Gracias por su vida, entrañable y fecunda - Alfa y Omega

Gracias por su vida, entrañable y fecunda

El 17 de octubre se cumplen 100 años del nacimiento de Albino Luciani, Juan Pablo I, Papa de un pontificado tan breve como decisivo. Le bastaron 33 días como sucesor de Pedro para enseñar que el amor cristiano es la única fuerza «capaz de construir una Humanidad más fraterna», y de que «sólo un testimonio de alegría encarnada puede rescatarnos de la desesperanza mortal», en un siglo que ha estado gangrenado por las ideologías. Teresa Gutiérrez de Cabiedes le ha escrito esta carta al Papa Luciani

Teresa Gutiérrez de Cabiedes
Foto bien expresiva del Papa Luciani: Juan Pablo I.

Ilustrísimo Señor: el 17 de octubre cumple usted cien años. Y hay gente por todo el planeta dispuesta a celebrarlo. ¿Quién imaginaba, cuando la matrona le bautizó, a los pocos minutos de nacer en un pueblo alpino, que ese bebé, que parecía que iba a morirse, sería sucesor de Pedro? Dios le libró milagrosamente de la muerte, porque necesitaba su vida para hacer un gran regalo al mundo.

Acabo de releer el libro que colecciona sus cartas a Ilustrísimos señores, personajes tan insignes y dispares como Teresita de Lisieux, Pinocho o Fígaro el Barbero. Es curioso que, en su día, le reprocharan no haber escrito una misiva a Jesucristo. Pero, más aún, sorprende su confesión, en la posterior Carta a Jesús: «Tú lo sabes. Yo me esfuerzo por mantener contigo un diálogo continuo. Pero traducido en carta me resulta difícil: son cosas personales». Se explica que su pontificado, de sólo treinta y tres días, fuese tan breve como decisivo. Cuando Dios encuentra un corazón que se abandona totalmente en sus manos, no necesita mucho tiempo para derrochar su cariño eterno.

Por eso, aprovecho para darle gracias por su vida entrañable y fecunda. Seguramente usted nunca hubiera imaginado que iba a ser protagonista de una superproducción de la RAI, seguida por millones de telespectadores en todos los rincones de la tierra. Recogiendo el eco popular, que le bautizó como el Papa de la sonrisa, el largometraje se tituló La sonrisa de Dios. En un siglo gangrenado por las ideologías, desangrado por dos guerras mundiales, sólo un testimonio de alegría encarnada podía rescatarnos de la desesperanza mortal.

Un cónclave brevísimo le obligó a abandonar el Patriarcado de Venecia para convertirse en pastor de la Iglesia universal. Y desde el primer gesto hizo obvio que el Papa no es un emperador, sino el párroco del mundo. Su sucesor Benedicto XVI nos habló con admiración de su legado: «Maestro de verdad y catequista apasionado, recordaba a todos los creyentes, con la fascinante sencillez que le caracterizaba, el compromiso y la alegría de la evangelización, subrayando la belleza del amor cristiano, única fuerza capaz de derrotar a la violencia y de construir una Humanidad más fraterna». La humildad, vivida como lema, no necesita sillas gestatorias ni tiaras ni plurales mayestáticos. Usted demostró que sólo la humildad garantiza una autoridad genuina y, por ello, imbatible. El hijo de inmigrantes hizo que muchos retornaran al hogar de la Madre Iglesia.

¡Ay, Santidad, si levantase la cabeza! No sé si se reiría, o le reventaría el corazón de pena. Usted pidió a la Iglesia un espectáculo de unidad, pero padeció la desunión con la que el diablo intenta hacer fracasar a la familia de Jesús. También hoy algunos escándalos manchan el rostro de la esposa de Cristo, las guerras y la pobreza siguen asolando al mundo y no hemos perdido la afición a transformar el soplo del Espíritu Santo en huracanes posconciliares. El testimonio evangélico que usted protagonizó se hace urgente: precisamos un año consagrado para redescubrir la fe, como encuentro personal e íntimo con Jesucristo. Lo bueno es que nuestra miseria nos obliga con mayor necesidad a mirar la grandeza de Dios.

Debo despedirme por ahora. Pero no quiero dejar de felicitarle. Por su cumpleaños; y por asumir que su vida era la semilla que tiene que morir para dejar crecer un árbol. A juzgar por el Papa que eligió su mismo nombre, usted fue un grano de trigo divino. Al fin y al cabo, el Dios de la Providencia no conoce la casualidad.