El camino de los discípulos - Alfa y Omega

¡Qué bueno es contemplar el Evangelio y ver cómo Jesús forma a quienes deseaban ser sus discípulos! Os invito a hacer esta experiencia. A todos los que querían seguirlo, el Señor les hacía pasar por varias etapas para que fueran conscientes de quién era Jesús y qué era lo que debían hacer allí donde estuvieran. Quizá estas expresiones nos muestran el método que el Señor quería para el proceso de su formación: «¿Qué buscáis?»; «Rabí, ¿dónde vives?»; «Venid y lo veréis», y «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

Es necesario el encuentro con Él, pues así se desarrollan todas las dimensiones de nuestra vida y se agrandan las potencialidades que el Señor puso en nosotros. ¡De qué modo más claro nos llama a todos al encuentro con Él, a realizar un cambio de vida, al seguimiento de su persona, a vivir la experiencia de la comunión en comunidad y a compartir con quienes nos encontremos en el camino su alegría, anunciando al Señor en medio de este mundo!

Apostemos por salir y dar a conocer al Señor. ¡Qué apuesta más importante! Esta es la misión de la Iglesia, que sabe que ha de contemplar el conjunto del misterio de Cristo, pues es Él quien ha devuelto al ser humano la dignidad y el sentido de su existencia que había perdido. En el himno Exsultet de la Vigilia Pascual reconocemos el valor que Dios da al ser humano, el valor que tiene ante los ojos del Creador, cuando decimos que «ha merecido tener tan grande Redentor»: «Dios ha dado a su Hijo» para que el hombre «no muera sino que tenga la vida eterna».

Vemos la importancia que tiene la formación de los cristianos cuando nos detenemos en el cometido fundamental de la Iglesia, que es dirigir la mirada hacia el hombre, orientar su conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo. Hemos de tener la certeza de que Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también en estos momentos de la historia, y lo hace con las mismas palabras que dijo mientras estuvo con nosotros: «Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Son palabras que exigen y advierten. Exigen una relación honesta con la verdad, que es condición para vivir la libertad, y nos advierten para que evitemos cualquier libertad aparente, superficial o unilateral, que no profundice en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo.

Precisamente porque la Iglesia desea servir al noble fin de que todo ser humano pueda encontrar a Cristo, para que sea Él quien pueda recorrer con nosotros el mundo, tenemos necesidad de saber quiénes somos y qué hemos de vivir los discípulos en medio del mundo; todo en la vida de un discípulo está estrecha e indisolublemente unido a Cristo. Como cristianos, tengamos el atrevimiento de eliminar las amenazas y los miedos que el hombre tiene hoy. Para salir a anunciar a Jesucristo necesitamos cristianos que hagan el mismo itinerario que marcó Jesús a los primeros discípulos. Pensadlo, ved si estamos en él:

1. Cristianos que tengan un encuentro con Jesucristo. Dejemos hacernos la pregunta que el Señor hizo a los primeros discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? […] Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Es clave para encontrarnos con Él y asumir las decisiones necesarias para hacerlo. Todos los hombres buscan quizá cosas muy diferentes, pero en todas ellas hay deseos de felicidad y de plenitud. Aun en las más burdas búsquedas hay un deseo que manifiesta una insatisfacción profunda. Los discípulos de Cristo hemos de saber preguntarnos a nosotros mismos y decir a todos los hombres: «¿Qué buscáis?». Es necesario escuchar y urge propiciar el encuentro, urge poder decir: «Venid y veréis». El encuentro con Jesucristo es imprescindible para poder anunciarlo. No hay anuncio, no hay kerigma, sin un encuentro con Jesucristo. Y este encuentro no es un momento puntual, debe ser permanente. Como permanente debe ser el anuncio del kerigma y la acción misionera. Un encuentro profundo que cambia nuestra vida, que hace verdad aquella expresión paulina: «Para mí la vida es Cristo». Un encuentro que hemos de cultivar toda la vida en un proceso de maduración permanente.

2. Cristianos en conversión permanente. Escuchemos con atención aquellas palabras de Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? […] Vosotros sois la luz del mundo. […] Brille así vuestra luz ante los hombres». Una conversión que lleva a dar sabor y luz. Quien escucha y se encuentra con el Señor vive una admiración hacia su persona y está dispuesto a vivir según lo que el Señor provoca en él. La conversión hace tomar la decisión de ser amigo entrañable del Señor, de ir tras Él. Eso nos llevará a pensar y a actuar como Él, también aceptando la Cruz del Señor y siendo atrevidos y valientes para morir al pecado y vivir con su vida y con su gracia. Descubrir lo que el Señor nos regaló en el Bautismo y volver siempre a esa vida a través del sacramento de la Reconciliación es una tarea para toda la vida.

3. Cristianos en seguimiento, que nos ponemos en marcha una vez que hemos oído: «Sígueme». «Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado en el mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”». Cuanto más conozcamos el amor del Señor, cuanto más lo experimentemos en nuestra vida, con más fuerza y valor haremos el seguimiento de Cristo. Seguir al Señor supone profundizar en el conocimiento de su persona, descubrir el ejemplo que nos da en toda su vida. ¿Cómo hacer todo esto? Con una catequesis viva, con un vivir una vida sacramental que nos fortalece la vida y la misión que el Señor se ha empeñado en que tengamos los discípulos.

4. Cristianos viviendo en comunidad y experimentando lo que es la comunión en la vida de la Iglesia. ¡Qué profundas son las palabras de Jesús con las que nos enseña qué comunidad quiere hacer Él! «Uno se lo avisó: “Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo”. Pero él contestó al que le avisaba: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre». Construyamos la comunidad cristiana, la que desea Cristo, comenzando por la primera comunidad, la más original, que es la iglesia doméstica, y por la parroquia, las comunidades de vida, los movimientos, todos viviendo de la Eucaristía, donde Cristo está en el centro y todos vivimos de Él y somos en Él. Sintamos la verdad profunda de que la Iglesia vive de la Eucaristía. Hagamos en estas realidades eclesiales como los primeros cristianos: sintámonos Iglesia, participemos de la Iglesia, experimentando la comunión en el encuentro con los hermanos en la realidad más honda que es el mismo Jesucristo. Donde mejor se percibe lo que es la comunión es en la familia, en la iglesia doméstica, y después lo trasladamos a todas las realidades de vida comunitaria. La comunidad tiene un nombre: comunión, pues no hay comunidad cristiana sin comunión.

5. Cristianos en misión permanente. Viviendo la urgencia del mandato del Señor: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado». En la medida que conocemos más y mejor a Cristo, en la medida que nos convertimos, que lo seguimos, que vivimos la comunión, en esa misma medida, tenemos necesidad de compartir con otros la alegría de ser enviados a anunciar al Señor, es decir, a que sea vivo y palpable su amor, su servicio a los que más necesitan. La misión nos lanza a construir el Reino de Dios. Salir al mundo es nuestra tarea, pero salir no de cualquier manera, sino llevando siempre la persona de Cristo.