¿Por qué? - Alfa y Omega

¿Por qué?

Domingo de Ramos

Juan Antonio Martínez Camino
Cristo de los agonizantes, de Juan Sánchez Barba (siglo XVII). Oratorio del Caballero de Gracia, Madrid

Sólo el Evangelio de Marcos, y con él Mateo, trae aquellas tremendas palabras de Jesús, dichas poco antes de morir en la cruz: «¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué me has abandonado?» Algunos copistas no se atrevieron a reproducirlas en sus papiros. Marcos, en cambio, las había conservado incluso en arameo, el idioma en que las pronunció el Señor: «Eloí, Eloí, lamá?» En esta lengua resonarán también en todas las iglesias del mundo el domingo próximo, cuando se dé lectura a la historia de la Pasión en la Misa con la que se puede decir que comienza la Semana Santa, después de la procesión de los ramos.

Romano Guardini, en su gran libro El Señor, sostiene una idea bastante original, pero muy bien fundamentada. Dice que Jesús no vino a morir en la cruz, como un fracasado más entre los que han pretendido cambiar el mundo. El Padre envió a su Hijo para que fuera escuchado en su llamada a la conversión y para inaugurar así el reino de Dios en este mundo. No podemos pensar que Jesús creyera que sus palabras y sus signos no eran más que una farsa ineficaz, un mero trámite formal para pasar a la Pasión y a la muerte. Esperaba que lo creyeran y lo siguieran. Si hubiera sido así, no lo habrían crucificado. Entonces, la entrega del Hijo a su misión escatológica habría abierto paso a una era de paz completamente nueva, gracias a que Dios reinaría en los corazones de los hombres y en la sociedad humana. Pero el enemigo de Dios y del hombre opuso feroz resistencia y la colaboración humana con la acción divina falló. No lo creyó casi nadie: ni los dirigentes, ni la gente. Sólo su Madre, la nueva Eva, lo iba a acompañar con verdadera fe hasta la cruz. Por eso, la entrega de Jesús a su misión tuvo que convertirse en oblación de sacrificio. Porque Dios estaba dispuesto a llevar adelante la implantación de su Reino a cualquier precio, incluso al precio de la sangre de su Hijo. El reino de Dios no vino en vida de Jesús, como éste habría previsto en un principio, pero desde entonces está viniendo de la cruz gloriosa del Señor.

Claro que ese tuvo que, esa necesidad divina del sacrificio encierra un misterio insondable. Tanto, que el hombre Jesús, clavado en la cruz –sin que ello comprometiera en absoluto su unión de Hijo eterno con el Padre de la misericordia–, deja asomar a sus labios cuarteados y ensangrentados aquella pregunta angustiosa: ¿Por qué? ¿Por qué me has abandonado?

Dios Padre abandonó a su Hijo en la muerte. Quiso acompañar al pecador hasta lo más lejos adonde éste se había separado de Dios. Así realiza el Creador su omnipotencia de modo supremo. Así es como le es posible al poder infinito del Amor unir la justicia con la misericordia. Sufriendo Él mismo el justo castigo del pecado: la muerte. Pero, de ese modo, la muerte ha perdido su aguijón. La muerte está muerta. Porque el Hijo, que ha sufrido la muerte con y por nosotros, pecadores, no fue abandonado para siempre: ha sido levantado de entre los muertos por el poder de Dios, para que también nosotros, si morimos con Él, podamos resucitar a la Vida eterna.

Evangelio / Marcos 14, 1-15, 47

…Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito:

«El rey de los judíos».

Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor». Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz».

Los sumos sacerdotes se burlaban también de Él diciendo: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También los que estaban crucificados con Él lo insultaban.

Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y a la media tarde, Jesús clamó con voz potente:

«Eloí, Eloí, lamá sabactaní (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado)».

Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, está llamando a Elías». Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo».

Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.

El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de Dios».

Al anochecer, como era el día de la Preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea, noble magistrado, que también aguardaba el reino de Dios; se presentó ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Informado por el centurión, Pilato se lo concedió.