Mestizaje vital - Alfa y Omega

Ahora que los partidos mayoritarios han abandonado al no nacido y que apenas alguna formación minoritaria, como Vox, apuesta por él, cabe preguntarse qué nos aporta esta batalla. Seguir levantando una bandera, que parece que casi nadie comprende, puede llegar a extenuar inútilmente. Por otra parte, se corre el peligro de reducir la lucha contra el aborto a una campaña ideológica, como advierte el Papa Francisco. ¿Cuántos de los manifestantes del pasado sábado procedían de la izquierda política? Es poco inteligente asociar una opción tan hermosa con un prejuicio social o político. Si algo me llamó la atención de la campaña que en los años 90 hicieron las asociaciones provida en Holanda –cuando se afrontaba la eutanasia– fue la presencia de destacados científicos ateos y pensadores socialistas y ecologistas.

Estar al filo de los 50 me permite comprobar con alegría lo verdaderas que se me demuestran algunas intuiciones de mi juventud, como la de que ninguna tribulación ni dolor merecen el tributo de la vida de un bebé. Tengo delante a mujeres que sufrieron como perras y hoy miran con orgullo a hombretones de 20 años. Un embarazo adolescente, una maternidad problemática, no se superan con un aborto. Eludir los problemas no sirve para nada, nunca. Con la distancia del tiempo, se ve la belleza de la vida del hijo, que se impone con rotundidad sobre las hipocresías sociales o estrecheces económicas. Por el contrario, ¡cuántas heridas ocultas, cuántas depresiones entre madres que se vieron obligadas a entrar en una clínica! Pero cada vez somos menos los que afirmamos esta realidad, porque, cada vez más, Occidente siente terror de la vida. El miedo impera. Temor a perder el trabajo, a estar solo, a quedarse sin pareja, a ser diferente. Sólo es posible afirmar sin rebozo un embarazo –cualquier embarazo– cuando se percibe la vida como un bien total. Mientras se negocie con la existencia, regateando –por ejemplo– niveles de bienestar antes de otorgar certificados de idoneidad vital, será imposible experimentar el simple gozo de estar aquí. Y será desde luego inimaginable una sociedad valiente, generosamente entregada a acoger con alegría la vida de los otros.

Hablo de un mundo donde los ancianos importen, aunque su vida suponga un esfuerzo y un gasto; los enfermos sean valorados; la calidad de vida no se mida por la productividad; los débiles sean protegidos; sufrir tenga un sentido. Cada vez me queda más claro que esto sólo es posible en un espacio donde la pregunta sobre el misterio de la existencia desempeñe un papel cotidiano, un espacio religioso abierto también, paradójicamente, a gente sin fe, pero en búsqueda. En Europa, me temo, este espacio ha quedado muy mermado. Ha llegado el momento de dejarnos inocular de la esperanza que llega de otros continentes, como el del Papa. Abandonarnos a la invasión de quienes todavía se alegran sin reservas de vivir y no temen cada enfermedad, cada obstáculo, cada compromiso. Es tiempo de mestizaje. Europa, que llevó a América la convicción de que no valían los sacrificios humanos, de que todos los hombres tenían derecho a existir, necesita ahora savia nueva, transfusiones de esperanza vital. Tal vez, después, haya hermosas manifestaciones comunes y mayoritarias a favor del no nacido.