El engaño de la superwoman - Alfa y Omega

El engaño de la superwoman

¿Cuándo nació el sometimiento de la mujer? ¿Hasta dónde se puede estirar la superwoman de hoy en día? ¿Es una situación reversible? Feli Merino, directora del Centro diocesano de estudios para la mujer Maryam, y profesora del Instituto de Filosofía Edith Stein, de Granada, realiza un recorrido histórico por las principales injusticias cometidas contra la mujer, y da vías para su solución

Feli Merino

El declive de la mujer tiene lugar a partir de la aparición de la burguesía, lo que implicó un desplazamiento del centro de la vida social al mercado, un nuevo modo de entender las relaciones en el que prima el dinero, y el advenimiento de un tipo de sociedad económica, política y jurídica hecha a medida de la nueva clase social pujante.

Con la revolución industrial, la concepción económica capitalista se hace especialmente intensa. Muchas familias de agricultores, propietarios de sus tierras y que trabajaban para ellos mismos, se ven obligados a emigrar a las ciudades para convertirse en asalariados de otros, que los obligan a trabajar en interminables jornadas de hasta dieciséis horas por un salario de subsistencia. De aquí surge la actual distinción de roles entre el varón –que debe hacerse cargo en exclusiva del sostenimiento de la familia sin posibilidad de ayudar en casa– y la mujer –que queda anclada al ámbito doméstico y al cuidado de los hijos–. Esta situación se propició a través de leyes que imposibilitaban que la mujer pudiese trabajar o realizar cualquier otra labor que no fuese sus labores: no poder abrir una cuenta bancaria sin licencia marital, no poder viajar sin permiso del marido e incluso quedarle negado el derecho a heredar. Las novelas de Jane Austen nos permiten mirar el universo de esas mujeres que, sin derecho a herencia ni posibilidad de trabajar, fundan todas sus esperanzas en un matrimonio ventajoso.

Con la evolución del capitalismo a finales del XIX, esta división sexual pareció consolidarse, adscribiendo a los hombres a la producción, y a las mujeres a la reproducción, junto a la idea de que el trabajo doméstico no era considerado como trabajo productivo en términos capitalistas.

Al servicio del mercado

Las primeras pretensiones feministas, a finales del siglo XVIII, surgieron como reacción al código napoleónico que rebajaba el valor de la mujer como persona imponiéndole límites jurídicos y considerándola siempre dependiente del varón. La dicotomía entre vida pública y vida privada y el rechazo de la familia ya se estaba forjando. Este modelo de relaciones y la teoría de roles aparejada se consideró un instrumento útil al servicio del nuevo Estado moderno; la exclusión de la mujer de la esfera pública no fue sino uno de sus corolarios.

En España, este fenómeno lo vivimos especialmente a partir de la bonanza económica de las últimas décadas del franquismo y en el inicio de la democracia, con la llegada a la periferia de las ciudades de mucha población inmigrante que abandonaba el campo para buscarse el pan en los nuevos polígonos industriales. Es harto conocida la transformación que se produjo en la dictadura, donde las mujeres, de ser consideradas esenciales para la reconstrucción del Nuevo Estado por medio de la reproducción y su relegación al ámbito privado, pasaron, en los inicios del desarrollismo, a ser incorporadas al mercado de trabajo por las propias necesidades del capital.

El sistema económico, después de haber engullido a los hombres, generó una subida general del coste de la vida que hacía imposible vivir si no entraban dos sueldos completos en una familia. Liberada de la esclavitud del patriarcado, la mujer ha sido lanzada, en mi opinión, a una esclavitud mayor: la del mercado. Por ello pienso que el proceso de liberación de la mujer igualándola al marido es un gran engaño, el engaño del mercado al que se prestó el feminismo radical, con una infantilidad injustificable.

Las mujeres vivimos en un bucle que cada vez ahoga más nuestras expectativas. El culto al dinero nos asfixia, porque nos impide elegir la manera de participar tanto del sistema económico como del cuidado de los hijos. Los horarios leoninos hacen a las mujeres mucho más ausentes del hogar, también a los hombres, con lo que quienes lo sufren especialmente son los hijos. La llamada superwoman representa la necesidad asumida que tiene la mujer de llegar a todos los ámbitos, cuando en realidad es imposible vivir con semejante tensión vital.

Una misión juntos

Las soluciones que se dan desde el Estado han pasado, desde la multiplicación de guarderías y la ampliación de sus horarios, como si sólo aspirásemos a desembarazarnos el mayor tiempo posible de nuestros hijos; o la despenalización del aborto, animándonos a sacrificar el fruto de nuestras entrañas al sistema económico, hasta la aceleración de los trámites del divorcio, para que podamos quitarnos de encima a nuestros maridos lo más rápidamente posible. ¿Realmente es eso lo que queremos? En mi opinión, deseamos una vida grande, en la que podamos decir Yo con alegría, sin negar ninguna parte de nosotras.

La solución no se reduce a compartir las tareas, el matrimonio no es una división de funciones, sino un sacramento. Se nos ha dado una misión y sólo podemos hacerla juntos. Pero la división estricta de roles tiende a ahogar a las familias. Otorga mucha más felicidad a la vida común el compartir las tareas y así compartir la vida. Es necesario que ambos cuiden de sus hijos, que participen de la organización del hogar, con lo que conlleva de sacrificio y lo que tiene de gratificante. Aquí las mujeres también debemos aprender a dar un paso atrás para que los hombres asuman responsabilidades y comprendan lo que significa una familia. De la misma manera que la sociedad necesita de esa mirada peculiar a la realidad que aporta lo femenino, no debemos negar la importancia de lo masculino en la familia.

Somos diferentes, iguales en dignidad, pero complementarios, y sólo juntos y desde el amor podremos mostrar al mundo que existe un horizonte de vida más grande que aquel que los discursos dominantes intentan vendernos continuamente.