Dar testimonio de la luz - Alfa y Omega

Dar testimonio de la luz

III Domingo de Adviento

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: AFP Photo/Miguel Álvarez

Durante estos días el carácter de las celebraciones de Adviento insiste en varios aspectos. No es fácil establecer un orden de prioridades entre las distintas ideas subrayadas por la liturgia, pero todas giran en torno a una realidad y un deseo. La realidad es que Dios sale a nuestro encuentro; y el deseo, que ese encuentro tenga lugar pronto. Los dos conceptos se vislumbran sin demasiada dificultad en las lecturas bíblicas y han continuado vivos no solo en las comunidades cristianas apostólicas, sino que llegan también hasta nosotros. En efecto, desde una perspectiva de más de 2.000 años de cristianismo observamos que, desde el nacimiento de la Iglesia, tanto la Escritura como el Pueblo de Dios ansían ese acontecimiento, precisamente porque ya ha sucedido: Dios ha salido al encuentro del hombre desde la creación del mundo. Sin embargo, rápidamente comprende que la intervención de Dios en la historia no se ha completado ni detenido. Tampoco se puede circunscribir a determinados episodios pasados de la misma, sino que ha continuarse hasta el final de la historia. De este modo se concreta la esperanza cristiana; una esperanza que es certeza absoluta de que esa presencia y acción sigue teniendo lugar y culminará al final de la historia. Si se entiende este razonamiento, se comprende mejor el origen de las preguntas a Juan Bautista por parte de los sacerdotes y levitas de Jerusalén.

«Yo no soy el Mesías»

La respuesta negativa de Juan: –«Yo no soy el Mesías»– indica dos realidades: la primera es que Juan sabía que, con la pregunta «tú quién eres», están tratando de averiguar si él es el Mesías esperado; la segunda es que Israel esperaba de nuevo la manifestación de Dios, lo deseaba y andaba buscando los signos que según la Escritura acompañarían la llegada del Cristo-Ungido, que es lo que significa la palabra Mesías. Si nos detenemos en la respuesta de Juan, observamos que el precursor niega ser el Mesías o alguno de los profetas que han vuelto a la vida: Elías o Moisés (señalado en el Evangelio como «el Profeta»). Esta negación es significativa, puesto que más allá de clarificar que él es alguien distinto a todos ellos, incrementa la tensión de la espera, puesto que con sus palabras señala que Jesús, el Salvador, está ya en medio de ellos, a pesar de que aún no lo conozcan. Vive entre ellos, pero aún no se ha manifestado en plenitud.

El modelo del Bautista

En cierto sentido hay un paralelismo entre la misión de la Iglesia y la de Juan Bautista. Es en la vida de la Iglesia donde sucede ese acontecimiento del encuentro entre Dios y el hombre. Asimismo, corresponde a ella avivar el deseo de que Jesucristo siga viniendo a nosotros, no solo al final de los tiempos, sino cada uno de nuestros días. Como «voz que grita en el desierto», al igual que Juan, también a nosotros nos corresponde mostrar a los demás quién es el verdadero Salvador y el único Mesías. Para ello, es primordial recordar a los hombres los lugares en los que es posible encontrarse con el Señor, así como denunciar a los mesías impostores, que pretenden usurpar su lugar, o a los falsos profetas que quieren anunciárnoslos. Debemos imitar del Bautista la humildad con la que dice lo que no es. Pese a ser uno de los protagonistas más señalados al comienzo del anuncio del Reino de Dios, las palabras del Evangelio referidas al Bautista insisten en que su misión es casi exclusivamente la de indicar quién es el Salvador y facilitar su acceso a él. Juan es testigo de la luz, la Iglesia es testigo de la luz y cada uno de nosotros hemos de serlo. Durante estos días se nos pide mirar a la figura de Juan Bautista como el modelo de nuestra actitud de creyentes: señalar a los demás que Dios se ha hecho presente y que no es una ficción, y fomentar el deseo de que venga a nuestro encuentro.

Evangelio / Juan 1, 6-8. 19-28

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.

No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.

Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». Él confesó y no negó; confesó: «Yo no soy el Mesías». Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?» Respondió: «No». Y le dijeron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías». Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando.