El Papa: «No existe una sola persona a la que le sea prohibida la gracia» - Alfa y Omega

El Papa: «No existe una sola persona a la que le sea prohibida la gracia»

«Cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan largamente a las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!», ha dicho Francisco durante la catequesis de la audiencia general

José Calderero de Aldecoa
Foto: AFP Photo/Andreas Solaro

La única vez que aparece la palabra «paraíso» en el Evangelio es cuando Jesús está a punto de completar la obra de la redención. La pronuncia en la cruz y la pronuncia dirigida a «un pecador, para abrirle también a él las puertas de su reino», ha dicho el Papa en la catequesis de este miércoles, la última que Francisco ha dedicado al tema de la esperanza.

Esto es interesante, ha continuado el Pontífice, porque el ladrón «no tenía obras de bien para hacer valer, no tenía nada». Solo «se encomienda a Jesús, que lo reconoce como inocente. Ha sido suficiente esta palabra de humilde arrepentimiento, para tocar el corazón de Jesús».

Para el Santo Padre esta escena «recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor».

Pero no es solo una escena del pasado, «este milagro se repite numerosas veces en las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones», ha asegurado el Papa. «No existe una sola persona, que haya vivido mal, a la que le quede solo la desesperación y le sea prohibida la gracia», ha añadido.

Se repite también al final de la vida de cada persona. «Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías. […] Y cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan largamente a las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!».

El paraíso es el abrazo con Dios

«El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros».

Antes de concluir, Francisco ha asegurado que «si creemos esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos incluso esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza. Quien ha conocido a Jesús, no teme más nada».

Texto completo de la catequesis del Papa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza cristiana, que nos ha acompañado desde el inicio de este año litúrgico. Y concluiré hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.

«Paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, dirigido al buen ladrón. Detengámonos un momento en esta escena. En la cruz, Jesús no está sólo. Junto a Él, a la derecha y a la izquierda, están dos malhechores. Tal vez, pasando delante de esas tres cruces izadas en el Gólgota, alguien exhaló un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia condenando a muerte a gente así.

Junto a Jesús esta también un reo confeso: uno que reconoce haber merecido aquel terrible suplicio. Lo llamamos el «buen ladrón», el cual, oponiéndose al otro, dice: nosotros recibimos lo que hemos merecido por nuestras acciones (Cfr. Lc 23, 41).

En el Calvario, ese viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Ahí se realiza lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente: «fue contado entre los culpables» (53, 12; Cfr. Lc 22, 37).

Es ahí, en el Calvario, que Jesús tiene la última cita con un pecador, para abrirle también a él las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la única vez que la palabra «paraíso» aparece en los evangelios. Jesús lo promete a un «pobre diablo» que en la madera de la cruz ha tenido la valentía de dirigirle el más humilde de los pedidos: «Acuérdate de mí cuando entraras en tu Reino» (Lc 23, 42). No tenía obras de bien por hacer valer, no tenía nada, sino se encomienda a Jesús, que lo reconoce como inocente, bueno, así diverso de él (v. 41). Ha sido suficiente esta palabra de humilde arrepentimiento, para tocar el corazón de Jesús.

El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite numerosas veces: no existe una persona, por cuanto haya vivido mal, al cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia. Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había detenido a orar al final del templo (Cfr. Lc 18, 13). Y cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan largamente a las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!

Dios es Padre, y hasta el último espera nuestro regreso. Y al hijo prodigo que ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le cierra la boca con un abrazo (Cfr. Lc 15, 20). ¡Este es Dios: así nos ama!

El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él existe el frío y las tinieblas. A la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: «Acuérdate de mí». Y aunque no existiese nadie que se recuerde de nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros. Quiere llevarnos al lugar más bello que existe. Quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que existe en nuestra vida, para que nada se pierda de lo que ya Él había redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros tiene todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones de una entera vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en el amor.

Si creemos en esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos incluso esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza. Quien ha conocido a Jesús, no teme más nada. Y podremos repetir también nosotros las palabras del viejo Simeón, también él bendecido por el encuentro con Cristo, después de una entera vida consumida en la espera: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación» (Lc 2, 29-30).

Y en ese instante, finalmente, no tendremos más necesidad de nada, no veremos más de manera confusa. No lloraremos más inútilmente, porque todo es pasado; incluso las profecías, también el conocimiento. Pero el amor no, es lo que queda. Porque «el amor no pasará jamás» (Cfr. 1 Cor 13, 8).

Traducción del italiano: Renato Martinez / RV