Acoger la belleza del perdón, la reconciliación y la misericordia - Alfa y Omega

En el momento histórico que vive la humanidad en todas las partes de la tierra, cuando la ruptura, el enfrentamiento, el rencor, el odio y la venganza aparecen envueltos en aparentes regalos de libertad, pero sin dar contenido a la misma, tenemos urgencia de acoger el perdón, la reconciliación y la misericordia. Recogiendo algunos apuntes de mi juventud, he visto escritos en ellos unas palabras del cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal Española, en el año 1971, y he recordado el eco que tuvieron en su corazón y en el de todos los obispos de entonces. Demostraron instinto histórico para saber y ver lo que necesitaba en aquel momento nuestro pueblo y también para mantenerse fieles y libres a los imperativos del Evangelio y a lo que la Iglesia en nombre de Jesucristo tiene que anunciar siempre.

Para sacar adelante cualquier proyecto que tenga vigencia para todos y nos haga reunirnos con las diferencias legítimas que construyen y hacen la comunión, tienen que acogerse necesariamente en el corazón estos tres ejes: perdón, reconciliación y misericordia. Esos que tan bellamente formula nuestro Señor en la oración que salió de sus labios, el padrenuestro. Es verdad que no todos los hombres son creyentes y los que son de otros credos no conocen a Jesucristo, pero estas categorías existenciales son necesarias e imprescindibles si los humanos deseamos y queremos tener salidas para vivir y dejar vivir.

Los cristianos no podemos hablar de ellas con conceptos abstractos, sino formularlas a través de la contemplación de la Persona misma de Jesucristo. Para nosotros la belleza del perdón, de la reconciliación y de la misericordia tienen un rostro, no son ideas; contemplamos lo que significan y contienen en la persona de Jesucristo. Y es esto lo que quisiera entregaros con esta carta en estos momentos que vive el mundo, donde acontecen tantos enfrentamientos. Ojalá sepa decirlo con la belleza que tienen estas palabras en la Persona de Jesucristo.

Es imposible saber su contenido si no descubrimos que el progreso para un discípulo de Cristo, en el perdón, la misericordia y la reconciliación, significa lo que significó para Él: abajarse, entrar por el camino de la humildad para que sobresalga, se vea y se manifieste el amor de Dios. Este fue también el camino de la Virgen María, como nos dice el Evangelio. Ella no entendía bien, pero deja su vida a la voluntad de Dios. Porque, para que llegue el amor de Dios a nuestra vida y se manifieste en medio de los hombres, hay que entrar por el camino de la humildad. ¿Qué humildad? La misma que siguió Jesús, que siendo Dios no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, se despojó de su rango y se bajó hasta la Cruz (cf. Fil. 6). Pero, ¿esto no quiere decir que caminemos por la vida con los ojos bajos? Muy al contrario, hay que ponerlos bien altos, de tal manera que se manifieste toda la caridad de Dios, todo el amor de Dios que es el camino que el Señor eligió incluso cuando se manifestó en su Resurrección. Nuestro Señor nos empuja a amar y a hacerlo cada vez más y mejor, y esto pide que asumamos que nuestra vida esté estructurada por los ejes que antes mencionaba:

1. La belleza del perdón. El mundo puede hacerse cada vez más humano si introducimos el rostro del perdón tan esencial en el Evangelio. El perdón tiene que manifestar que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. Si eliminamos el perdón convertimos el mundo en un lugar de una justicia fría e irrespetuosa, en cuyo nombre cada uno reivindicaría lo que considera propio respecto a los demás e invocaría egoísmos adormecidos. La liberación y la salvación que nos regala Jesucristo alcanzan a la persona humana entera, en su dimensión física y espiritual. Y siempre van unidos dos gestos: la curación y el perdón. No existe curación verdadera sin perdón. El perdón siempre rehabilita. Y el perdón más grande es aquel que el Dios mismo nos entrega, al tiempo que nos pide siempre que, lo que Él nos da, lo demos nosotros también. Los cristianos tenemos el sacramento del perdón, de la Penitencia; en la medida en que lo practicamos sentimos la urgencia de dárselo a los demás. Quien sabe del perdón de Dios, no puede retenerlo para sí, lo entrega a los hombres.

2. La belleza de la reconciliación. Nuestro mundo necesita personas que, en las relaciones de los hombres, engendren la reconciliación con las medidas que nos da Jesucristo. ¿Es utopía? No. Es posible y así lo hicieron y lo siguen haciendo muchos cristianos en muchas partes de este mundo. En la revelación de Jesucristo nos va diciendo que el Reino que trae Él está destinado a todos los hombres, pues todos están llamados a ser sus miembros, pero en sus manifestaciones y encuentros también vemos cómo se acercó con especial interés a aquellos que estaban al margen de la sociedad cuando anunciaba la Buena Noticia; quería tratar a todos como iguales y como amigos, haciéndoles vivir una experiencia de liberación y reconciliación. Haciéndoles sentirse amados por Dios y reconciliados por Él. ¡Qué hondura alcanza la reconciliación entendida como verdadera solidaridad! No hay reconciliación sin solidaridad. La solidaridad nos ayuda a ver al otro, ya sea persona, pueblo o nación, no como un instrumento cualquiera para explorar, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante al que hago partícipe del banquete de la vida al que todos los hombres estamos invitados. La reconciliación trae paz y desarrollo y es un signo distintivo de los discípulos de Cristo pues, como Él, estamos y vivimos para reconciliar. El otro debe ser amado con el mismo amor que ama el Señor.

3. La belleza de la misericordia. El rostro de la misericordia es Jesucristo, Él revela la misericordia de Dios que es fuente de alegría, de serenidad y de paz. ¡Qué hondura alcanza para vernos los humanos el contemplar cómo Dios viene a nuestro encuentro! Para manifestar su omnipotencia a los hombres, Dios usa la misericordia. ¡Qué grande es Dios para los hombres! Manda a su Hijo al mundo para revelar y decir a los hombres que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16). Una misericordia que se hizo visible y tangible en Jesucristo y que el Señor desea y quiere que se siga haciendo visible a través de todos los que somos sus discípulos. Como muy bien nos decía el Papa Francisco, «La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia […] La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia “vive un deseo inagotable de brindar misericordia”» (Misericordiae vultus 10). O como nos recordaba el Papa san Juan Pablo II: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (RH 10a). Y el amor de Dios tiene un nombre, misericordia, y un rostro, Jesucristo.