Los que caminan en tinieblas verán la luz - Alfa y Omega

Los que caminan en tinieblas verán la luz

«La santidad es decirle a un hombre armado que quiere matarme, a menos que diga que no soy cristiana, que creo en Jesucristo aunque pierda esta vida». Son palabras de una joven cristiana siria durante una catequesis. Llevan viviendo cinco años de guerra ininterrumpida, pero «es asombrosa la fuerza y la esperanza que tienen los sirios», dice sor María de Nazareth, religiosa argentina que vive desde hace ocho meses en un convento en Alepo. Ésta es la crónica de la vida de esta monja entre los escombros, los bombardeos, la muerte y la esperanza de un pueblo que anhela vivir en paz:

Cristina Sánchez Aguilar
En Alepo, el 17 de noviembre de 2014

La conversación telefónica con el convento de las Servidoras del Señor, en Alepo, se corta cada minuto. La hermana María de Nazareth, argentina de nacimiento, lo explica tranquila: «No tenemos luz, es un milagro que estemos hablando». Hace ocho meses que vive allí y sólo ha podido comunicarse una vez con su familia. Comparte misión con la Hermana Mariam Mahabba, egipcia –el nombre está en árabe y significa María de la Caridad–. Dos monjas en medio de los bombardeos. Alentada por la charla con esta redacción, la religiosa se afana en escribir una decena de páginas en las que vuelca todos sus recuerdos, miedos y esperanzas. Casi son una terapia. Los escribe a la luz del candil. De noche. De fondo, suenan estruendos de bombas y ambulancias. Escribirlas a ordenador y enviarlas por Internet son una odisea que dura días. Se titula: Sólo aquellos que caminan en tinieblas ven algún día las estrellas.

Los sirios caminan en tinieblas nada más pisar la calle. La hermana María de Nazareth recuerda el Alepo que conoció hace años, lleno de movimiento, «con calles cuidadosamente conservadas, con estudiantes de todo el mundo, llenos de ilusión. ¿Qué ha quedado de todo aquello?», se pregunta. Ahora, cuando sale del convento, «me impacta la cantidad de controles militares. Cada dos o tres cuadras, hay una pequeño puesto, con un puñado de soldados armados. Cada puesto está precedido de pilas de neumáticos a modo de trincheras, alambres de púas, grandes piedras cerrando las calles y zonas tomadas por donde ni siquiera se puede transitar». Las religiosas se han habituado, pero, reconoce, «no es normal».

En medio del destrozo, hay cientos de niños pidiendo limosna. Y largas filas de gente que acude a los centros públicos para llenar sus bidones con agua, que llega una vez a la semana. «Las tinieblas de la guerra han cubierto el cielo de Alepo, pero la gente tiene esperanza de que un día retorne a esta ciudad la paz y la armonía. Esperan que vuelva la sonrisa al rostro de sus niños. Esperan el día en que se vean libres del miedo y la tristeza de haberlo perdido todo», escribe la religiosa. Sólo aquellos que caminan en las tinieblas de Alepo, verán algún día las estrellas.

La hermana María de Nazareth y la Hermana Mariam Mahabba, en el desayuno diario con las estudiantes

Conversaciones después de Misa

La realidad de la guerra ha modificado la vida de la gente. «Los sirios han cambiado sus hábitos de vida: ahora han incorporado al día a día el dolor, la pérdida de los seres más queridos y de las cosas más valiosas. También se han acostumbrado a no tener acceso a las necesidades más básicas, como por ejemplo el agua. Y a saber que, a cada momento, su vida está en riesgo», cuenta. Cada domingo, a la salida de Misa, tienen un momento de encuentro con la gente. De esas conversaciones, María de Nazareth recuerda las frases más impactantes. Como la de un hombre que le contaba cómo cayó a su lado un proyectil: «Vi cómo morían algunas personas que estaban allí, a mi lado. Yo tuve la suerte de salir corriendo y evitar que me cayese encima». O la de una mujer que explica cómo en su casa han caído tres bombas, aunque nadie resultó herido. Sí el niño de 12 años de su vecina, al que vio morir.

Esta cercanía de la muerte invita a las religiosas a reflexionar con sus amigos: «Nos preguntamos cómo encararemos la muerte. Estar tan cerca nos despoja de nuestras mezquindades, destruye nuestros egoísmos, y aminora nuestros temores. La muerte puede ser despojada de su aspecto más terrorífico si nos preparamos para ella». Así, se van alumbrando pequeñas luces en medio de una terrible oscuridad.

La Hermana María de Nazareth y la Hermana Mariam Mahabba, con los más pequeños

El éxodo

Cuenta Mikel Ayestarán, en una crónica para el diario ABC, que más de la mitad de los cristianos sirios, o han muerto, o han escapado. Los que se quedan, lo hacen para cuidar de su casa, el único tesoro material que tienen en su vida. Pero, a estas alturas, afirma la monja, dudan hasta de custodiar su hogar. «No queremos abandonar nuestra patria. La amamos. Aquí hemos nacido y crecido. Pero mis hijos corren peligro de muerte a cada momento. ¿Qué podemos hacer?», preguntó un hombre a María de Nazareth.

Otros se preguntaron lo mismo antes. Por eso, la frontera está poblada de familias que intentan salir. Pero no es fácil, porque las tramitaciones de la documentación son prolongadas e inciertas. «Así que permanecen allí, con los niños, el equipaje y a la intemperie…, y vuelven a intentar salir un día, y otro, y otro. Otros intentan salir en embarcaciones poco seguras, y fallecen en medio del mar», explica la Hermana.

Conseguir salir tampoco es la solución a los problemas. «Muchos nos cuentan, desde otros países, que la acogida no es siempre como la que espera una persona que deja su país en guerra para tratar de salvar la vida», recalca. Ya lo decía el Papa Francisco cuando visitó el centro Astalli de refugiados, en Roma: «Cuántas veces se ven obligados a vivir situaciones adversas, en ocasiones con un trato denigrante, y sin la posibilidad de iniciar una vida digna». Así le ocurrió a una madre de familia cuyo esposo perdió su trabajo porque un bombardeo destruyó la fábrica en la que trabajaba. Ahora viven en un campo de refugiados de Líbano. Sus hijos no pueden dormir, y tiene que medicarlos.

La hermana María de Nazareth (a la derecha) y la Hermana Mariam Mahabba, visitando una familia

¿Qué es la santidad?

Es la pregunta que hicieron las religiosas, hace unas semanas, en la catedral del Niño Jesús en Alepo, durante un encuentro con jóvenes. «La santidad es decirle a un hombre armado que quiere matarme, a menos que diga que no soy cristiana, que lo soy, que creo en Jesucristo aunque pierda esta vida», dijo una chica. «La santidad es entregar la vida por predicar el Evangelio, para que los hombres, conociendo a Jesucristo, puedan salvarse», añadió otro.

Para la religiosa, «es asombroso el ánimo y la fuerza que los jóvenes muestran ante las dificultades». Y pone como ejemplo las chicas que llegan, desde distintos puntos de Siria, hasta Alepo para estudiar en la universidad. Viven en el Colegio Mayor anexo a la catedral. «Esta semana han regresado las jóvenes, para intentar mantener la normalidad en sus vidas», con todo el riesgo que esto conlleva. Tardan más de 20 horas en hacer un trayecto que, en tiempos normales, duraría dos horas. Y luego «no pueden volver a casa en mucho tiempo. Tampoco pueden comunicarse con sus familias fácilmente, porque hay incluso meses enteros que estamos sin teléfono ni Internet», escribe sor María de Nazareth. Por eso, cuando hay enfrentamientos en los pueblos, las estudiantes sufren muchísimo. Porque no hay manera de llamar a su casa y saber cómo está su familia.

También es duro estudiar sin luz. «En el mejor de los casos, tenemos dos horas de electricidad al día, y no en un horario fijo. Así que tienen una pequeña vela en la habitación. Pero después de un día lleno de tensión, es difícil concentrarse», afirma la religiosa. Eso sin contar con el trasfondo de tiroteos, explosiones, sirenas de ambulancia y policía. Realmente, añade, los jóvenes «que quieren estudiar y concluir una carrera en este país, deben tener un gran ánimo y una decidida voluntad».

En su escrito, la religiosa reflexiona sobre el ejemplo que suponen para ella estos chicos: «Me hacen pensar mucho, porque veo que tienen esperanza en el alma, que no se sienten cansados, que ven el mal pero no se detienen en él. Nunca dicen que no se puede hacer nada, que todo está perdido, sino que aspiran a subir más alto. Estos jóvenes, con esfuerzo, valor, sacrificio e incluso heroísmo, se entregan a su familia, a su tierra, a Dios. No se quejan, ni se dejan caer impotentes en el sofá. Son jóvenes con un ideal». Otra luz en medio de la tiniebla.

La hermana María de Nazareth y la Hermana Mariam Mahabba, en el hospital

Por qué estoy aquí

«Hasta la gente local nos pregunta por qué estamos aquí, si ellos se quieren ir», afirma María de Nazareth, que, meditando sobre su estancia en medio de la guerra, explica que su decisión de quedarse es libre y deseada: «es un don de Dios. Tenemos la gracia de servir con nuestra consagración a aquellos que Dios a escogido para que compartan de un modo muy especial y palpable la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Tenemos la dicha de estar cerca de ellos, de acompañarlos».

Durante su estancia allí, también experimentan la impotencia: «Es constante el dolor profundo del prójimo, que sólo podemos escuchar sin poder muchas veces remediar las pérdidas, los desconsuelos, el sufrimiento». Se comparte la cotidianeidad. Las tensiones ante los tiroteos diarios. La incertidumbre. El riesgo. Las despedidas de quienes se marchan. Y también la alegría ante las cosas sencillas: «Hoy me he sorprendido a mí misma festejando con ellos que teníamos tres horas de electricidad, o agua dos veces en una semana».

Finalmente, la hermana reconoce vivir, de un modo muy cercano, las palabras del Evangelio: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Afirma anhelar «estar al lado de las almas que sufren, para brindar una palabra de consuelo, la compañía de alguien que comprende su dolor. Ésta es la misión de la Iglesia en la tierra: estar al lado de sus hijos, mostrar el rostro maternal de Dios, que no olvida a ninguno».