España, con la Inmaculada - Alfa y Omega

España, con la Inmaculada

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Monumento a la Virgen Inmaculada en la Plaza de España, en Roma; en el Día de su Fiesta. Cada año, el 8 de diciembre, los bomberos de Roma la honran con su ofrenda de flores

Como ha dicho el cardenal arzobispo de Sevilla don Carlos Amigo, «el recorrido por la historia del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María es un ejemplo del sentido de la fe del pueblo cristiano, de la intuición de las grandes verdades. El pueblo, de forma espontánea, veneraba a María como pura y llena de gracia, desde el primer momento de su existencia».

Los cristianos intuyeron muy pronto que la que había sido elegida para ser la Madre de Jesucristo tenía que haber sido adornada con gracias extraordinarias que ya se habían reflejado en las palabras del ángel de Dios en la Anunciación: «Alégrate, llena eres de gracia, el Señor está contigo».

España se ha distinguido por su gran amor a la Santísima Virgen, como lo proclaman los numerosos templos, capillas y monumentos que se alzan en todo el territorio nacional, las cofradías, hermandades y asociaciones marianas, el mes de Mayo, el Rosario de la aurora y tantas prácticas de religiosidad popular que aún se mantienen.

En el año 1615, los hermanos de la Cofradía del Silencio de Sevilla sellaron, mediante el voto de sangre, defender que «María, Madre de Dios y Señora nuestra, había sido concebida sin mancha de pecado original», y don Manuel Cociña Abella, secretario general de la Academia de Historia eclesiástica de Sevilla, y actual rector de la Basílica Pontificia de San Miguel de Madrid, ha escrito que el voto solemne de la capital sevillana se efectuó en 1617 en defensa del misterio inmaculado, a la que siguieron otras muchas ciudades. Entre ellas está Salamanca, en la cual, el 17 de abril de 1618, los miembros del claustro universitario juraron la defensa pública de la verdad de la fe, pidiendo el mismo juramento como condición para recibir grados académicos. El Concejo de la capital charra siguió haciendo ese juramento, y luego el Cabildo catedralicio.

Al fervor mariano de los españoles, que deseaban que tanto interés como se venía expresando a lo largo de los años se culminara con la solemne proclamación del dogma, se sumaron los reyes. Así, Felipe III y su sucesor, Felipe IV, que personalmente o enviando embajadas seguían haciendo la misma petición. Este rey consiguió del Papa Alejandro VII, el 8 de diciembre de 1661, una bula que declaraba el sentido del misterio que se celebraba el día de la Inmaculada. Las Cortes del Reino, reunidas en Madrid en 1760, pidieron al rey Carlos III que se declarara a la Inmaculada como patrona de España, lo que se realizó al año siguiente.

La creación artística que se produjo por esos años en torno a esta advocación mariana fue muy abundante, y se reflejó en lo publicado por poetas y escritores.

La escuela sevillana dio a la Iglesia el modelo de la imagen de la Inmaculada, inspirado en Apocalipsis 12, 1, donde se lee: «Una gran señal apareció en el cielo, una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza», y así aparece en algunos cuadros de Murillo, el Greco, Francisco Pacheco, José de Ribera, Zurbarán y otros muchos; en las imágenes talladas por Martínez Montañés, Alonso Cano y Pedro Mena, entre otros escultores.

Con el respaldo de los obispos, una antigua tradición mariana y las oraciones de toda la Iglesia, el 8 de diciembre de 1854, el ahora ya Beato Pío IX definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, mediante la bula Ineffabilis Deus (como se recoge en estas mismas páginas). El papel singular que los españoles tuvieron en la proclamación de este dogma lo destacó Juan Pablo II en su primer viaje apostólico a España en 1982, en Zaragoza: «El amor mariano ha sido en vuestra historia fermento de catolicidad. Impulsó a las gentes de España a una devoción firma y a la defensa intrépida de las grandezas de María, sobre todo en su Inmaculada Concepción. En ello porfiaban el pueblo, los gremios, cofradías y claustros universitarios».

Juan Manuel Sánchez Píriz