Desplazados en Sudán del Sur: «¡Cuánto nos quiere el Papa!» - Alfa y Omega

Desplazados en Sudán del Sur: «¡Cuánto nos quiere el Papa!»

Un proyecto agrícola intercongregacional en Riimenze (Sudán del Sur) acoge a 8.000 personas que tuvieron que abandonar sus hogares para huir del las matanzas perpetradas por el Ejército y los rebeldes. El viernes, el Papa ha convocado una jornada de oración y ayuno por la paz en este país y en la República Democrática del Congo

María Martínez López
Una mujer cultiva el suelo delante de su tienda, en el improvisado campo de refugiados de Riimenze. Foto: Donación de Paul Jeffreys

En los alrededores de Riimenze (Sudán del Sur), «la gente siempre ha vivido en el monte. Cada familia extensa formaba una pequeña aldea». Hace un año, la guerra civil llegó a esta región del sur del país, y tanto los soldados del Gobierno como las fuerzas rebeldes comenzaron a atacar esas poblaciones. «El Ejército los acusaba de colaborar con los insurgentes, y viceversa. Murieron muchas personas. Y no solo eso: a veces, los torturaban delante de sus familias, o después de asesinarlos quemaban el cuerpo», relata la hermana Raquel Peralta, sierva del Espíritu Santo. En otras ocasiones, se llevaban a la gente: los jóvenes y niños para combatir, las muchachas como sirvientas y esclavas sexuales.

Ante la virulencia de los ataques, la gente abandonó sus hogares, donde estaban aislados y eran vulnerables, para buscar refugio en torno a la iglesia parroquial. En unos meses, más de 8.000 personas vivían en esa misión, en tiendas hechas con ramas de palma y cubiertas con una lona de plástico.

En este improvisado campo de refugiados se recibió con alegría el anuncio de que el Papa Francisco ha convocado para este viernes una jornada de ayuno y oración por la paz, centrada especialmente en Sudán del Sur y la República Democrática del Congo. «La noticia ha dado mucha esperanza a la gente, se han sentido muy queridos. Algunos me decían: “Hermana, ¡cómo nos quiere el Papa!”, como si no fueran dignos –cuenta la religiosa, paraguaya–. Sabemos que estamos no solo en su pensamiento, sino en su corazón. Ojalá algún día pueda visitarnos».

Un intento de hacerlo, en abril de 2017, en compañía del primado anglicano, Justin Welby, se frustró por la inseguridad y la falta de avances en las negociaciones de paz. Pero Francisco no se quedó de manos cruzadas: envió medio millón de euros en ayuda, y la del viernes es la segunda jornada de oración por la paz que convoca pensando en este país, tras la de noviembre.

Guerra de tribus

Sudán del Sur se convirtió en 2011 en el país más joven del mundo cuando alcanzó la anhelada independencia respecto al norte musulmán. Pero la alegría fue breve: solo dos años después, estalló la guerra civil. «Tal vez les faltaba identidad nacional. Cuando el presidente echó del Gobierno al vicepresidente, los militares se dividieron en dos, según pertenecieran a la tribu de uno o del otro. Son tribus combativas, que si no hay guerra luchan por las vacas. Muchos han crecido escuchando historias de cómo Dios dio todas las vacas a su tribu», por lo que tienen muy interiorizada esta fuente de conflicto. «Cada uno de los bandos tiene sus tribus aliadas. Ahora hay tantas facciones y guerrillas que casi no sabes quiénes son», explica desde Roma Yudith Pereira, religiosa de Jesús María y subdirectora ejecutiva de Solidaridad con Sudán del Sur.

Este caos favorece a quienes buscan beneficiarse de las riquezas naturales del país. El resultado de esta suma de circunstancias es unas 300.000 víctimas mortales, cuatro millones de refugiados y desplazados, y un tercio de la población que no tiene garantizada la alimentación.

Solidaridad con Sudán del Sur es una entidad creada por las uniones de superiores y superioras religiosos generales. Siguiendo la petición de los obispos sudaneses, desde 2008 ha puesto en marcha varios proyectos educativos y sanitarios intercongregacionales.

En Riimenze, seis religiosos gestionaban su proyecto de agricultura sostenible, que también proveía de alimentos a la escuela de magisterio de Yambio, a 30 kilómetros. Ahora, toda la producción está destinada a la supervivencia de los desplazados. En gran medida, estos comen gracias a la ayuda del Papa, pues parte de la ayuda material que envió el año pasado fue en forma de herramientas, semillas, plantas de crecimiento rápido precisamente para esta iniciativa. 200 desplazados las cultivan en la parcela de los misioneros a cambio de un pequeño salario.

400 niños en dos aulas

También se fomenta la fabricación y venta de productos de artesanía y carpintería, para que las familias tengan algunos ingresos. En el campo se ha puesto en marcha, además, una escuela –el jardín de infancia tiene 400 niños repartidos en solo dos aulas– y una pequeña clínica. «Hemos tratado de organizarlos como podemos –explica Raquel Peralta– para no caer en el asistencialismo y que no se acostumbren a sentarse a esperar que la ayuda venga».

No parece que los habitantes del campamento corran ese peligro. Son gente trabajadora, y cada familia tiene su parcelita en las cercanías de su choza. Ahora es temporada seca, pero ya están preparando todo lo necesario para cultivar cuando lleguen las lluvias, en marzo. Más aún, «muchos se arriesgan e intentan trabajar también sus antiguas tierras. De vez en cuando, se junta un grupo grande de hombres, mujeres y niños. Salen bien temprano, sobre las cuatro de la madrugada. Van hasta allí, hacen lo necesario, y vuelven en el día para no ponerse más en peligro».

Disparos a medianoche

La inseguridad, en efecto, no ha desaparecido. Ni siquiera en el campamento. «Hace una semana, unos disparos al aire nos despertaron a medianoche, y no hace mucho mataron a dos de nuestros trabajadores a la entrada de la finca –narra Peralta–. No dejamos de tener visitas de soldados y rebeldes que merodean por la zona. Vienen a por dinero, comida, ropa… y hay que darles lo que piden, porque estamos muy expuestos».

Ni la ONU ni otras ONG están presentes de forma estable en la zona, considerada insegura. «¿Quién nos va a proteger? Los rebeldes pueden ser muy violentos, y si coincidieran con el Ejército, se organizaría una masacre. La gente tiene miedo. Hemos tenido que insistirles en que, si viene alguien, no deben echar a correr y dispersarse, sino juntarse todos en un sitio, porque juntos tenemos más fuerza».

Antes de Navidad, el anuncio de un alto el fuego alimentó la esperanza de los sursudaneses… unas pocas horas. Estos días, las distintas facciones están negociando en Etiopía, con el apoyo de los líderes de las Iglesias cristianas del país. Pero Peralta no sabe qué saldrá de las conversaciones. «Todos los días esperamos que algo acontezca. Pero cuando hay otro ataque, desaparece una familia entera, o alguien muere de una diarrea piensas “¿hasta cuándo tenemos que seguir así?”».

En esos momentos, le transmiten ánimo los propios desplazados, que a pesar de todo lo sufrido mantienen la fe y la esperanza. «Ellos sueñan con tener paz, la anhelan. Siempre que organizamos algún tipo de encuentro sobre cómo construirla, sacan el tiempo para acudir». Pero no están exentos de luchas internas, del peso de la rabia y la impotencia.

Algunos no se plantean mejorar sus viviendas en el campo de refugiados –los misioneros ayudan a quienes lo desean a construir una cabaña de ladrillo y paja–, ya que se aferran a la improbable perspectiva de volver a casa. También les cuesta pensar a largo plazo, porque «su estrategia es sobrevivir. Les dices que lleven a los niños a la escuela, y te dicen: “¿Para qué?”. “Por su futuro”, respondo. Pero yo misma me pregunto a veces: ¿de qué futuro estamos hablando?».