Perdonar siempre - Alfa y Omega

Perdonar siempre

XXIV Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: AFP Photo/José Cabezas

Si examinamos la Sagrada Escritura no son pocos los pasajes que hacen referencia a las ofensas realizadas a otros y al perdón de Dios. Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, la Palabra de Dios está impregnada de algo que acompaña al hombre desde nuestros primeros padres: el pecado y la necesidad de perdonar. Al mismo tiempo, la Escritura quiere mostrarnos que el perdón tiene primacía sobre el pecado. De igual manera que Jesucristo ha vencido a la muerte y esta ya no tiene dominio definitivo en el mundo, el pecado y las ofensas tampoco tienen el poder de prevalecer sobre el bien. El perdón es un modo de manifestar en nuestra vida cotidiana que el pecado puede ser borrado.

En este domingo, la primera lectura y el Evangelio de la Misa concuerdan plenamente en subrayar la relevancia del perdón para la vida del hombre. El punto de partida de ambos textos es que todos somos pecadores y todos tenemos algo que ha de ser perdonado. Y esto nos ha de hacer humildes y sencillos frente al hermano. El hecho de que poco después de la creación del hombre aparezca la desobediencia al plan de Dios significa que, desde ese momento, la humanidad está marcada por ese signo y que es preciso ser perdonados.

«Hasta 70 veces siete»

En la pregunta que Pedro, como portavoz de los discípulos, lanza al Señor, se da por supuesto que a lo largo de la vida se reciben ofensas. El apóstol quiere saber si existe un límite al perdón. Con la respuesta «no te digo hasta siete veces, sino hasta 70 veces siete» Jesús señala que el perdón ha de ser ilimitado e incondicional. El argumento del Señor para semejante respuesta es la naturaleza del reino de los cielos, es decir, el modo de ser de Dios. No obstante, la parábola presentada por el Señor pone de manifiesto que por muy misericordiosos que nos consideremos con los demás, mayor indulgencia tiene Dios con nosotros; y la medida que usemos con los otros será la que el Padre celestial utilizará con nosotros.

El perdón de corazón

El Evangelio de este domingo habla de súplica de perdón: «arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo». Asimismo, se refiere a la paciencia y a la compasión en más de una ocasión. En continuidad con la primera lectura, se pone de relieve que no estamos ante una simple deuda o litigio de carácter económico, sino que el daño causado afecta a lo más íntimo del hombre. Se trata de una ofensa que llega hasta lo más profundo. El Evangelio no esconde las reacciones espontáneas, a veces de un modo crudo y dramático, cuando, por ejemplo, se alude al estrangulamiento. Tampoco el libro del Eclesiástico oculta los deseos y pecados más difíciles a menudo de erradicar, como son el rencor, la ira o el deseo de venganza. Con todo, hay algo que no pasa desapercibido: se pone en juego toda la persona. Ante una ofensa recibida de cierta entidad, cuando se suplica un perdón verdadero, ha de ser concedido. Se establece en la persona ofendida una lucha entre los deseos de venganza y de rencor y la búsqueda de la verdadera reconciliación.

Para que esta sea auténtica es preciso fijarse en la misericordia de Dios con nosotros. «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia», escuchamos en el salmo responsorial de la Misa. Es inútil que tratemos por nuestras fuerzas de ser indulgentes con los demás. Cuando el Señor pone ante nosotros la parábola del rey misericordioso y del siervo sin entrañas, lo hace para que nos fijemos en cómo es Dios con nosotros. Del mismo modo, en el padrenuestro pedimos a Dios que nos perdone nuestras ofensas «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Dios es el modelo y quien nos garantiza, en definitiva, que nosotros podemos perdonar de corazón a los demás.

Evangelio / Mateo 18, 21-35

En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?». Jesús le contesta:

«No te digo hasta siete veces, sino hasta 70 veces siete. Por esto, se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo”. Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: “Págame lo que me debes”. El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré”. Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”. Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano».