No hacen falta superhéroes sino testigos de su misericordia - Alfa y Omega

Quizás sea uno de los discursos más turbadores e incisivos entre los muchos que ya ha pronunciado Francisco. Tuvo lugar en la catedral de Santiago de Chile, donde se ha encontrado con sacerdotes y religiosos y les ha hablado sobre el gozo y la fatiga de la misión en un mundo que ya no es como el de nuestros padres. Es un momento de gran turbación para la Iglesia, digámoslo claramente con el Papa, un momento en que los cambios vertiginosos, la pérdida de espacio social y de seguridades, la hostilidad que a veces se mastica, levantan una polvareda que nos ciega e impide atinar con el camino a seguir. ¿Quién no se reconoce?

Han surgido y se han impuesto, a veces lentamente, otras de manera abrupta, formas culturales extrañas, en las que no sabemos cómo insertarnos los cristianos, especialmente en países como Chile (como España) en los que el catolicismo ha sido el cemento y la savia de la vida común. Y ante eso, como dice el Papa, sentimos nostalgia «de las cebollas de Egipto», de nuestro espacio confortable, tal vez logrado a costa de grandes sufrimientos y trabajos… eso pensamos. Y así se olvida «que la tierra prometida está delante, no detrás», y en lugar de proclamar ante el mundo una buena noticia, reflejamos apatía y desilusión, como si el Espíritu no tuviera ya nada que decirnos. Presos de esta desolación, olvidamos que el Evangelio es camino de conversión, pero no sólo de «los otros», sino también de nosotros.

Y sin embargo, como insiste Francisco, estamos invitados a enfrentar la realidad tal como se presenta, nos guste o no. ¡Menos mal! La historia de Pedro, abatido por su traición y emplazado por Jesús a responder sobre su relación con Él, sirve al Papa para responder a esta grave pregunta: ¿qué es lo que fortalece a Pedro como apóstol?, ¿qué nos mantiene a nosotros apóstoles, en medio de nuestra desolación? Y responde que solamente una cosa, «que fuimos tratados con misericordia», que se nos regaló el inmenso don de reconocerle, se nos ofreció la posibilidad de la fe. Pedro no perdió esa oportunidad, y pese a todo, dijo tres veces «sí».

«No somos superhéroes» les repitió varias veces a los curas y religiosos chilenos. El mundo no necesita superhéroes para salir de su extravío, sino testigos de esa misericordia que volvió a poner a Pedro en pie. Francisco quiso recordar que nuestra historia de Iglesia es gloriosa, pero quizás por motivos distintos a los que imaginamos. Es gloriosa «por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es sudor de nuestra frente».

Renovar la profecía, es decir, romper el cerco de nuestro abatimiento, requiere «no esperar un mundo ideal, una comunidad ideal, un discípulo ideal para vivir o para evangelizar, sino hacer posible que cada persona abatida pueda encontrarse con Jesús», empezando por nosotros mismos, claro. Y para eso, nada mejor que sumergirnos en la Iglesia que describía el Cardenal Silva Henríquez, citado por Francisco en la que fue su catedral: «la Santa Iglesia de todos los días… Jesucristo, el Evangelio, el pan, la eucaristía, el Cuerpo de Cristo humilde cada día. Con rostros de pobres y rostros de hombres y mujeres que cantaban, que luchaban, que sufrían. La Santa Iglesia de todos los días».