La familia, hogar que acoge, acompaña y sana - Alfa y Omega

La familia, hogar que acoge, acompaña y sana

Mensaje de los obispos de la Subcomisión Episcopal para la Familia y defensa de la Vida con motivo de la Jornada de la Sagrada Familia

Colaborador

1. La acogida o la hospitalidad, virtud familiar

El misterio de la Navidad nos sitúa ante el portal de Belén, contemplando a Dios hecho carne. Es un acontecimiento que nos invita a acoger a la Palabra que acampa entre nosotros, de abrir el corazón a Dios encarnado en la fragilidad y ternura de un niño. Es una invitación a la acogida llena de afecto y agradecimiento. Lo señala el evangelista san Lucas de un modo sucinto pero transido de afecto y ternura maternas, refiriéndose a su Madre: «lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). San Juan formula el tesoro de recibir a Jesús en estos términos: «a los que le recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). El mismo Señor en el evangelio de san Mateo afirmará: «el que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que recibe, recibe al que me ha enviado» (Mt 10, 40). Acoger a otro, acoger a Jesús, acoger al Padre, todo ello apunta a una dimensión intrínsecamente trascendente unida a la acción de acogida, de modo que siempre remite a algo mayor.

Podemos recordar que Betania es el lugar donde Cristo es recibido como un amigo por la familia de Marta, María y Lázaro. Allí Jesús se encuentra como en casa. La liturgia benedictina celebra a los tres hermanos juntos, y les otorga el hermoso título de «hospederos del Señor». Si cada uno de ellos tiene su propia y específica relación con Jesús es la familia como tal la que se hace sujeto de la hospitalidad, y es enriquecida por la presencia del Salvador. Esta presencia de Cristo provoca el encuentro con Él y es invitación a transformar todas las relaciones entre los miembros de la familias.

Los padres y las familias están llamados a acoger generosamente a los hijos. Como afirma el papa: «la familia es el ámbito no solo de la generación, sino de la acogida de la vida que llega como regalo de Dios» [1]. Tener un hijo es siempre un don, fuente de gozosa alegría. Los matrimonios y las familias están invitados también a acogerse mutuamente. La hospitalidad es una virtud profundamente familiar. ¡Cuánto necesita el ser humano contemporáneo, dentro de un espacio social mutante, donde se siente tantas veces como un solitario interconectado, la experiencia cálida de ser querido y acogido por sí mismo!

En los albores del cristianismo san Pablo exhorta vivamente a los cristianos de Roma a practicar la hospitalidad (Rom 12, 13). Ella es capaz de generar un ambiente comunitario presidido por la humildad, el servicio mutuo, la caridad y la estima recíproca. Al final de la carta menciona un caso concreto rogando a la comunidad cristiana de Roma que acoja a Febe en el Señor, en modo digno de los santos (Rom 16, 2). La hospitalidad está siempre unida a gestos concretos. En la antigüedad el primer gesto hospitalario era lavar los pies al huésped (1 Tim 5, 10).

La Carta a los Hebreos exhorta de este modo a la hospitalidad: «conservad el amor fraterno y no olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Heb 13, 1-2). La hospitalidad nos sitúa siempre ente el misterio del otro, de la diferencia. El versículo evoca la figura de Abrahán y su gesto de acoger a la entrada de su tienda a los tres misteriosos personajes que le visitaron en el encinar de Mambré (Gén 18, 2ss). Abrahán es alabado en la Carta a los Hebreos por su fe, que lo hizo salir de su tierra y lo puso en camino, «pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Heb 11, 10). No deja de ser significativo que el peregrino Abrahán se convierta en aquel que acoge y ofrece su tienda al extraño. La fe es, así, fundamento de la hospitalidad. Los ojos de la fe permiten reconocer en el otro la imagen de Dios. Como afirma Lumen fidei: «La fe no solo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús» [2].

2. La familia, primer lugar de acompañamiento

La experiencia de muchas personas es que el primer lugar en el que somos acompañados es la familia. Aquí encuentra su raíz la vocación misionera de la familia. Las familias son invitadas por Dios a acompañar en la fe y en la vida a los que les rodean, ofreciendo cercanía y aliento de una vida familiar transida de la presencia viva de Jesús. Aunque son muchas las familias que ya han reconocido esta misión que Dios les encomienda, todavía hay muchas más que no han descubierto esta hermosa vocación y misión de acompañar a otras familias.

Es Cristo quien nos enseña el arte del acompañamiento. Como aconteció en el camino de Emaús (Lc 24, 13-35), la Palabra de Dios y los sacramentos son dos referencias fundamentales para aprender a acompañar. En la cercanía y trato personal, en ese “cuerpo a cuerpo”, se ejercita la paciencia de escuchar a los demás. La persona del diálogo es quien sabe escuchar con atención y verdadero interés. A la escucha le sigue el anuncio gozoso del Evangelio, la experiencia de que la Palabra de Dios es capaz de transformar el corazón íntimamente unido a la acción sacramental.

El fundamento de todo acompañamiento es el deseo del amor verdadero. El cultivo de las relaciones interpersonales, viviendo, conversando, transmitiendo las claves del sentido de la vida. Capital importancia tiene hoy el acompañamiento de los novios en la preparación próxima [3] y de los primeros años de matrimonio [4]. Junto a estos procesos, que son vitales para la madurez en el amor, es urgente también el acompañamiento de los matrimonios que sufren porque no vienen los hijos, de las familias que padecen situaciones dramáticas como la separación, el divorcio, el aborto, la soledad, la enfermedad, la muerte, la guerra… Tantas y diferentes situaciones en las que se agradece tanto la presencia y la compañía de los amigos, de las familias que no abandonan a las personas en las dificultades, sino que saben estar ahí y son fuente de consuelo y firme esperanza.

3. La familia, sanada y sanadora

Jesús es invocado con el título de Salvador, que literalmente significa el que trae la buena salud. Cristo es el verdadero samaritano (Lc 10, 25-37) que cura al hombre que yace malherido al borde del camino. Él nos carga sobre sus hombros y nos conduce a la posada de la Iglesia. San Ireneo de Lyon identifica al hospedero (stabularius) con el Espíritu Santo [5]. La familia, como Iglesia en miniatura, está llamada hoy más que nunca a ser posada en el que las personas heridas puedan recuperar la salud. De este modo el poder curativo y sanador de Jesús ha de llegar a muchas personas heridas en sus vínculos y relaciones familiares.

La acción del Samaritano se compone de diferentes momentos: se acerca, venda las heridas, les echa aceite y vino, le levanta y monta en su cabalgadura, lo conduce a una posada y lo cuida (Lc 10, 34). La secuencia de los diferentes actos que realiza indica el singular valor de la temporalidad para la acción humana. Así también la familia ha de aprender a vivir la temporalidad de toda actividad terapéutica. Hay heridas que precisa de más cuidados y requieren paciencia para que puedan ser bien curadas.

El aceite y el vino de la parábola del Buen Samaritano se interpretan como los sacramentos que curan la debilidad humana. Los antiguos conocían el valor terapéutico de la mezcla de ambos líquidos. De este modo, la misericordia que brota del amor de Dios, encuentra su primera y principal manifestación en los sacramentos como acciones de Cristo en la Iglesia. Los sacramentos contienen una virtud medicinal, reparativa y sanante de los daños causados por el pecado. La familia ha de dejarse transformar y purificar por la lógica sacramental para vivir su adhesión a Cristo, pues, como afirma san Juan: «Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro» (1 Jn 3, 3).

Celebremos, por tanto, con gozo y agradecimiento el día de la Sagrada Familia. Demos gracias a Dios por el don grande que nos ha hecho en el sacramento del matrimonio y en la realidad familiar. Pidamos a la Sagrada Familia que ayude a todas las familias del mundo a ser lugar de encuentro, de acompañamiento, de sanación, en una palabra, a hacer presente el misterio del amor de Cristo en nuestra experiencia cotidiana. Con gran afecto.

✠ Mario Iceta Gavicagogeascoa
Obispo de Bilbao
Presidente de la Subcomisión Episcopal
para la Familia y la Defensa de la Vida

✠ Francisco Gil Hellín
Arzobispo emérito de Burgos

✠ Juan Antonio Reig Plà
Obispo de Alcalá de Henares

✠ José Mazuelos Pérez
Obispo de Jerez de la Frontera

✠ Juan Antonio Aznárez Cobo
Obispo auxiliar de Pamplona y Tudela

Notas

[1] FFRANCISCO, exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia, n. 166.

[2] FFRANCISCO, carta encíclica Lumen fidei, n. 18.

[3] Cf. JUAN PABLO II, exhortación apostólica postsinodal Familaris consortio n. 66; FFRANCISCO, exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia, n. 206: «la necesidad de programas específicos para la preparación próxima al matrimonio que sean una auténtica experiencia de participación en la vida eclesial y profundicen en los diversos aspectos de la vida familiar».

[4] FFRANCISCO, exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia, n. 217: «se vuelve imprescindible acompañar en los primeros años de la vida matrimonial para enriquecer y profundizar la decisión consciente y libre de pertenecerse y de amarse».

[5] Cf. A. ORBE, Parábolas evangélicas en San Ireneo, BAC, Madrid 2015, p. 135.