Capítulo II: El Evangelio del matrimonio y de la familia - Alfa y Omega

Capítulo II: El Evangelio del matrimonio y de la familia

Ante tantas miradas y enfoques parciales sobre la realidad del matrimonio, Jesucristo revela al hombre la verdad íntegra sobre la persona, el matrimonio y la familia; Él es quien nos desvela el plan originario…

CEE
Cristo restaura el plan de Dios sobre el hombre.

Jesucristo, plenitud del matrimonio y la familia

45. Ante tantas miradas y enfoques parciales sobre la realidad del matrimonio, Jesucristo revela al hombre la verdad íntegra sobre la persona, el matrimonio y la familia; Él es quien nos desvela el plan originario de Dios en su propia Persona y en sus obras y palabras. La Iglesia tiene como tarea manifestar al hombre de cada cultura la verdad y viabilidad de este designio de Dios. Y lo hace desde la experiencia del misterio de comunión con Dios y de la unidad de todo el género humano[31]. Por esta razón, todo hombre puede vivir en la Iglesia una experiencia fundamental de familia. Ella misma es la Madre que engendra, alimenta y educa a sus hijos. Ésta es la verdad fundamental que está en la base de toda evangelización. Desde esta experiencia es como los cristianos son capaces de ser fermento de comunión en los distintos ámbitos de su vida. En primer lugar en las familias, para convertirlas en verdaderos hogares cristianos, luz y sal de la sociedad (cfr. Mt 5, 13-16).

46. La primera transmisión del Evangelio se realizó en la familia: fueron ellas las que acogieron la Buena Nueva, se convirtieron y bautizaron, y en su hogar se celebraba la Eucaristía (cfr. Hch 2, 46; 10, 2.24.48; 2 Tm 1, 5). Se muestra así que el Evangelio no es algo ajeno o exterior al matrimonio, a la persona y a la familia, sino que se encuentra en su interior, y allí la impulsa y la sostiene. Animados por esta realidad que se ha ido repitiendo a lo largo de los siglos, los obispos españoles nos dirigimos a las familias de hoy, en el inicio del tercer milenio, para anunciarles la Buena Noticia del matrimonio y familia cristiana en la que encontrarán la verdadera esperanza y fortaleza en su caminar.

2.1. Una antropología adecuada e integral: la pregunta a Jesucristo sobre la persona, el matrimonio y la familia

Jesucristo restaura el plan de Dios sobre el hombre

47. Para mostrar la riqueza de este Evangelio del matrimonio y la familia nos hemos de dirigir a Cristo, como antaño los fariseos con la pregunta acerca del repudio de la mujer (cfr. Mt 19, 1-9; Mc 10, 1-12). Ante tantas dificultades y oscuridades como se encuentran en la vida familiar actual, todo matrimonio y toda familia podrá encontrar en Cristo la verdad que libera y da descanso, capaz de vivificar su vida familiar.

48. Jesús en su respuesta nos remite a un principio singular, cuando hace ver a los fariseos que la posibilidad del repudio no fue así desde el principio (cfr. Mt 19, 4-6; Mc 10, 6-8). Con esta respuesta sitúa la verdad del hombre en una totalidad de sentido, más allá de interpretaciones parciales. La respuesta de Cristo se pone por encima del ámbito sociológico y cultural en el que se mueve la pregunta. Con ello quiere señalarnos que, en este campo, no bastan al hombre las respuestas parciales, surgidas del mero convenio, o las encuestas sociológicas. Escuchar a Cristo es acercarnos a la mirada amorosa de Dios sobre la familia en la aurora de la creación.

49. La referencia al principio nos remite a la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gén 1, 16-27). Nos encontramos ante la verdad originaria del hombre[32], en la que se inscribe la pretensión de universalidad del Evangelio. La medida última del hombre no es el cosmos inmenso en el que se encuentra, ni tampoco la sociedad en la que se desarrolla, sino la relación originaria con Dios. La imagen de Dios está en lo íntimo del hombre, y su primera expresión es la libertad[33], que encuentra su verdad original en la relación con la libertad perfecta de Dios. La antropología revelada afirma que el hombre que no se conoce en Dios no llega a comprenderse en su realidad más honda[34]. Ésta es la respuesta a la pretensión de la modernidad de concebir al hombre en radical autonomía.

La imagen de Dios está inscrita en el hombre también en cuanto ha sido creado como varón y mujer (cfr. Gén 1, 27). Con ello aparece cuál es el sentido que Dios quiso dar a la existencia humana: la plenitud del hombre se encuentra en una comunión de personas, cuyo primer vínculo viene significado por la complementariedad sexual. Así, en la realidad de imagen de Dios está incluida también la corporeidad del hombre, como llamada originaria a la comunión. Lo que mueve y finaliza internamente a la libertad humana es la llamada originaria a la comunión. Desde la antropología adecuada podemos afirmar que la libertad brota y se orienta al amor y a la comunión: La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende a la comunión[35]. En esta verdad Dios aparece como la fuente y el garante de la comunión entre los hombres, y de su libertad. En modo alguno los separa, ni implica un límite amenazador de la libertad humana.

50. En la respuesta a sus interlocutores, Cristo explica cómo esta verdad ha sido oscurecida por la dureza del corazón. Nos indica así que no es posible comprender adecuadamente la verdad del hombre y la dificultad para vivirla si no se acepta su condición pecadora. El hombre experimenta en su interior un rechazo de Dios, que le lleva a huir de Él, acusando a aquella que le fue dada como un don. Si no se entiende esta experiencia de pecado, se llegará a reinterpretar la dificultad de vivir según la verdad y se acabará justificando la debilidad del hombre, proponiendo normas acomodadas a su situación. El hombre de hoy, como aquellos fariseos, pretende justificarse a sí mismo. Se inicia así una situación dramática, porque la llamada original a la entrega de sí queda reducida a una relación de dominio y deseo (cfr. Gén 3, 14-16).

51. La respuesta de Dios a esta situación del hombre es el anuncio de un nuevo Principio, fruto de la maternidad de una Mujer. En Cristo, Hijo de Dios e Hijo de María, se nos revela que la verdad última del hombre no es el pecado, sino la salvación. Y es posible la salvación precisamente por la entrega de amor de Cristo que funda una nueva comunión de los hombres con Dios: la comunión eclesial.

2.2. La vocación al amor y la diferencia sexual

52. Estos elementos, que hemos apenas esbozado, son imprescindibles para entender adecuadamente al hombre. Gracias a ellos podemos entender que en el plan de Dios el hombre no está hecho para la soledad, sino que es portador de una vocación a una comunión. Será en la experiencia del amor donde se hace viva y comprensible para cada hombre la vocación originaria a la que Dios le llama. Recordemos de nuevo la enseñanza de Juan Pablo II sobre el misterio del hombre revelado en el misterio de Cristo, recogidas al inicio de esta Instrucción: El hombre no puede vivir sin «amor». Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente[36]. Lo que es decisivo en el contexto de nuestra sociedad actual es comprender en qué modo el hombre puede integrar toda su vida en la realización de su vocación al amor y a la comunión.

2.2.1. Amor y corporeidad

El cuerpo humano, lenguaje de la persona y del amor

53. La llamada al amor que resuena en el corazón del hombre no es meramente espiritual. Por el amor, el cuerpo es capaz de expresar a la persona. Podemos hablar entonces de un auténtico lenguaje del cuerpo, tan significativo en la vida de cada hombre. Este lenguaje es un medio fundamental de comunicación entre los hombres, y, como tal, cuenta con significados propios. Nos encontramos ante una verdad decisiva de la antropología cristiana: el cuerpo posee un carácter esponsal, esto es, es capaz de expresar el amor personal que se compromete y entrega[37].

Hoy en día asistimos a la identificación del elemento personal del hombre simplemente con su dimensión espiritual, contraponiéndolo a la naturaleza, entendida como una dimensión puramente corporal o biológica. Tal conclusión refleja un dualismo antropológico de graves consecuencias en la vivencia del amor: cada uno podría denominar amor a cualquier conducta, por aberrante que fuese. La importancia de la intrínseca expresión de la persona mediante su cuerpo está en la relación que vive el hombre entre su dimensión sexual y su intimidad[38]. En el valor de la intimidad del hombre se juega el quicio de la verdad del lenguaje del cuerpo.

En esa relación es donde se descubren los significados fundamentales del cuerpo sexuado, como son la identidad personal, unida a la diferencia entre sexos, la apertura y la complementariedad en la relación, así como la capacidad de engendrar a otras personas acogiéndolas en el amor conyugal. Se trata de verdaderos significados que especifican el amor conyugal, distinguiéndolo de otros tipos de amor.

54. La riqueza de los significados propios del cuerpo humano exige la integración moral de la sexualidad y del amor. Sólo así es posible la ordenación de los dinamismos sexuales al bien de la persona en el amor verdadero. Aquí se encierra un tema decisivo, y es la necesidad de la personalización de la dimensión sexual para que pueda expresar una plenitud humana. Se trata de descubrir la verdad del amor inscrita en el lenguaje del cuerpo humano, y actuar conforme a la misma. La falta de esta integración empobrece radicalmente las experiencias sexuales, que quedan reducidas a un mero juego de placer. La banalización de la sexualidad conlleva la banalización de la persona.

En esta tarea de integración, la afectividad ocupa un papel decisivo, ya que ofrece una mediación entre la dimensión tendencial humana y la personalización del amor. Y porque esta integración no se da por naturaleza, se hace imprescindible una educación afectiva para que el hombre sea capaz de vivir una verdadera comunión interpersonal, fundada en el recíproco don de sí. La verdad del matrimonio y la familia exige una educación para el amor.

La educación para el amor desde el despertar de la conciencia

2.2.2. Educación para el amor

55. La educación para el amor está unida al mismo despertar de la conciencia, que tiene como momentos decisivos las experiencias de amor vividas en la comunión familiar. En ella encuentra el hombre el marco adecuado donde descubrir y aceptar la propia identidad sexual y los significados propios de la sexualidad y de la afectividad. Ello le permitirá integrarlos de un modo armónico, gracias, entre otros factores, a la experiencia del pudor y al testimonio de la comunión de sus padres[39].

La integración de las tendencias somáticas y afectivas se denomina virtud de la castidad. En cuanto tal, no significa, en modo alguno, represión del instinto o del afecto por la continencia o ausencia de relaciones sexuales y afectivas. Se trata más bien de ordenar, reconducir, integrar los dinamismos instintivos y afectivos en el amor a la persona. La castidad es la virtud que permite asegurar el dominio del propio cuerpo para que sea capaz de expresar con plenitud la donación personal[40].

La integración sexual requiere entonces un proceso de madurez que permite a la persona unificar dinámicamente todas estas tendencias, afectos y relaciones. Es de una gran importancia cuidar este proceso educativo, en especial en la niñez y la adolescencia. No se puede dejar a la simple espontaneidad, puesto que tomaría sus referentes de la cultura en boga, la cual puede dificultar el proceso de personalización. La juventud ha de ser el momento en que esta madurez afectiva sirva para la realización en plenitud de su vocación al amor. Cuando falta esta educación nos encontramos tantos jóvenes envejecidos, desgastados por experiencias superficiales y para los que el amor humano verdadero es una empresa casi imposible.

2.2.3. Amor, vocación humana y lógica del don

56. Esta educación tiene como fin que la dimensión sexual y afectiva del hombre se dirija hacia la plenitud de la vocación al amor vivida en la entrega libre de sí mismo. Como dice el Concilio Vaticano II en uno de sus puntos fundamentales, el hombre, la única criatura en la tierra que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en el sincero don de sí[41].

57. Esta entrega y acogida mutua de toda la persona genera, cuando es verdadera, una fidelidad creativa, capaz de realizar multitud de obras por amor a la persona a la que se ha entregado. Éste es el camino verdadero de realización de la persona, y no la simple elección de cosas para provecho y satisfacción propias.

58. En este marco vocacional de la sexualidad, el amor total se puede vivir tanto en el matrimonio como en la virginidad. Ambas son vocaciones que ponen en juego toda la potencialidad de la persona, incluida su afectividad, en una donación verdadera. La virginidad es también una entrega de la corporalidad con una afectividad determinada: manifiesta cómo la afectividad e instintualidad pueden ser integradas en el don de un amor más grande. La vida de tantas personas vírgenes es un auténtico testimonio en una sociedad como la nuestra en la que la sexualidad se entiende como objeto de consumo y se cree imposible vivir la castidad.

2.3. La relación entre el matrimonio y la familia

59. El Evangelio del matrimonio comienza con una buena noticia: el matrimonio es una vocación (cfr. 1 Cor 7, 7.17). Es el anuncio de la existencia de un plan de Dios anterior a todo proyecto humano, porque todo hombre ha sido creado por amor y ha sido llamado al amor[42]. Si la vocación originaria de todo hombre es la vocación al amor, el matrimonio es la vocación a un amor peculiar: el amor conyugal. La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer según salieron de la mano del Creador[43]. Vivir la vocación matrimonial no es otra cosa que hacer propio y pleno ese amor, inscrito en la naturaleza, que se nos revela paulatinamente y que vamos haciendo realidad día a día.

2.3.1. Hemos creído en el amor (1 Jn 4,16)

Íntima comunión de vida y amor conyugal: rasgos esenciales

60. Como todo amor, el amor conyugal es algo que el hombre descubre en un momento determinado en su vida[44], no es algo deducible y planificable. El mismo contenido de este amor es una verdadera revelación; nace de la admiración ante la belleza del otro e incluye una llamada a la comunión. Tal llamada implica la libertad de ambos y la totalidad de la persona. Por eso mismo, es una aceptación implícita del valor absoluto de la persona humana. La persona amada nos aparece con tal valor, que entendemos que es bueno gastar la vida por ella, vivir para ella. Ésta es la revelación básica del amor conyugal.

No se trata entonces de un mero sentimiento, a merced de la inseguridad que engendra la mutabilidad de los estados de ánimo. Tampoco es un simple impulso natural irracional que parecería irrefrenable. Ambas concepciones son ajenas a la libertad humana y, por ello, incapaces de formar una verdadera comunión. Aquí nos encontramos con un amor que es aceptación de una persona en una relación específica cuyo contenido no es arbitrario.

61. La revelación del amor conyugal, en cuanto que implica a toda la persona y su libertad, nos descubre las características que lo especifican como tal: la incondicionalidad con la que nos llama a aceptar a la otra persona en cuanto única e irrepetible, esto es, en exclusividad. Por ello es un amor definitivo, no a prueba, porque acepta a la persona como es y puede llegar a ser, hoy y siempre, hasta la muerte. Y por ser un amor que implica la corporeidad, es capaz de comunicarse, generando vida: porque no está cerrado en sí mismo.

Se trata de características intrínsecas al amor conyugal. Con ello queremos expresar que forman parte de la revelación del amor previa a la libertad humana. Son constitutivas del acto mismo de libertad de entrega que forma la comunión de vida y amor que es el matrimonio[45]. El hombre no las pone sino que las descubre. La educación para el amor, de la que hemos hablado antes, genera las condiciones que disponen para su descubrimiento completo. Se ha de afirmar que, si falta cualquiera de esas condiciones, puede hablarse de amor, pero no es un verdadero amor conyugal. Querer seleccionar unas u otras, según las condiciones de vida a modo de un amor a la carta, falsifica la relación amorosa básica entre un hombre y una mujer, distorsionando la realización de su vocación.

62. La revelación del amor conyugal implica una promesa de plenitud en una comunión que los cónyuges deberán construir mutuamente. Pero, porque esa plenitud se les da en promesa, no la poseen todavía, y de ahí la necesidad de creer en este amor. Para ello deberán, en primer lugar, dejarse fascinar por su belleza. El amor conyugal realiza una riqueza tal de valores humanos e implica una interrelación tan delicada entre ellos que es verdaderamente maravilloso. Dejar de contemplar esa hermosura pervierte la intención hacia los propios intereses. El primer elemento de la belleza del amor conyugal es la plenitud de entrega que lo conforma. Esa plenitud es la respuesta adecuada al descubrimiento del valor de la otra persona con la que se construye este amor. Aprender a vivir esa plenitud día a día es la forma de construir el amor conyugal y, en él, un hogar.

Los hijos no se producen; se procrean

Rechazo del verdadero amor conyugal y pesimismo

63. Se aprecia así la diferencia de este amor respecto de aquellos modos de relación que no alcanzan la verdad de esta entrega. Estos surgen con manifestaciones diversas, y por muchos motivos, dentro de una sociedad que mira con recelo la verdad del amor. Así, la extensión actual de las denominadas parejas de hecho muestra, como su mismo nombre indica, una profunda inseguridad ante el futuro, una desconfianza en la posibilidad de un amor sin condiciones. Tal amor impide la esperanza y, por ello, incapacita para construir con fortaleza. El modo como se establecen estas relaciones, a espaldas del reconocimiento social, indica un afán de privacidad que incapacita para acoger a la persona en su totalidad, rechazando aspectos fundamentales de la misma, implicados en su condición de sujeto social.

64. Aunque parezca paradójico, en la misma lógica de falta de entrega están las relaciones prematrimoniales. Es cierta la existencia de factores sociológicos que explican su extensión actual: la prolongación de los noviazgos, las dificultades sociales y económicas para tener una posición que permita una primera estabilidad en el matrimonio y la presión ambiental para probar el denominado sexo seguro, sin responsabilidad. Pero en verdad nacen de la confusión de no distinguir la verdadera entrega conyugal de lo que es una prueba sexual como medio para seguir manteniendo un afecto. Se convierte así en un amor viciado desde su origen: viciado por una reserva, por una duda, por una sospecha.

La falsedad de esta entrega de los cuerpos anterior a la entrega sin condiciones la muestra la misma vida: la proliferación de las relaciones prematrimoniales no ha hecho más estables a los matrimonios. La razón es evidente, no han nacido de la verdad de la entrega incondicional. La consecuencia es más dramática: muchas personas viven el matrimonio con la mentalidad de seguirse probando, y de ahí que permanezcan como observadores externos, esperando a ver dónde los lleva tal aventura.

65. Constatamos con preocupación la dificultad creciente, que llega incluso hasta una auténtica incapacidad en muchos, para descubrir la verdad y belleza del amor conyugal. La ceguera ante los valores es el mayor mal moral, porque revela un sujeto débil dominado por experiencias fragmentadas que no permiten su construcción interna en un proyecto de vida. Tal sujeto está inclinado a la seducción de un amor fácil, blando, e inestable, que le puede conducir a grandes problemas. El primero de ellos es el dejar de confiar en el amor verdadero.

Sí, muchas personas acaban en el pesimismo de considerar imposible un amor fiel. Se produce así la tragedia de dejarlo de buscar como un proyecto de vida e, incluso, de juzgarlo sospechoso en los demás. En no pocos se ve el cinismo de quererlo ridiculizar como un ideal sin valor. Detrás de todas estas posturas hay muchos dramas particulares, muchos miedos y amarguras que curar. Ante un fracaso matrimonial no basta responder con un simple olvido de lo pasado, porque expondría a la persona a una nueva herida. Hace falta mucha sabiduría en nuestros días para curar el corazón de los hombres.

2.3.2 La unión de los esposos y la transmisión de la vida

Serán los dos una sola carne (Mt 19, 5; cfr. Gén 2, 24)

66. La respuesta de Cristo sobre la relación hombre y mujer nos indica otra verdad fundamental del Evangelio del matrimonio y la familia. Éstas son sus palabras: Dejará a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne (Mt 19, 5). El amor mutuo entre el hombre y la mujer les lleva a fundar una nueva familia. La unión en una sola carne es, por ello, una unión dinámica, no cerrada en sí misma, ya que se prolonga en la fecundidad. La unión de los esposos y la transmisión de la vida implican una sola realidad en el dinamismo del amor, no dos, y por ello no son separables, como si se pudiera elegir una u otra sin que el significado humano del amor conyugal quedase alterado. Ambas están dentro de la comunión de vida y amor esponsal que es la vocación de los cónyuges. A esta unión se pueden aplicar también las palabras de Cristo: Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre (Mt 19, 6).

La verdad de la que estamos hablando está contenida en la dinámica propia del amor conyugal. Este amor tiene su estructura propia, anterior a la elección humana[46]. El bien de la comunión que supone la familia no es una decisión que el hombre pueda o no elegir según sus planes de matrimonio; de este bien no son árbitros los cónyuges. Es un bien que los trasciende: la vocación a formar una familia, comunión de personas. Es más, la familia en cuanto tal, la apertura a la transmisión de la vida, y la fecundidad social, es un bien que une a los mismos cónyuges. Por ello existe una unidad lógica entre el don de sí y la vocación a formar la comunión familiar.

67. Somos conscientes de que este planteamiento es incomprensible desde una concepción secularizada del matrimonio, que desvirtúa su grandeza. Sin embargo, todo hombre puede darse cuenta de que existe un elemento de trascendencia en el hecho de la entrega mutua de un hombre y una mujer, que vincula inseparablemente su unión con su apertura a la familia. Reducir el matrimonio a un proyecto de vida propio y privado, ajeno al plan de Dios, abre la puerta a los distintos modelos de matrimonio y familia dependiendo del deseo subjetivo de los que se unen. Existe, en el fondo, un cierto miedo de afrontar las responsabilidades propias de la familia, que no son individuales sino que afectan a otras personas. Este miedo a afrontar la realidad es una de las causas de la extensión de las formas irregulares de entender la unión de un hombre y una mujer.

La transmisión de la vida: bendición divina del amor esponsal

68. El bien común del matrimonio contiene en sí la fecundidad en la generación de los hijos. Es imposible hablar adecuadamente de esta dimensión si no se aprecia que es la mayor de las bendiciones divinas (cfr. Gén 1, 26-28)[47]. La misma aceptación del otro cónyuge en su integridad incluye el quererle como posible padre o madre, pues es una verdad contenida en la misma carne que los une. En esta trascendencia de la misión familiar del matrimonio y la dimensión personal de la fecundidad está la raíz primera de la irrevocabilidad de las relaciones matrimoniales y familiares.

69. En este punto la Revelación cristiana es una luz poderosa para poder apreciar el valor personal de la generación: porque la maternidad divina de la Virgen María requirió su libre aceptación, así como la filiación divina de cada hombre precisa ser acogida por el creyente. Con ello se nos está indicando que no se puede reducir la generación humana a un fenómeno biológico, sino que se le ha de valorar necesariamente como una relación personal. Un hijo no es un mero efecto de un proceso biológico natural, sino una persona que debe ser aceptada en un acto de amor: porque, de lo contrario, se pecaría contra ella, aunque se le dé la vida física.

Inmoralidad de la contracepción y licitud de la continencia periódica

70. La dignidad personal del hijo conlleva la exigencia de que toda persona humana sea concebida en un acto de amor conyugal que contenga implícitamente al hijo como don. Esta relación entre el significado unitivo y procreativo del acto conyugal no es algo que pongan los esposos, sino que es el modo de ser los rectos intérpretes del lenguaje de la carne que los une[48]. Excluir alguno de los dos significados voluntariamente hace que tal acto no sea signo de verdadero amor conyugal y, por ello, será incapaz de expresar y realizar la comunión de los esposos.

En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a los períodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreativo de la sexualidad humana, se comportan como ministros del designio de Dios y se sirven de la sexualidad según el dinamismo originario de la donación total, sin manipulaciones ni alteraciones. A la luz de las ciencias humanas y de la reflexión teológica, podemos entender la diferencia antropológica y al mismo tiempo moral que existe entre el anticoncepcionismo y el recurso a los ritmos naturales, que implica dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí[49].

Precisamente ese respeto al significado del acto de amor conyugal legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el «recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad»: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los principios morales[50].

Procreación, no producción del hijo

71. La intrínseca relación entre matrimonio y familia nos ayuda a comprender otro de los problemas actuales con respecto a la generación. Nos estamos refiriendo al recurso que algunos esposos hacen de la fecundación artificial para satisfacer su deseo de tener un hijo. La dificultad que presenta este nuevo método de fecundación no es principalmente la artificialidad de la intervención, sino el hecho de decidir producir un hombre, ya que se deja en manos de la elección personal la vida humana. El hijo vive en este caso por la pura decisión de sus padres, acto libre tremendo en el que no interviene la mediación de su naturaleza corporal, sino que se deja su realización al artificio del técnico.

Por el contrario, cuando la concepción de un niño es fruto de la unión amorosa de los cuerpos, se confía a la propia corporalidad la posibilidad de procrear, y con ello se reconoce la vocación al amor y a la paternidad inscrita en el mismo dinamismo corporal del amor.

La generación de un hijo se prolonga en su educación

Unidad cuerpo-espíritu

72. La dificultad mayor para la comprensión de esta unidad fundamental matrimonio-familia reside en el dualismo antropológico ya señalado, el cual justifica el uso del cuerpo para los fines que se hayan decidido. Cuando se ha roto la unión entre la carne y el espíritu y se piensa que el cuerpo carece de significados morales intrínsecos, se hace imposible una comunión de las personas fundada en la unión de la carne y abierta, por tanto, a la procreación. Todo queda abandonado en manos de un espíritu desencarnado que decide sobre los significados personales que quiere dar a sus relaciones carnales, que, por lo demás, considera ajenas a lo más íntimo de sí mismo. No se puede por menos que reconocer en esto una ruptura del orden creacional, de la armonía y belleza originaria del plan de Dios.

73. Frente a esta postura dualista, hemos de proclamar incansablemente la visión integradora que nos da el Evangelio. Sí, la unión carne-espíritu es para el hombre expresión de esperanza. Por medio de ella Dios confía al hombre la generación. En el relato del Génesis, Eva, sumida en la tristeza del primer pecado, llega a exclamar al dar a luz a su primer hijo: ¡He adquirido un varón por el favor de Dios! (Gén 4, 1). Con ello quería expresar que la vida tiene un sentido en los planes de Dios, que hay una esperanza escondida que se transmite de generación en generación (Lc 1, 50).

2.3.3. Familia y ecología humana

Hogar de la comunión y la libertad

74. El hombre necesita una morada donde vivir. Una de las tareas fundamentales de su vida es saberla construir. Todo hombre necesita un hogar donde se sienta acogido y comprendido. Fuera de él las relaciones se hacen superficiales y susceptibles de rechazos e incomprensiones. El hogar debe ser, para el hombre, un espacio de libertad. La comunión de personas que conforma la familia debe vitalizar internamente las distintas relaciones personales que se suceden en su seno.

75. El amor esponsal es la primera relación que conforma la familia. Es el amor que los esposos se prometen al contraer matrimonio y que abre para ellos un futuro cargado de esperanza. En este futuro comprometen ambos su libertad en orden a construir su matrimonio. Los esposos encontrarán en su amor mutuo el alimento y la luz de su caminar cotidiano, siendo ellos, y no las circunstancias, los verdaderos autores y protagonistas de su familia. Las circunstancias pueden no ser favorables: nunca ha sido fácil sacar adelante la propia familia. Lo más importante es saber responder con fidelidad y creatividad a estas adversidades. Para ello deberán acudir constantemente a la fuente de su amor esponsal.

Por desgracia, actualmente se da una falsa consideración de que la realización de los esposos puede darse fuera del matrimonio, debido a una sobrevaloración del papel de la profesión y del trabajo. Muchas veces esto conduce a desequilibrios personales y conyugales y, por tanto, familiares.

76. Sostenida por el amor esponsal se genera la relación paterno-filial. En ella está en juego nada menos que la identidad del hombre: ser hijo exige ser acogido, con ese amor incondicional que caracteriza la paternidad. Gracias a este amor, cada persona podrá descubrirse como única e irrepetible, ya que es querida por sí misma[51]. La relación de paternidad y filiación es la primera relación indestructible que el hombre experimenta y que ha de saber integrar en su vida. Su falta, por los más variados motivos, es siempre un primer drama en la vida de un hombre.

Primera escuela de humanidad

77. La generación de un hijo, que es amado por sí mismo, se prolonga en su educación. Los obispos constatamos, no sin preocupación, las dificultades que los padres de hoy tienen en la educación de sus hijos. Abrumados por tantas tareas y ante la incomprensión del sentido último de su papel como padres, muchos de ellos abandonan la tarea educativa que les corresponde para confiarla sin más a los centros escolares, agotando su responsabilidad en el escaso margen de elección de centro que deja nuestra ley educativa. Sin embargo, la educación escolar es sólo una de las dimensiones del proceso educativo, que, privada del primario e insustituible papel educador de los padres, muchas veces, a pesar de nobles intentos, fracasa en su tarea de verdadera formación.

El resultado es que nos encontramos en la sociedad muchos jóvenes desarraigados, sin un futuro ni perspectivas claras, cerrados en sí mismos y ajenos a los verdaderos retos que plantea la vida. En los problemas de falta de integración social que esto causa, han sido las familias estables quienes han podido asumirlos en su interior y amortiguarlos, mientras que las familias desestructuradas los prolongan.

Por lo que respecta a la educación afectivo-sexual de los niños y jóvenes, los obispos queremos recordar a los padres que ésta les compete a ellos de una manera principalísima. En modo alguno se puede abandonar al centro educativo, quien en tantas ocasiones se limita a ofrecer una mera información -sin enmarcarla en una visión global de la persona humana- tan perjudicial en muchos casos. Con verdadera preocupación ante la situación actual, pedimos a los padres que retomen sin miedo el protagonismo que les corresponde en esta materia, formándose a su vez para poder desarrollar su tarea educativa con competencia.

78. Las relaciones de fraternidad son el siguiente componente de la convivencia familiar. Tienen una riqueza personal singular que no se encuentra en otras relaciones humanas; es la riqueza de compartir en igualdad un único amor: el amor de los padres. En esta relación se comprende que existe una primera comunión -la familiar-, que precede a la propia elección y reclama la convivencia. Se crea, así, un ámbito que excede la simple justicia y que conforma la piedad, tan importante para configurar la sociabilidad de las personas.

Cuando escuchamos hablar de fraternidad entre los hombres, existe el peligro de reducirla a una relación formal sin contenido. El primer camino que tiene el hombre para comprender lo que supone la fraternidad universal de los hijos de Dios es haber experimentado, en verdad, como un valor su fraternidad más directa con sus hermanos. Una fraternidad, sin el amor de los padres, es ficticia y acaba desilusionando.

79. Cuando la relación entre los cónyuges, y la relación entre padres e hijos se vive de manera plena y serena, resulta natural que adquieran entonces importancia también los demás parientes, como abuelos, tíos, primos, etc. Gracias a ello algunas personas con dificultades, o los solteros, viudas y viudos, y huérfanos pueden hallar un hogar acogedor. La familia es la verdadera ecología humana[52], por cuanto implica el hábitat natural intergeneracional en el que se nace y se vive haciendo justicia a la dignidad de la persona.

El papel socializante de la familia, único e insustituible, debe ser reconocido y potenciado para construir una sociedad vertebrada y contribuir al proceso de personalización. Gracias a ella, la sociedad y la cultura tendrán cada vez más la dignidad de la persona como centro y fin de su organización interna. Por esta razón, la familia está en el origen y la renovación de una cultura de la esperanza.

Deterioro de la verdadera ecología humana

80. Aparece así claro cómo la familia, fundada en el matrimonio, es la morada de toda persona, en la que cada hombre puede encontrar un hogar donde ser querido por sí mismo. Con ello se pone de manifiesto la falsedad de los que se denominan nuevos y alternativos modelos de familia. Se trata de diversas formas de unión más o menos estables, pero que rechazan el matrimonio como fundamento, la indisolubilidad del mismo, o la diferenciación sexual que implica. En el fondo, lo que estas nuevas experiencias manifiestan es la necesidad que tiene todo hombre de establecer una relación de convivencia personal. Sin embargo, el nuevo modelo pluralístico de familia carece de una visión antropológica adecuada que considere al hombre en su totalidad, y por ello ocasiona graves daños personales y sociales. Estos modelos alternativos, sin embargo, pretenden que se les reconozca un supuesto derecho de adoptar niños o de asimilarse lo más posible a la forma del denominado modelo unívoco o familia natural fundada sobre el matrimonio.

Respecto a estos nuevos modelos, los obispos queremos desenmascarar los dramas personales que tantos discursos ambiguos dejan a su paso. No basta ampararse en una pretendida tolerancia. La familia es el lugar primigenio de libertad, precisamente por la verdad e irrevocabilidad de las relaciones que implica. Negar esta verdad supone forzar la libertad de las personas, contaminando la posibilidad de un verdadero amor y obligándolas a vivir en una ficción que les conducirá, a la larga, a la más amarga de las soledades.

81. Es terriblemente preocupante la ingenuidad con que se afronta la cuestión de la homosexualidad. Esta tendencia constituye para los que la poseen una verdadera y difícil prueba, cuyas causas no son fáciles de explicar. Toda persona humana merece un respeto incondicional[53]. Pero este respeto implica el reconocimiento de su situación: la homosexualidad para él es una verdadera dificultad de identidad sexual. La aceptación incondicional de la persona requiere precisamente que se perciba el problema que tiene respecto a su identidad sexual. Obviar esta dificultad y admitir sin más una pretendida libertad sexual no soluciona la cuestión de fondo.

Por otro lado, las fuerzas sociales deben saber responder a la pretensión inconsiderada de determinados grupos de presión, que procuran de una forma sistemática la justificación y exaltación pública de un estilo de vida homosexual en vistas a su aceptación por la sociedad, con la pretensión de alcanzar un cambio legislativo para que los homosexuales puedan gozar de nuevos derechos referentes al matrimonio y a la adopción.

82. Todavía hemos de señalar algunas situaciones anómalas en la vida de la familia. Nos estamos refiriendo a aquellos padres que con una elección arbitraria privan al hijo único de la posibilidad de otros hermanos. Ello supondría privarle de la experiencia de la fraternidad y hacerle experimentar, en un momento crucial de la vida, una primera soledad que le afecta profundamente.

Otra situación anómala es la de aquellas familias que no valoran el lugar fundamental que ocupan los ancianos[54]. No se les puede excluir de su condición de miembros de la familia. La convivencia con los mismos no puede verse principalmente como una carga o un problema, ya que entronca la familia con sus orígenes y ayuda a valorar lo que significa la experiencia vivida como un tesoro en la maduración de las personas.

2.4. El sacramento del matrimonio y la familia cristiana

83. Tras haber mostrado brevemente la riqueza antropológica que contienen el matrimonio y la familia, como pastores, hemos de anunciar con gozo la verdad íntegra con la que Dios los ha enriquecido y la misión que les ha encomendado.

2.4.1. Revelación del misterio de Dios

El nosotros familiar

84. Dios, en su admirable designio salvífico, gratuitamente ha querido comunicarse a los hombres, llamándolos a participar en la comunión íntima con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta llamada a la comunión trinitaria no está separada de la fuerza de comunión que anida en todos los amores humanos, sino que los informa y los eleva como signos que son del Amor originario de Dios. La significación salvífica propia de las acciones humanas, en cuanto vivificadas por la gracia, tiene una relevancia peculiar en el matrimonio, por tener un singular valor de comunión. Se puede establecer entonces una cierta analogía entre la comunión que se vive en el matrimonio y la familia y la Comunión divina trinitaria[55], posible por la entrega de Cristo que se nos comunica por el don del Espíritu.

85. El primer modo de vivir la realidad de la entrega de Cristo es la gracia de la filiación divina que se nos concede en el Bautismo. La realidad de ser hijos obliga a la misma Iglesia a aprender de la familia su propia misión: la de generar comunión. Éste es el ser y la misión de la Iglesia. Toda esta realidad de la vida cristiana la caracteriza como una vida sacramental que se va desarrollando junto a la maduración personal en la respuesta a la propia vocación. Ésta es la base que ilumina la sacramentalidad del matrimonio cristiano que proclama la Iglesia.

Los hijos también sufren el divorcio de sus padres

2.4.2. La comunión hombre-mujer y el sacramento Cristo-Iglesia

La nueva alianza en Cristo

86. Los esposos son hijos de Dios por su vocación bautismal. Esto significa que sus vidas quedan marcadas para realizar y significar la nueva vida (cfr. Rom 6, 4) de Cristo. Así, la mutua entrega de los esposos queda insertada en la economía de salvación de Cristo, teniendo por ello un valor sacramental básico: el matrimonio cristiano significa y hace presente de modo singular en el mundo la unión de Cristo con su Iglesia, que es alianza de amor esponsal.

La razón de esta significación no es un añadido al plan salvífico de Dios. Jesucristo, con su encarnación, asume la corporalidad del hombre y sus significados propios. Por eso, la entrega de su cuerpo en la Cruz hace a la Iglesia un cuerpo -una sola carne- con Él, y esta entrega es, en sí misma, la expresión máxima del amor esponsal humano[56]. Su amor esponsal se convierte allí en fuente de salvación para los hombres. Nos encontramos ante la revelación del gran sacramento de la Redención del que nos habla el Apóstol (cfr. Ef 5, 21-33). Por esta unión, los cristianos nacemos a la vida de la gracia como hijos de Dios en el Hijo y reconocemos la Iglesia como nuestra Madre.

87. Unido al valor sacramental del matrimonio está la realidad de la gracia sacramental propia de los cónyuges; se trata de una presencia eficaz del amor de Dios que los capacita para santificarse en el amor mutuo y en la entrega cotidiana en la formación de un hogar. Esta gracia no se reduce al momento de la celebración, sino que se extiende a lo largo de toda su vida matrimonial, vivificándola interiormente y ayudándoles a renovar su amor esponsal en los signos sacramentales que acompañan su existencia.

Entre estos sacramentos es de destacar la importancia que tiene para la vida matrimonial la Eucaristía, donde se hace presente el sacrificio de Cristo que configura interiormente la entrega de los esposos, vivificando su alianza conyugal y renovando su vocación esponsal[57]; la Confirmación, que fortalece a los esposos con el don del Espíritu en su misión de testimoniar el amor de Cristo en medio del mundo[58]; y la Reconciliación, encuentro con la misericordia del Padre, que restaña la comunión conyugal y familiar[59].

Algunos problemas actuales originados por el rechazo de Dios en el matrimonio

88. Ante esta verdad esplendorosa de la sacramentalidad del matrimonio, los pastores hemos de llamar la atención sobre la secularización creciente de la concepción del matrimonio entre bautizados, que lleva a la pérdida del sentido sagrado del matrimonio, su separación de la esfera de trascendencia que confiere valor divino a la vida matrimonial. Este valor divino aparece como algo que sería elegible, a modo de un significado añadido que ponen los contrayentes por su propia voluntad. Ya no sería la intención primera de Cristo para ellos y su propia vocación. Ante esta secularización es preciso presentar la vocación matrimonial dentro de los mismos planes de catequesis como una realidad a la que orientar la vida y a la cual hay que prepararse desde niños.

89. Una consecuencia de la extensión de un modo de vivir secularizado es la aparición del matrimonio meramente civil entre bautizados[60]. Se observa un aumento progresivo de estos matrimonios en los últimos años. Es un indicador de que muchos fieles, incluso practicantes, ven el matrimonio como algo exclusivamente natural, ajeno a la fe, o todo lo más con un significado meramente humano al que la fe le añade una fuerza extrínseca. Es un punto a tener en cuenta especialmente en las catequesis prematrimoniales, que deben ayudar a los novios a integrar la verdad del matrimonio en la vida de fe.

El drama del divorcio y la reconciliación conyugal

90. Otro modo de vivir al margen de la realidad sacramental del matrimonio es el divorcio civil entre personas que han contraído matrimonio eclesiástico. La proliferación de este hecho en nuestra sociedad nos obliga a una seria reflexión sobre determinadas carencias en la transmisión de la verdad del Evangelio sobre el matrimonio. Evidentemente, si se pierde el sentido sagrado del matrimonio, se acabará por valorarlo simplemente como un contrato entre dos particulares, y, por consiguiente, establecido a su arbitrio y dependiente de su voluntad, la cual puede cambiar y llegar a romperlo. Tal concepción hace incomprensible la indisolubilidad del matrimonio. Un compromiso para toda la vida sería algo prácticamente imposible y podría darse el caso de que llegara a ser insoportable.

En esa óptica, el divorcio es concebido como un derecho, incluso como una condición para contraer matrimonio, una cláusula de ruptura. Esta mentalidad introduce una inestabilidad estructural en la vida matrimonial, que la hace incapaz de afrontar las crisis y las dificultades con las que inevitablemente se encontrará.

91. Como ocurre con otros hechos dolorosos de nuestra sociedad, el modo cultural de presentar el divorcio intenta ocultar el drama -humano, psíquico, social- del fracaso matrimonial. Con el lema de reconstruir la vida -quizá con otra pareja– se pretende solucionar tal drama solventando los problemas técnicos (jurídicos, económicos), pero sin querer entrar en los verdaderos problemas antropológicos y éticos.

92. La Iglesia y los pastores no somos ajenos a las dificultades propias de la convivencia matrimonial, que en algunos casos puede hacer conveniente, incluso necesario, el recurso a la separación de los cónyuges. Es más, por la tergiversación de la verdad del matrimonio, la aceptación implícita de un matrimonio a prueba, y la superficialidad con que se contraen determinadas uniones, no pocas celebraciones eclesiásticas del matrimonio se contraen inválidamente. La Iglesia reconoce entonces, tras el proceso pertinente ante sus tribunales, la nulidad de estos matrimonios, es decir, declara que no ha existido un verdadero matrimonio cristiano y que los contrayentes, en consecuencia, están libres bajo determinadas condiciones de contraer posteriormente una unión matrimonial.

Es necesario instruir a los fieles en la diferencia fundamental que existe entre la declaración de la nulidad y el recurso al divorcio, que es la ruptura de un vínculo realmente establecido. La primera no afecta a una característica fundamental del sacramento del matrimonio como es la indisolubilidad. Mientras que el divorcio significa todo lo contrario, es decir, que el matrimonio podría disolverse por iniciativa de los contrayentes.

93. Ante el fracaso del amor conyugal no valen respuestas superficiales que obvien el drama humano que implica. Se hace necesaria la ayuda y la orientación a los matrimonios y a las familias por parte de los sacerdotes y otros agentes de pastoral, que les motiven al diálogo para prevenir y atajar a tiempo los problemas, y que les ayuden a reavivar la gracia sacramental propia del matrimonio. Cuando la Iglesia apela al don recibido, a la gracia sacramental irrevocable y sanante, que no deja de existir a pesar de la infidelidad del hombre, lo que está mostrando es la gracia, capaz de sostenerle en esos momentos difíciles. Con ello invita a dejar la puerta abierta a la posible reconciliación de los esposos separados, al perdón mutuo, a rehacer la vida matrimonial[61].

Con el Papa Juan Pablo II queremos los obispos españoles recordar a los matrimonios el tesoro que supone el perdón recíproco, ya que un amor fundado en el perdón es indestructible: La vida conyugal pasa también por la experiencia del perdón, pues ¿qué sería un amor que no llegara hasta el perdón? Esta forma de unión, la más elevada, compromete todo el ser que, por voluntad y por amor, acepta no detenerse ante la ofensa y creer que siempre es posible un futuro. El perdón es una forma eminente de entrega, que «afirma la dignidad del otro», reconociéndolo por lo que es, más allá de lo que hace. Toda persona que perdona permite también a quien es perdonado descubrir la grandeza infinita del perdón de Dios. El perdón hace redescubrir la confianza en sí mismo y «restablece la comunión» entre las personas, dado que no puede haber vida conyugal y familiar de calidad sin conversión permanente y sin despojarse de su egoísmo. El cristiano encuentra la fuerza para perdonar en la contemplación de «Cristo en la cruz» que perdona[62].

94. En consecuencia, para un bautizado, pretender romper el matrimonio sacramental y contraer otro vínculo mediante el matrimonio civil es, en sí mismo, negar la alianza cristiana, el amor esponsal de Cristo, que se concreta en el estado de vida matrimonial[63]. Existe una incompatibilidad del estado de divorciado y casado de nuevo con la plena comunión eclesial. Por ello, al acceder al matrimonio civil, ellos mismos impiden que se les pueda administrar la comunión eucarística.

Como decía el Papa a las familias en la celebración del Jubileo, ante tantas familias rotas, la Iglesia no se siente llamada a expresar un juicio severo e indiferente, sino más bien a iluminar los numerosos dramas humanos con la luz de la palabra de Dios, acompañada por el testimonio de su misericordia. Con este espíritu, la pastoral familiar procura aliviar también las situaciones de los creyentes que se han divorciado y se han vuelto a casar. No están excluidos de la Comunidad; al contrario, están invitados a participar en su vida, recorriendo un camino de crecimiento en el espíritu de las exigencias evangélicas. La Iglesia, sin ocultarles la verdad del desorden moral objetivo en que se hallan y de las consecuencias que se derivan de él para la práctica sacramental, quiere mostrarles toda su cercanía materna[64].

Es diferente el caso de aquellos que están divorciados y no desean contraer nuevas nupcias. A ellos, como a los que se encuentran en la difícil situación de separación, la comunidad cristiana los debe acoger con un cuidado afectuoso para sostenerlos en sus dolorosas circunstancias y animarlos en el testimonio de su fidelidad, también con la recepción fructuosa de los sacramentos.

95. En fin, ante las diversas situaciones dramáticas apuntadas, y ante el clima relativista que quiere excluir del amor la fidelidad, la vida de la comunidad eclesial se debe configurar y ofrecer como el lugar adecuado para la renovación del matrimonio, para vivir en plenitud su fidelidad. Así la Iglesia es efectivamente imagen viva del «gran sacramento», el auténtico ethos o morada de la vida de los esposos. Es necesario renovar la pastoral matrimonial de nuestras comunidades para poder llevar a cabo esta misión urgente. Sólo así la vida sacramental y orante de la Comunidad cristiana será la fuente permanente de la vida matrimonial[65].

La transmisión de la fe, de generación en generación

2.4.3 La familia, Iglesia doméstica

Transmisión de la fe y testimonio de caridad

96. La antropología adecuada que hemos ido siguiendo al hilo de la revelación de Jesucristo sobre la verdad del hombre, nos conduce a acoger la verdad plena de esa comunión particular de personas que se forma con el matrimonio: la comunión familiar. La riqueza de la caridad conyugal que viven los esposos se derrama en todos los miembros de la familia y hace de ella una pequeña Iglesia o Iglesia doméstica[66]. Se quiere indicar en qué modo la comunión familiar refleja y vive de un modo concreto la íntima unión con Dios y la unidad entre los hombres, propios de la Iglesia como tal. En esta comunión, la civilización del amor encuentra un cauce de realización determinado, abriendo las personas al verdadero culto a Dios, a la caridad entre los hombres y a la evangelización.

De este modo, la transmisión de la fe encuentra en la familia un entramado de comunicación, afecto y exigencia que permite hacerla vida[67]. En el ámbito de las relaciones personales se produce el despertar religioso que tan difícilmente se logra en otras circunstancias. Igualmente, es un lugar privilegiado para aprender la oración. En la familia la plegaria se une a los acontecimientos de la vida, ordinarios y especiales. La oración familiar es germen e inicio del diálogo de cada hombre con Dios[68]. El seno de la familia es el primer lugar natural para la preparación para los sacramentos. Estos santifican esos acontecimientos básicos que constituyen la historia misma de la familia: el nacimiento de los hijos, su crecimiento, el matrimonio y la muerte de los seres queridos.

Por otro lado, la misma familia como Iglesia doméstica está indicando a todo el pueblo de Dios cómo debemos entender la comunión eclesial que lo anima. Porque la Iglesia es una familia: la familia de los hijos de Dios, en donde nos reúne una fraternidad que se basa en la paternidad divina y en la maternidad eclesial, donde cada miembro es valorado por lo que es y no por lo que hace o tiene. La Iglesia, así, puede y debe asumir en su propia vida y en su misión una dimensión más doméstica, esto es, más familiar, adoptando un estilo de relaciones más humano y fraterno[69].

En esta línea los obispos españoles queremos agradecer a tantos movimientos y asociaciones familiares, que en las últimas décadas han realizado un verdadero esfuerzo por acercarse a los matrimonios y familias y han podido dar un rostro más materno y familiar a la comunidad eclesial, así como a los nuevos movimientos que destacan el valor de la fraternidad, ofreciendo a las personas un nuevo ámbito de comunión, capaz de regenerar la vida familiar.

97. Construir y reforzar la familia es la gran tarea a la que todos estamos llamados en el momento presente. El drama que supone en la vida de los hombres la carencia de familia es el modo más claro de poner en plena evidencia su importancia antropológica, psicológica, sociológica, religiosa, etc. No sólo ha de entenderse por carencia familiar la falta de alguno de los progenitores, por muerte o abandono del hogar; también se debe incluir la vivencia de una familia desestructurada, que ha perdido su verdadera identidad como familia. Cuando falta esta experiencia familiar en la conciencia de los hombres, el único bien que puede unirlos es el intercambio exterior de bienes materiales o la costumbre. Es fácil entender las consecuencias sociales implicadas en este modo de ver las cosas y la importancia que se le ha de dar en la organización interna de nuestra sociedad.

98. Quizás, algunas personas, al escuchar este anuncio del Evangelio del matrimonio y la familia, pudieran reaccionar como los discípulos al escuchar las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio. Sí, ciertamente se podría pensar que son palabras hermosas, que muestran un ideal bello, pero inalcanzable. Así no traería cuenta casarse (cfr. Mt 19, 10), pues su realización sería prácticamente imposible. Los problemas que los matrimonios y las familias de hoy tienen parecerían dar la razón a esta opinión. Y, sin embargo, en medio de estos problemas, con los sufrimientos que causan en tantas familias, se puede manifestar la fuerza del don de Dios, derramado en su amor, que lucha por abrirse paso precisamente en las dificultades interiores y exteriores.

Es en virtud de este don de Dios como las personas comienzan a vivir, ya desde el enamoramiento y en modo pleno desde la celebración de su matrimonio, dentro de un horizonte nuevo, que inicia un proceso dinámico y gradual, por el que los hombres y mujeres concretos, con su historia y circunstancias, avanzan paulatinamente en la maduración de su amor mutuo. Así, es posible entender que todo amor está llamado a crecer, y que, sanado y fortalecido por el amor divino, sea capaz de llevar a la persona, a través de un camino pedagógico, a la plenitud de su vocación aun en la aparente fragilidad y debilidad de las relaciones que haya construido.

En este camino que los cónyuges recorren junto a su familia les esperan, lo saben, no pocos momentos de dificultad, de sufrimiento y de cruz. Presentar una vida familiar como un camino sin sacrificios, supondría ignorar no sólo la condición del cristiano, sino la del mismo hombre. Lo que los obispos queremos anunciar a todo matrimonio y a toda familia es precisamente lo que Jesús anunció a Pedro: Para los hombres esto es imposible, mas «para Dios todo es posible» (Mt 19, 26). En el camino de la vida, las familias no caminan solas: porque el Esposo está con vosotros (cfr. Mc 2, 19)[70]. De ello dan testimonio tantos matrimonios y familias que, en una existencia difícil, han continuado fieles al amor. Este testimonio habla patentemente de cómo el amor de Dios es más grande que nuestra miseria y pecado.

99. Con el Evangelio del matrimonio y la familia se anuncia, entonces, no sólo el ideal al que está llamado el hombre, sino también la promesa y el don de Dios que constituyen su vocación. Es esta gracia de Dios la que, en último término, le permite a todo hombre vivir en la comunión con Dios y con sus hermanos. De este modo, la Iglesia manifiesta y proclama que es la gran familia de los hijos de Dios en la que nadie es anónimo, ni minusvalorado[71]. En ella se realiza en el mundo la comunión de los santos que le une a la Iglesia celestial, con todos los que nos han precedido en el signo de la fe[72]. Es la unión íntima de vivir todos como hijos para la gloria de Dios Padre.