El cielo de la madre Gertrudis - Alfa y Omega

El cielo de la madre Gertrudis

Cuando la madre Gertrudis terminaba de comer, poco, porque aún no sé de qué se alimentaba, en sus frecuentes visitas a la casa de don Carlos, siempre le pedía un rato de conversación, a solas, para llenarse de Dios. Entonces, yo hacía mutis por el foro hacia la capilla del palacio episcopal y pensaba cómo sería el día en que no estuviera la madre Gertrudis. Ese día llegó

José Francisco Serrano Oceja
Junio de 2010: Madre Gertrudis. Foto: V. Gutiérrez/AVAN

Un lunes. Pero no un lunes cualquiera. El primer lunes de este pasado mes de agosto. A eso de la media tarde, como ocurría con frecuencia, sonó el teléfono. La Madre Gertrudis, me chiva la pantalla. «Madre, ¿cómo está?», pregunto. Y ella, sin oírme, comienza la conversación como hacía siempre, con una exclamación de mi nombre que me sonaba a pura llamada del Evangelio.

Preguntar a la Madre Gertrudis por su salud era como hacer un brindis al sol. Porque la única pregunta que aceptaba la Madre era la pregunta por Dios y por sus niños. Dios, «que nunca se queda con nada», como ella decía; sus niños, su colegio. Cada llamada era una novedad, y en no menor medida, una sorpresa. Esa novedad del cristianismo que no se expresa con dialécticas, sino a través del amor. La conversación con la Madre Gertrudis era sobre los temas de siempre, que son los temas que de verdad importan.

Lunes, 4 de agosto. Ese lunes. «José Francisco, ¿has hablado ya con don Carlos?» Una pregunta añadida a las preocupaciones últimas de la Madre Gertrudis, de esa Madre Teresa de Calcuta que tenía Valencia, de la monja de los gitanos; una pregunta que nunca se le olvidaba en nuestras últimas conversaciones. «Madre, don Carlos ya está en los Cursos de verano de la Universidad Católica de Valencia. Pero no se preocupe, que el domingo próximo iré a la toma de hábito de dos nuevas religiosas carmelitas en Torrelavega, y cuando esté con don Carlos le prometo que la llamamos». Un silencio en el teléfono. «José Francisco, ha pasado ya demasiado tiempo». Cuando la Madre Gertrudis te decía la verdad no te dolía, pero te dejaba desnudo. Es esa forma que tienen los santos de meter el dedo en llaga del sentido. «Madre, no se preocupe, que la llamamos».

La Madre nunca decía que te conocía, sino que te tenía calado. Su lenguaje era una extraña mezcla del habla de la santidad con la jerga de los gitanos. No sabía de cumplidos, porque lo que tenía que decirte era lo que necesitas, aunque hiriera en los oídos. Era la diplomacia que un día aprendió entre los pobres de las Villas Miseria de su Buenos Aires querido, cuando tocaba el órgano en su comunidad como los ángeles y enseñaba música y tangos.

La Madre Gertrudis con monseñor Carlos Osoro. Foto: AVAN

Miércoles, 6 de agosto. Llamada inusual de un número desconocido. «Paco, soy Francisco Nemesio, de Valencia. Se han encontrado esta mañana muerta a la Madre en su habitación». En ese instante, me dí cuenta de que ya no volvería a oír la voz de la Madre Gertrudis. Sin despedidas, sin sufrimiento, en silencio, sin darme tiempo a hablar con don Carlos y resolver esa preocupación ya última, sin haberle hecho el regalo de aquella prometida llamada. Ahí entendí que la Madre no me había hablado, en estos años, de los problemas del colegio, de las familias gitanas, de la burocracia educativa, algo que nunca comprendió, o de las necesidades económicas del colegio. Me había estado hablando de Dios, de la pura Providencia, del misterio del amor de una vida conformada por la fe más sencilla, pero más profunda que he conocido, y de la experiencia de los pobres, que nos hablan el lenguaje del amor de Dios sin discursos. Ya está, la Madre, a la que no se le escapaba nada, había oído la llamada de Jesucristo, y había visto cómo su Virgen, la Majaría Calí, la Virgen Gitana, le había guiñado eternamente el ojo. Como ella solía decir cuando se encontraba con una situación humanamente irresoluble. «No te preocupes, hijo, que ya le he guiñado un ojo a la Majarí Calí».

Jueves, 7 de agosto. Funeral de la Madre Gertrudis en el santuario de San José de la Montaña, en Valencia. Por primera vez en mucho tiempo, siento paz. La Madre Gertrudis, que sabía de las turbulencias de la vida y que siempre nos repetía que lo único que necesitamos es a Dios, nos quiere alegres. La Madre, seguro, ya está montando una romería gitana en el cielo. Se habrá abrazo al tío Juan y le habrá enseñado, desde el cielo, con monseñor José María García Lahiguera a su lado, su colegio de Torrent. El cielo de la Madre Gertrudis… ¿Cómo es?, me he preguntado. Creo que tengo la respuesta: su mundo interior compartido en el exterior de la presencia de Dios. Un mundo trascendido y trascendente, de mirada limpia y de palabra, a veces dura y a veces confortante, de esa alegría con la que viven quienes no tienen nada y lo esperan todo.

Apasionada de la información de la vida de la Iglesia, su amor a los Papas, a su santo Juan Pablo II, al Papa Benedicto, al que los niños gitanos escribían en alemán largas cartas de amor, y al Papa Francisco, su Papa de los pobres y de los gestos, le insuflaba una pasión por la Iglesia nada común. Sin embargo, hay una última noticia que ya no vivió. Cuando la Madre Gertrudis terminaba de comer, poco, porque aún no sé de qué se alimentaba, en sus frecuentes visitas a la casa de don Carlos, siempre le pedía un rato de conversación, a solas, para llenarse de Dios. Entonces, yo hacía mutis por el foro hacia la capilla del palacio episcopal y pensaba cómo sería el día en que no estuviera la Madre Gertrudis. Ese día llegó. Y, sin embargo, tengo la sensación de que la Madre Gertrudis no se ha ido.