No por nostalgia, sino por el futuro - Alfa y Omega

Hace unos días el cardenal Stanislaw Dziwisz, propuso proclamar como nuevo patrono de Europa a san Juan Pablo II. No es un secreto la devoción que su antiguo secretario siente por el Papa Wojtyla, pero la verdad es que hay razones de peso para esta propuesta. Todo el mundo reconoce que Europa, en general, y las instituciones de la Unión, en particular, atraviesan un complejo momento de crisis. En un discurso pronunciado en el Santuario de Czestokowa, el cardenal Dziwisz ha enumerado algunos elementos de esa crisis, como la caída demográfica, la debilidad de la familia, los problemas ligados a las migraciones, el escepticismo y la crisis cultural… y ha afirmado que para afrontar estos desafíos, a Europa no le bastan sus propias fuerzas, necesita la ayuda del Cielo y el ejemplo de los santos.

No es que Europa ande mal servida de protectores celestes, de eso se encargó el propio Juan Pablo II, que en un primer momento decidió flanquear al gran Benito de Nursia con los hermanos Cirilo y Metodio, integrando así al pulmón eslavo en el patronazgo. Después quiso completar esa corona con tres mujeres excepcionales: Catalina de Siena, Brígida de Suecia y Edith Stein. Así añadía una referencia al mundo escandinavo y otra al testimonio indómito de la fe frente al totalitarismo. Pero se ve que Europa es testaruda y cerril, y si hay un santo reciente, contemporáneo, que la ha conocido, pensado y amado, ese es, desde luego, san Juan Pablo II.

Muchas veces decimos que no basta con discursos verdaderos, que es necesario encontrar esas verdades vivas y encarnadas. Karol Wojtyla ha sido realmente un testigo en el que palabra, gesto, historia y acción, han mostrado una elocuente unidad. Los españoles de mi generación llevamos impreso en la memoria su histórico discurso en la catedral de Santiago de Compostela, anticipándose a la caída del comunismo, pero también a muchas cosas que suceden ahora mismo. Con aquella voz potente y cálida, el primer papa eslavo de la historia pidió a Europa que fuera ella misma, que avivase sus raíces y reviviese los auténticos valores que hicieron preciosa su historia, y benéfica su presencia en otros continentes. Pero esa misma voz se alzó también en la plaza de los mártires de Varsovia, y en los Campos Elíseos de París, en Londres y en Berlín, o en una Praga que estrenaba libertad tras el triunfo de la Revolución de terciopelo.

En 1997, aquel Papa que había creído contra toda esperanza en una Europa unida del Atlántico a los Urales tuvo la audacia de advertir desde Gniezno, cuna histórica de Polonia, que «no habrá unidad en Europa hasta que no se funde en la unidad del espíritu» y de anticipar que «el muro que se alza hoy en los corazones, el muro que divide a Europa, no será derribado si no se vuelve al Evangelio, pues sin Cristo no es posible construir una unidad duradera». Y para eso trazó un camino que bien podríamos identificar como el de una Iglesia en salida: «que numerosos testigos fieles del Evangelio comiencen de nuevo a recorrer nuestro continente; que las obras de arquitectura, de literatura y de arte muestren de modo convincente al hombre de hoy, a Aquel que es «el mismo ayer, hoy y siempre»; que en la liturgia celebrada por la Iglesia los hombres vean cuán hermoso es dar gloria a Dios; que descubran en nuestra vida un testimonio de misericordia cristiana, de amor heroico y de santidad».

Tenemos un santo a la mano, uno de los nuestros que ha sido protagonista y promotor de la unidad europea, pero que también advirtió que si no revivimos nuestro origen, si damos la espalda a la fuente que nos ha hecho ser lo que somos, Europa volverá a la fragmentación, al cinismo y a la violencia. Doctores tiene la Iglesia, y ya veremos si finalmente la petición de Dziwisz es acogida, pero en todo caso podemos empezar releyendo algunos de aquellos discursos, tan impresionantes y tan actuales, y sobre todo podemos pedir que ilumine a los líderes de esta vieja y querida Europa… y a todos nosotros.