Firme condena del Papa por la «matanza perpetrada» en Somalia - Alfa y Omega

Firme condena del Papa por la «matanza perpetrada» en Somalia

Francisco ha asegurado su oración por los más de 300 fallecidos. Previamente, durante la catequesis de la audiencia general, el Santo Padre ha reflexionado sobre la muerte y la esperanza cristiana

José Calderero de Aldecoa
Foto: REUTERS/Tony Gentile

El Papa ha expresado su «más firme condena» y su «dolor» por el atentado terrorista perpetrado en Mogadiscio, Somalia, que de momento ha causado más de 300 muertos y en el que otras 300 personas han resultado heridas. Esta «matanza», ha añadido, «se ensaña sobre una población ya tan probada». Asimismo, Francisco ha asegurado su oración «por los difuntos y por los heridos, por sus familiares y por todo el pueblo de Somalia».

El Santo Padre ha hecho estas declaraciones al final de la audiencia general celebrada este miércoles en la plaza de San Pedro. En ellas, también ha implorado «la conversión de los violentos» y ha pedido «aliento para cuantos, con enormes dificultades, trabajan por la paz en aquella tierra martirizada».

La esperanza frente a la muerte

Previamente, durante la catequesis, el Pontífice ha reflexionado sobre la muerte y la ha confrontado con la virtud cristiana de la esperanza.

Para Francisco, la muerte es «una realidad que nuestra civilización moderna tiende cada vez más a cancelar». Tanto es así, ha asegurado, «que cuando llega no estamos preparados». Incluso «estamos privados de un alfabeto adecuado para esbozar palabras de sentido».

Al contrario, el Papa ha invitado a los cristianos a no mirar con miedo este trance porque, al final de nuestros días, «Jesús nos tomará de la mano y nos dirá: “Ven, ven conmigo, levántate”». También ha instado a confiar en Jesús, porque como «Él dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá».

De este modo, ha concluido, «para todos nosotros» la muerte «será una gracia, cuando esta luz del encuentro con Jesús nos ilumine».

Texto completo de la catequesis del Papa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera poner en contraste la esperanza cristiana con la realidad de la muerte, una realidad que nuestra civilización moderna tiende siempre más a cancelar. Tanto así que, cuando la muerte llega, para quien nos está cerca o para nosotros mismos, no nos encontramos preparados, privados incluso de un «alfabeto» adecuado para esbozar palabras de sentido en relación a su misterio, que de todos modos permanece. Y sin embargo los primeros signos de civilización humana han transitado justamente a través de este enigma. Podríamos decir que el hombre ha nacido con el culto a los muertos.

Otras civilizaciones, antes de la nuestra, han tenido la valentía de mirarla en la cara. Era un acontecimiento narrado por los viejos a las nuevas generaciones, como una realidad ineludible que obligaba al hombre a vivir para algo de absoluto. Recita el salmo 90: «Enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría» (v. 12). Contar los propios días como el corazón se hace sabio. Palabras que nos conducen a un sano realismo, expulsando el delirio de omnipotencia. ¿Qué cosa somos nosotros? Somos «casi nada», dice otro salmo (Cfr. 88,48); nuestros días transcurren velozmente: si viviéramos incluso cien años, al final nos parecerá que todo haya sido un soplo. Tantas veces yo he escuchado a los ancianos decir: «La vida se me ha pasado como un soplo».

Así la muerte pone al desnudo nuestra vida. Nos hace descubrir que nuestros actos de orgullo, de ira y de odio eran vanidad: pura vanidad. Nos damos cuenta con tristeza de no haber amado lo suficiente y de no haber buscado lo que era esencial. Y, por el contrario, vemos lo que verdaderamente bueno hemos sembrado: los afectos por los cuales nos hemos sacrificado, y que ahora nos sujetan la mano.

Jesús ha iluminado el misterio de nuestra muerte. Con su comportamiento, nos autoriza a sentirnos dolidos cuando una persona querida se va. Él se conmovió «profundamente» ante la tumba de su amigo Lázaro, y «lloró» (Jn 11,35). En esta actitud, sentimos a Jesús muy cerca, nuestro hermano. Él lloró por su amigo Lázaro.

Y entonces Jesús pide al Padre, fuente de la vida, y ordena a Lázaro salir del sepulcro. Y así sucede. La esperanza cristiana recurre a esta actitud que Jesús asume contra la muerte humana: si ella está presente en la creación, pero ella es un signo que desfigura el diseño de amor de Dios, y el Salvador quiere sanarla.

En otro pasaje los evangelios narran de un padre que tenía una hija muy enferma, y se dirige con fe a Jesús para que la salve (Cfr. Mc 5,21-24.35-43). Y no existe una figura más conmovedora de aquella de un padre o de una madre con un hijo enfermo. Y enseguida Jesús se dirige con aquel hombre, que se llamaba Jairo. A cierto momento llega alguien de la casa de Jairo y le dice que la niña está muerta, y no hay más necesidad de molestar al Maestro. Pero Jesús dice a Jairo: «No temas, basta que creas» (Mc 5,36). Jesús sabe que este hombre está tentado de reaccionar con rabia y desesperación, porque ha muerto la niña, y le pide custodiar la pequeña llama que está encendida en su corazón: fe. «¡No temas, sólo ten fe!». «¡No tengas miedo, continúa solamente teniendo encendida esa llama!». Y después, llegados a la casa, despierta a la niña de la muerte y la restituirá viva a sus seres queridos.

Jesús nos pone sobre esta «cima» de la fe. A Marta que llora por la desaparición del hermano Lázaro presenta la luz de un dogma: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». (Jn 11,25-26). Es lo que Jesús repite a cada uno de nosotros, cada vez que la muerte viene a arrancar el tejido de la vida y de los afectos. Toda nuestra existencia se juega aquí, entre el lado de la fe y el precipicio del miedo. «Yo no soy la muerte, dice Jesús, yo soy la resurrección y la vida, ¿crees tú esto?, ¿crees tú esto?». Nosotros, que hoy estamos aquí en la Plaza, ¿creemos en esto?

Somos todos pequeños e indefensos ante el misterio de la muerte. ¡Pero, que gracia si en ese momento custodiamos en el corazón la llama de la fe! Jesús nos tomará de la mano, como tomó de la mano a la hija de Jairo, y repetirá todavía una vez: «Talitá kum», «¡Niña, levántate!» (Mc 5,41). Lo dirá a nosotros, a cada uno de nosotros: «¡Levántate, resurge!». Yo los invito, ahora, tal vez a cerrar los ojos y a pensar en aquel momento: de la nuestra muerte. Cada uno de nosotros piense a su propia muerte, y se imagine ese momento que llegará, cuando Jesús nos tomará de la mano y nos dirá: «Ven, ven conmigo, levántate». Ahí terminará la esperanza y será la realidad, la realidad de la vida. Piensen bien: Jesús mismo vendrá a cada uno de nosotros y nos tomará de la mano, con su ternura, su humildad, su amor. Y cada uno repita en su corazón la palabra de Jesús: «¡Levántate, ven. Levántate, ven. Levántate, resurge!».

Esta es nuestra esperanza ante la muerte. Para quién cree, es una puerta que se abre completamente; para quién duda es un resquicio de luz que filtra de una puerta que no se ha cerrado del todo. Pero para todos nosotros será una gracia, cuando esta luz, del encuentro con Jesús, nos iluminará. Gracias.

Traducción del italiano: Renato Martinez / RV