Nos importa la ciudad - Alfa y Omega

Los encendidos debates de estas semanas sobre las soluciones jurídico-políticas más justas y adecuadas para abordar el intento de secesión en Cataluña, que han implicado también a personalidades e instituciones eclesiales, me han recordado unas palabras de Joseph Ratzinger en la conclusión de su libro Fe, verdad y tolerancia, una verdadera joya para orientarnos en el turbulento momento histórico que atravesamos.

En ese texto Ratzinger sitúa la cuestión de la política para el cristiano en sus justos términos: ni utopía ni desentendimiento de la ciudad común. Comienza con una afirmación llena de realismo y de claro sabor agustiniano: «En el curso de nuestra historia no existirá nunca un estado absolutamente ideal y nunca podrá establecerse un ordenamiento definitivo de la libertad». Dichos ordenamientos siempre serán relativos pero, al mismo tiempo, advierte que «debemos esforzarnos por llegar a la máxima aproximación a lo que es verdaderamente justo». En esa tensión se mueve siempre el noble intento de la política. Para un cristiano esto significa desechar siempre la sacralización de la política, no poner nunca en ella la esperanza de la salvación. Pero también significa rechazar un espiritualismo que se desentienda de la tarea de conseguir el bien posible en cada circunstancia histórica.

Algunas imágenes dibujan este momento de pleamar de la cultura del 68 como una llanura plagada de escombros en la que solo nos quedaría a los cristianos la tarea de testimoniar la fe, abandonando el intento de participar en cualquier debate cultural y político. De nuevo Ratzinger nos abre el horizonte al señalar que «en la historia habrá siempre altibajos… y que, en cada presente concreto, nuestra tarea consistirá en luchar por conseguir la constitución relativamente mejor de la existencia humana, en conservar el bien que se haya conseguido, defendiéndonos contra la irrupción de los poderes de la destrucción». Testimoniar la fe, ¡sí, siempre!, también mientras nos implicamos con otros hombres que buscan y esperan, que se oponen a la prepotencia del mal y desean construir una ciudad mejor, hasta donde se pueda. Conscientes de que la ley no cambia el corazón del hombre ni puede ofrecerle felicidad y sentido, pero sí puede proteger frente al caos y generar un espacio en el que el testimonio de la fe sea más libre y capaz de generar obras para bien de todos. Por cierto, eso es lo que hicieron también los cristianos de la época benedictina.