Atraeré a todos - Alfa y Omega

Atraeré a todos

Quinto domingo de Cuaresma

Juan Antonio Martínez Camino
La Crucifixión (detalle), de El Greco. Museo del Prado, Madrid

La palabra de Jesús parece haberse cumplido con creces. No hay ninguna otra persona en la historia de la Humanidad que haya concitado tanta atención como Él: Atraeré a todos hacia mí. Los prosélitos griegos que querían verlo representan las impresionantes culturas clásicas de Roma y de Atenas que acabarían siendo purificadas y ennoblecidas por el Evangelio, al tiempo que ellas prestaban sus lenguas y sus instrumentos conceptuales para que la Buena Nueva se expandiera por todo el Mediterráneo. Algo semejante iba a pasar más tarde con los pueblos germánicos; y luego, con los eslavos, americanos, asiáticos y africanos. Y la evangelización continúa, aunque ya apenas quede nadie que no mire al menos con lejano respeto a Jesucristo.

Sin embargo, en el momento que nos describe el Evangelio, nada hacía presagiar este triunfo del Nazareno. Es verdad que suscitaba interés en algunos, que querían verlo. Pero sus amigos lo seguían sin entenderlo. Los pasajes evangélicos que hemos comentado estas semanas pasadas muestran a Jesús haciendo un esfuerzo permanente por hacerse entender y, sobre todo, por hacer comprender lo que preveía como un desenlace trágico. Muchos acudían a Él en busca de favores. Pocos escuchaban su llamada a la conversión y al amor incondicional a Dios y a los hermanos. Pero el gran milagro aconteció y la palabra de Jesús se cumplió: Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. La Cruz en la que Jesús fue levantado lo puso ante la vista de la Humanidad como si se tratara de un foco de luz deslumbrador. Desde entonces, es irresistible su atracción.

Jesucristo crucificado, flanqueado por María y por Juan, los únicos que habían entendido desde el principio, aunque en distinto grado, la misión divina del Salvador, campea en lo más alto de todos los retablos de nuestras iglesias. Debajo, sobre el altar, sigue aconteciendo aquel sacrificio del Hijo, cada vez que se celebra la Santa Misa. El sacerdote, cuando eleva el pan y el vino consagrados, y ve más arriba, en lo más alto, la figura imponente del Calvario, sabe bien que lo allí representado no es un simple hecho del pasado, sino que tiene en sus manos el irresistible centro de luz que atrae a todos hacia Él.

Es cierto que el poder de las tinieblas sigue activo. Pero en la Cruz, el Dios vivo y verdadero ha abierto su corazón a los hombres de tal modo, que ya nadie puede excusarse con justicia del encuentro divino al que es convocado.

Estos días, y los que se acercan, son muy propicios para ponernos, con María y con Juan, a los pies de la Cruz. Son días para dejarnos atraer por el amor infinito de Dios; para abrazarnos a la Cruz, naturalmente no por ningún absurdo amor del sacrificio en cuanto tal, sino por amor a Aquel que de ella cuelga con el corazón abierto. Son días para preguntarnos, de nuevo y en serio, delante del Crucificado: ¿qué he hecho yo por Cristo? ¿Hago algo por Él? ¿Me avergüenzo acaso de su Cruz? ¿Digo que soy cristiano, pero no amo al Señor en la Cruz? ¿Amo su Cruz, porque es la suya? ¿O busco, más bien, en el fondo, mis intereses y mis filosofías, que etiqueto incluso de cristianos con triste mundanidad espiritual?

Pues la Humanidad es atraída hacia Dios precisamente por la Cruz.

Evangelio / Juan 12, 20-33

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta, había algunos gentiles; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús».

Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó:

«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre».

Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo».

La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo:

«Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora, el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».

Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.