La familia de Jesús y la nuestra - Alfa y Omega

La familia de Jesús y la nuestra

Festividad de la Sagrada Familia

Daniel A. Escobar Portillo
Vidriera de la presentación en el templo en la catedral de Bayona, Francia. Foto: María Pazos Carretero

Hay algunas cuestiones en las que en nuestra cultura todos coincidimos cuando llega la Navidad. Una de ellas es la consideración de estas fiestas como un acontecimiento universal. Por eso, aunque a menudo no se aluda explícitamente al Misterio que celebramos, nadie duda en felicitar las Pascuas. Pero, si hay una nota que sobresale de estas fechas, es que estamos en unos días de indudable carácter familiar: son jornadas de comidas festivas con la familia y los amigos, y de intercambio de regalos. Al mismo tiempo, durante el período navideño se acentúa la nostalgia ante la ausencia de quienes físicamente ya no se encuentran entre nosotros.

La vida oculta de Jesús

Aunque el Evangelio no dedica mucho espacio a la vida oculta del Señor, hoy es un día para reflexionar sobre ella, poniéndola en paralelo con nuestra vida cotidiana. Y ello por dos motivos: primero, porque la mayor parte de la vida mortal de Jesús fue oculta. Esto tiene importancia especial en una sociedad en la que con no poca frecuencia se valora más lo externo que lo interno, lo aparente que lo real, el éxito profesional que una vida plena y cargada de sentido; segundo, porque durante este tiempo se forjaron muchos aspectos de la vida pública del Señor. María y José están presentes en el modo de ser y actuar de Jesús, dado que los padres y educadores de la ciencia o de la fe, sabemos que detrás de cada niño, adolescente o joven hay unos padres y un modo de vivir. Así es como «el niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él». Sin dar demasiados detalles, la Escritura revela que, por una parte, estamos ante una familia que no se distingue de modo particular de las demás, en la que se supone el amor conyugal, la colaboración, el sacrificio y el trabajo corriente.

La familia como don de Dios

Este pasaje evangélico, leído a la luz de la primera lectura, del libro del Génesis, y de la carta a los Hebreos, posibilidad abierta para este ciclo litúrgico B, permite descubrir a los hijos como un don maravilloso de Dios, pero no propiedad de los padres. A Abrahán todos los dones le parecen vanos si no es capaz de transmitir a sus hijos todo lo que él ha recibido. La segunda lectura nos posibilita comprender que el hijo es un don peculiar, ya que no es propiedad de los padres. Por eso Abrahán es puesto a prueba. Se quiere subrayar con ello que los hijos pertenecen a Dios y, por consiguiente, no cabe un afecto posesivo hacia los hijos. Es lo que se pone de relieve en el Evangelio cuando Jesús es presentado en el templo y es consagrado al Señor. No es difícil comprender racionalmente que un hijo no es propiedad de los padres, o que estos no son los dueños absolutos del mismo, pero a veces cuesta mucho a los padres respetar la libertad de los hijos para las grandes decisiones de la vida. Mirar a María y a José hoy es ver la completa disponibilidad a la voluntad de Dios para su hijo Jesús. Ellos saben que deben administrar cuidadosamente el don recibido y ponerlo en las manos de Dios. Asimismo, el amor profundo entre los miembros de la familia de Nazaret permite verlos como el cumplimiento más logrado de cuanto afirma el libro del Eclesiástico sobre los deberes de los hijos hacia los padres. El modelo de familia que aparece en la Escritura no se olvida de cumplir con el cuarto mandamiento de la ley de Dios. Por eso se incentiva el respeto, la compasión y la paciencia hacia nuestros mayores. La Sagrada Familia no se presenta ante los hombres únicamente para ser admirada. Ante el pesimismo que tantas veces nos embarga, mirar a Jesús, María y José en nuestra sociedad es tener delante un paradigma que imitar, buscando ante todo el bien del otro sobre el nuestro.

Evangelio / Lucas 2, 22-40

Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:

«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, –y a ti misma una espada te traspasará el alma– para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los 84; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.