con él. Uno estuvo ocho años. Otros han estado dos o tres: «Nunca les di un tiempo límite de estancia. Su proceso de mejora era el que ponía la fecha de salida», afirma. Aun así, por su casa han pasado alrededor de 120 jóvenes. Algunos salieron vencedores de la dependencia. Otros, continuaron enganchados. También hay chicos que murieron. «Enfrentarme a ese sufrimiento, a la muerte, me hizo aprender a sobrevivir. A ser y a estar», reconoce.

No ha sido una vida fácil. «Yo les daba seguridad, y ponía límites. También reglas, como por ejemplo, que en casa los conflictos se dialogaban, que había que compartir y que la violencia no era la solución», asegura. Pero veinte años dan para mucho. «En una ocasión casi me matan», recuerda.

La llegada de los inmigrantes

Fue hace ocho años cuando Julián dio un giro a la hospitalidad: «Estaba agotado con el asunto de las drogas, la cárcel, los problemas de salud mental…» Fue entonces cuando llegó a Pueblos unidos –un centro de los jesuitas en Madrid de atención a inmigrantes– un joven de Guinea Conakry, sin papeles, sin saber castellano y con un futuro muy incierto. «Le llevé a casa. Y así fue como inicié el proceso de cambiar a los chicos drogodependientes por inmigrantes subsaharianos», a los que define como una bendición. «Su nivel de conflictividad es nulo. Sólo requieren tu presencia». Ahora, viven con él dos jóvenes. «No entiendo otra forma de ver al ser humano que a través de la compasión, y estos chicos me ayudan a conectar con ella», afirma Julián. Para él, su casa es una representación de «lo que me gustaría que fuese el mundo de puertas hacia fuera. Un lugar donde se dialoga, se comparte, se acoge, se escucha al que tiene dificultad».

Un momento de un encuentro en Pueblos unidos. Foto: Pueblos unidos

Hace un par de años, Julián se unió con sacerdotes jesuitas y otras familias que comparten esta misma sensibilidad. Y formaron las Comunidades de hospitalidad de la Compañía de Jesús. «En el barrio –La Ventilla– hemos montado este grupo de trabajo con tres familias y un grupo de sacerdotes. Compartimos inquietudes y nos apoyamos unos a otros», añade. El viernes tuvieron su primer encuentro nacional, en el que una veintena de personas compartieron experiencias.

El padre Higinio Pi es un sacerdote jesuita que, junto con otros cuatro sacerdotes, vive en comunidad con tres africanos, dos de Guinea Conakry y un chico camerunés. «Queríamos estar presentes en medio de la población más vulnerable, y vimos que los inmigrantes subsaharianos, sin documentación y perseguidos por la policía, eran quienes más nos necesitaban». Así que abrieron su comunidad para compartir sus comodidades y su privacidad. «Están durante un año o dos con nosotros. En este tiempo, aprenden castellano, un oficio, estudian o buscan un empleo», explica. Pero, sobre todo, se sienten acompañados.

El día a día en la casa es muy sencillo: «Gestionamos juntos lo doméstico, como la limpieza. En lo espiritual, compartimos nuestras historias de fe», afirma. Como no es requisito ser cristiano, «vienen muchos musulmanes, así que en casa no se come cerdo y no se bebe alcohol». Otra parte de la convivencia son las salidas hasta la comisaría, porque es común que les detengan. «Vivimos desde el punto de vista del migrante» y «aprendemos de su absoluta confianza en Dios y su experiencia de fe en medio de la precariedad. Nos evangelizan», concluye el sacerdote.