El belén de la Encarnación - Alfa y Omega

El belén de la Encarnación

Joaquín Martín Abad

En la Navidad de 1223, el diácono Francisco de Asís inventó el nacimiento viviente. Lo instaló antes de la Misa, para predicarlo. Tomás Celano lo narra: «Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno… y Greccio se convierte en una nueva Belén». Quería que a las gentes se les adentrara el Niño Jesús desde los ojos al corazón y avivar su fe en el Hijo de Dios y de María. Desde entonces el belenismo fue extendiéndose por iglesias y casas. Y ha compaginado tres tendencias.

Primera: representar a Belén de aquel tiempo. San José, la Virgen y el Niño en la cueva, los pastores cerca, los Magos por el camino y los demás por el campo o en sus casas, con sus túnicas o mantos. Un belén de Belén. Como el de la catedral.

Segunda: reproducir un decorado del propio tiempo y lugar, y vestir a las figuras con trajes coetáneos. Un belén de cada ciudad y su época. Como el napolitano del Príncipe, en el Palacio Real.

Y tercera: plantar, en ambiente reciente y bien conocido, a los personajes vestidos como en aquel tiempo, dando el salto desde aquella situación a la nuestra. Las figuras de entonces en lugar actual. Como el de la Encarnación.

En las tres se suele respetar con indumentaria intemporal al Niño, a María y José. Y, como no van vestidos, el asno y el buey quedan según la raza y el arte local.

Según la tercera tendencia, a sus cuatro siglos el equipo de restauración de Patrimonio Nacional ha recreado la iglesia, el monasterio y la plaza de la Encarnación, y la conservadora del monasterio ha insertado el nacimiento con las demás figuras del belén, del escultor Mayo.

La fachada de la iglesia fue sugerida por fray Alberto de la Madre de Dios y realizada por el arquitecto José Gómez de Mora. Su nártex tiene tres arcos y, sobre él, tres ventanas –por la Trinidad– que cercan el misterio de la Anunciación, de Riera, jalonadas por el escudo de España y el de los reyes fundadores, Felipe III y Margarita de Austria. Se remata el frontispicio con el triángulo de la tijera del tejado –siempre por la Trinidad– y, en medio, el óculo –por la mirada de Dios–; sobre el vértice, la cruz de nuestra salvación. Así se arraiga el nacimiento desde la fundación del monasterio en 1616 hasta ahora mismo.