Manuel Marín - Alfa y Omega

La semana pasada nos dejo Manuel Marín, un gran hombre, a la par que un gran político, en el que podemos reconocer, entre otros méritos, haber negociado la entrada de España en la Unión Europea en los años 80, haber liderado desde varias carteras y la vicepresidencia de la Comisión Europea a la Unión en los años 90, y haber presidido el Congreso de los Diputados buscando el respeto, el diálogo y el entendimiento entre todas las fuerzas parlamentarias.

Casado con una prima hermana mía, tuve la suerte de conocerle desde muy joven. En los encuentros familiares, como el día de Reyes, echaremos de menos sus historias y sus bromas. Superó un primer cáncer, sucumbió en el segundo. Como me decía en un mensaje un amigo sacerdote, «los buenos se nos van demasiado pronto». Y Manuel no era solo un buen estadista, sino un buen marido y un buen padre, un hombre hogareño y sencillo, que disfrutaba con su afición a la carpintería, haciendo y arreglando él mismo los muebles de su casa.

Mis compañeros de la comunidad de San Juan Bautista del Seminario de Madrid nunca olvidarán el día en que, en su etapa de secretario de Estado para las Relaciones con las Comunidades Europeas, vino a comer con nosotros y nos hizo reír tanto con sus anécdotas con el entonces presidente de la Comisión, Jacques Delors. Compartían seminario con nosotros un tinerfeño, de Icod de los Vinos, y un almeriense, de Huércal-Overa. Se sabía de memoria la historia, la economía, las estadísticas de población, y todos los datos habidos y por haber de ambos pueblos, porque con treinta y pocos años se sabía los datos de todos los pueblos de España. Desde muy joven, tenía el Estado en su cabeza.

A los pocos días del ingreso de España en la Unión Europea disertó, junto a Fernando Álvarez de Miranda, Enrique Barón, mi padre (Carlos María Bru) y el entonces ministro Fernando Morán en el Aula Magna del Seminario de Madrid. Fuimos los teólogos los primeros en poder escuchar juntos a cuatro artífices de aquel gran acontecimiento, lo cual fue un orgullo para nosotros, que aprendíamos a leer desde la doctrina social de la Iglesia la importancia de aquel momento.

Manuel Marín mostró, como siempre que hablé con él, un gran aprecio por la labor de la Iglesia a favor de la paz, la justicia, el medio ambiente y la solidaridad, que eran los grandes ideales que a él siempre le movieron, intelectual y políticamente, y que hicieron de él un hombre libre de consignas y de estrecheces partidistas.