La bacanal y el urinario - Alfa y Omega

La bacanal y el urinario

Pedro J Rabadán
Foto: EFE/Luca Piergiovanni

Debo de ser un antiguo o un inculto, o ambas cosas. Lo sospechaba cuando en 2006 no entendí el arte que escondía un vaso de agua medio lleno (o medio vacío) que Wilfredo Prieto exhibió en ARCO y que costaba 20.000 euros. No se vendió. Por el mismo precio sí logró vender un trozo de sandía cuadrado en la Bienal de Estambul.

Marcel Duchamp intentó exponer en 1917 un urinario de serie con la firma R. Mutt en una muestra organizada por la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York. Fue rechazado, porque no sabían que era de él. El urinario acabó convirtiéndose posiblemente en una de las obras más importantes del siglo XX. Con ella, demostró que cualquier objeto mundano puede ser considera una obra de arte si se saca de su contexto con tal de que un artista lo declare como tal. A mí, Duchamp no me ha convencido, pero lo cierto es que de esa manera introdujo el vanguardismo.

Precisamente, la Comunidad de Madrid cree que ha traído a los Teatros del Canal «la vanguardia de las artes escénicas». Una bacanal de 24 horas de duración, con numerosas escenas de sexo explícito y otras con sangre a borbotones. Monte Olimpo. Para glorificar el culto a la tragedia: nada menos que 33 tragedias griegas juntas que antes de su estreno ya se promocionaba como la obra más polémica del año. Quizás ahí esté lo novedoso, en su duración, en que había tres parones para poder echar una cabezada, porque utilizar el sexo y la violencia como reclamo me parece que es de todo menos vanguardia.

Que el momento culmen de la función (a eso de las siete de la mañana) sea cuando un actor introdujo su puño en el ano de otro dice mucho de la descomunal vulgaridad del supuesto espectáculo. Los reclamos son los de siempre, nada nuevo, solo que esta vez se venden en cantidades al por mayor. Quizás pase como con el urinario de Duchamp, y que cualquier retrete se nos intente hacer pasar como una obra de arte solo por llevar la firma de un dramaturgo con obras reconocidas, Jan Fabre. El otro argumento, ese que reclama este evento como algo que lucha por la libertad de expresión, es simplemente una farsa. Se trata de una orgía sobre un escenario con 800 espectadores mirando.

Escuchaba a un crítico decir que el arte también se mide por la ley de la oferta y la demanda, y que cuando se colgó el cartel de entradas agotadas se convirtió directamente en una obra de éxito. En mi incultura de esta vanguardia posmoderna, a mí eso me recuerda al vaso medio lleno y a la sandía cuadrada. Se vendan o no, me parecen una tomadura de pelo. Si alguien lo compra, allá él con su dinero. Más grave es que la tomadura de pelo, en forma de bacanal, se pague en parte con el dinero de los contribuyentes al representarse en los Teatros del Canal, en teoría enfocados al servicio público. ¡Qué antiguo!