Tras las huellas del Buen Pastor - Alfa y Omega

Cuanto más pienso en la situación de los hombres de nuestro tiempo y de nuestra Iglesia, más fuerza adquiere para mí la misión que tan bellamente describe Juan al hablar del Buen Pastor. Hay además dos textos del Concilio Vaticano II que nos hacen entender mejor aún esta imagen y que debemos aplicar a la Iglesia entera. Uno dice así: «Incumbe a la Iglesia por mandato divino ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio a toda criatura». Y el otro incide en que «la Iglesia entera es misionera, la obra de la evangelización es un deber fundamental del Pueblo de Dios». Esta constatación de que la Iglesia es enviada y tiene el mandato de evangelizar a todo el mundo, tiene que despertar en todos los creyentes una doble convicción: primero, que la misión, la evangelización, nunca es un acto aislado, es profundamente eclesial; y segundo, que si evangelizamos en nombre de la Iglesia cada uno de nosotros, lo hacemos en virtud del mandato del Señor, pero no somos dueños absolutos de la acción evangelizadora.

La imagen del pastor con la que Nuestro Señor Jesucristo explica su misión, tiene una historia muy anterior. Se utiliza esta figura del pastor en el antiguo Oriente y por supuesto en el Antiguo Testamento en el que Dios mismo se presenta como el gran Pastor de Israel. El gran discurso del Buen Pastor no comienza como podemos contemplar, con la afirmación de «Yo soy el Buen Pastor», sino con otra imagen muy diferente: «en verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas». Y en el inicio del discurso había dicho: «en verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido». Aquí está la pauta para todos los que formamos parte de la Iglesia: descubrir, sentir, vivir, asumir, acoger, entrar en comunión con Jesucristo, que es la puerta verdadera. Y nunca podremos anunciar el Evangelio ni realizar la misión sin vivir de esta convicción fundamental, hecha vida en cada uno de nosotros. Vivir de otra manera nos convierte en ladrones y salteadores.

Quien se ha encontrado con Jesucristo descubre que estar al lado de los hombres sin realizar la misión misma de Jesucristo es un robo, un deshacer la dignidad de quienes comparten nuestra vida, es ser salteador de la vida humana, que es lo más sagrado que existe, pues ha sido creada por Dios y constituida a su imagen y semejanza. De tal manera que destruir al hombre es, de alguna manera, destruir su imagen más preciada. Como se subraya en Redemptor hominis, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor […] revela plenamente el hombre al mismo hombre. […] En el misterio de la Redención el hombre es “confirmado” y en cierto modo es nuevamente creado. [… ] La Iglesia que no cesa de contemplar el conjunto del misterio de Cristo, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo».

Una pauta para todos

En la imagen del Buen Pastor está la pauta para los pastores de su rebaño, los sacerdotes, y para todos los consagrados y laicos que formamos la Iglesia:

1. Para los pastores, para los sacerdotes, tiene una fuerza especial la página del Evangelio en la que el Señor confía a Pedro la misma tarea de pastor que pertenece a Jesús. Pedro es designado claramente pastor de las ovejas de Jesús, pero para este empeño tiene que entrar por la puerta: «¿Me amas?». Es esta pregunta la que le hace ser una sola cosa con Jesús. Unido a Jesús en el amor, llega a los hombres por la puerta, le escuchan porque escuchan la voz del mismo Jesús. Y la escena acaba con el Señor diciéndole: «Sígueme». Estamos invitados a tomar conciencia de este deber de realizar la misión como el Buen Pastor más que cualquier otro miembro de la Iglesia, porque esto es lo que constituye la singularidad de nuestro ser y de nuestro servicio. Elegidos para proclamar con autoridad la Palabra de Dios, para reunir al Pueblo de Dios disperso, para alimentar a este Pueblo con los signos de la acción de Cristo que son los sacramentos.

2. Pero también tiene una fuerza especial y singular esta página del Evangelio para los miembros de la vida consagrada: religiosos, religiosas, miembros de institutos seculares y de sociedades de vida apostólica. Los consagrados tenéis un medio privilegiado de evangelización y de dar rostro al Buen Pastor. Sed puerta para que todos los hombres lo conozcan en su ser más íntimo y más profundo. Encarnáis la Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas, sois signo de total disponibilidad para con Dios, para con la Iglesia y para con los hermanos. Por vuestra consagración tan singular os vemos en la vanguardia de la evangelización, afrontando hasta el riesgo de vuestra propia vida. El fundamento de la vida consagrada siempre hemos de buscarlo en la especial relación que Jesús estableció en su vida terrena con algunos discípulos, a quienes invitó no solamente a acoger el Reino de Dios en su vida, sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa. Esto es posible gracias a una especial vocación y gracias a un don peculiar del Espíritu Santo.

3. Y qué fuerza tiene esta página del Evangelio en la vida de los seglares cristianos, que sois la mayoría en la Iglesia. Vuestra vocación específica os coloca en el corazón del mundo y en las más variadas tareas temporales. Ahí, en medio, realizáis la evangelización y la misión de la Iglesia, aproximáis el rostro del Buen Pastor. Vuestro trabajo primero e inmediato es poner en práctica todas las posibilidades cristianas evangélicas en las cosas del mundo: en la política, lo social, la economía, la cultura, las ciencias y las artes, la vida internacional, y los medios de comunicación social, así como también en otras realidades abiertas a la evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, o el sufrimiento. En todos estos lugares tiene que hacerse presente el rostro del Buen Pastor. ¡Qué alegría ver cada día más seglares impregnados del Evangelio, responsabilizándose de estas tareas, comprometiéndose claramente con ellas, promoviendo estos compromisos!

En la exhortación apostólica Christifidelis laici, el Papa san Juan Pablo II se hace esta pregunta: «Pero ¿cuál es el rostro actual de la tierra y del mundo en el que los cristianos han de ser sal y luz?». Y da algunas respuestas y líneas que sobresalen en nuestra cultura: a) El grave fenómeno del secularismo y la aspiración y necesidad de lo religioso; b) Las violaciones que se dan en la persona humana cuando no es reconocida y amada como imagen de Dios viviente; c) La imposibilidad de aniquilar la sacralidad de la persona humana y el sentido cada día más hondo de su dignidad personal; d) La conflictividad de la humanidad; e) La conciencia cada día más grande de los cristianos, de que la Iglesia es enviada por el Señor como «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1).