Madrid comienza a preparar su Semana Mayor - Alfa y Omega

La noche es fría y oscura pero el ambiente cálido del grupo que se agolpa en la puerta del almacén denota que algo está a punto de comenzar. Los abrazos y las sonrisas se suceden entre suspiros y recuerdos mientras que la helada brisa trae consigo aromas pasados, vivencias que se mantienen en la memoria y promesas que aún están por cumplir.

Entonces suena. Pum. Pum. Pum. Tres golpes secos procedentes del frontal del armazón de madera que espera el vaivén acompasado impaciente, advierten de que cada hombre debe prepararse. A partir de ahí, comienza el ritual.

Uno a uno, cada hombre comienza a bajar las escaleras del almacén mientras que el esparto, el olor a cera y el serrín guían al devoto directamente a su más profunda intimidad. Una vez allí, todo se repite sin ser igual. Con la misma parsimonia, el mismo compás latente, el mismo mimo y la misma responsabilidad con la que el torero se abraza a su traje de luces antes de saltar al albero, el costalero viste su hábito.

«Ténsame más la faja», dice uno. «Ayúdame con la ropa», dice otro. Todo se realiza entre un áurea de misticismo y concentración digna de cualquier elogio. Hasta que de repente, todo se rompe.

– «¿Tú no estás más gordo?», le dice uno a otro.

– «Sí, y tú mas viejo», le responde entre risas.

Entonces las carcajadas retumban en el viejo local y los abrazos regresan a la escena.

– «Te he echado de menos», le vuelve a decir uno al otro.

– «Y yo a ti hermano», le contesta el más veterano.

Poco a poco, los 65 hombres que se van a entregar con ilusión y devoción a la noche y al frío van terminando su rito hasta que vuelve a sonar. Pum, pum, pum. Es el segundo aviso.

Como si fueran el mismo cortejo de la procesión, comienzan a desfilar con sus costales blancos acicalados y perfectamente colocados hacia la propia parihuela. Una vez bajo ella, guardan silencio. Habla Manolo, habla el capataz.

«Este primer ensayo, va por todas las personas de esta cuadrilla y de esta hermandad que ya no están con nosotros. Acordémonos de ellos en cada movimiento que hagamos, en cada esfuerzo que realicemos y en cada paso que demos. Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…».

Tras el rezo, vuelve a sonar el llamador pero esta vez es distinto. La voz del capataz lo recuerda. «Al tercer golpe de llamador, todos al cielo».

Pum. Primero.

Pum. Segundo.

Pum. Tercero.

Al tercer toque, la pesada mesa de madera cargada con las planchas de acero y también con los sueños y esperanzas de cada hombre que la custodian, vuela hacia al cielo oscuro de Madrid cayendo sutilmente sobre la séptima vertebra de cada hombre.

– «¿Todos bien?», preguntan desde fuera.

Todos responden al unísono mientras un ligero murmullo se escucha en el interior: «Ahora sí hermanos, feliz año nuevo». Todos ríen. Durante un instante el silencio se adueña de la escena antes de sucumbir ante el racheo acompasado de la zapatilla.

– «Por Él y por su Madre. Un año más… ¡Venga de frente!», grita el capataz.

Es entonces cuando todo se para y al compás de un «vámonos», todo se deja a un lado para que el contador del corazón (siempre con algunos kilómetros de más) vuelva a ponerse a cero.

Todo ha comenzado… Y Madrid, ya lo sabe.