«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» - Alfa y Omega

«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito»

IV Domingo de Cuaresma

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: CNS

La liturgia dominical nos propone a menudo pasajes en los que, a modo de narración, se nos relatan episodios concretos de la vida del Señor. Ejemplo de ello es el conjunto de lecturas de Marcos que hemos escuchado durante varios domingos antes de comenzar la Cuaresma. Palabras del Señor a sus oyentes, curaciones u otros milagros conforman este tipo de pasajes, en los que encontramos distintos personajes, escenarios o momentos del día. El evangelista Juan, a quien escucharemos a lo largo de varias semanas, parece preferir un modelo de redacción en el que no abundan las descripciones concretas. Sin embargo, se ahonda más en el sentido y el significado de las palabras y acciones del Señor. No obstante, existe un riesgo en este género de evangelios: pensar que se trata más de un discurso o de un conjunto de ideas perfectamente elaboradas y encadenadas, que de una realidad concreta que cambia la vida del hombre. Dicho de otra manera, los pasajes de san Juan necesitan ser analizados con quizá mayor profundidad que los del resto de evangelistas para no considerarlos alejados de la realidad concreta.

El hombre guarda memoria de la salvación de Dios

Si hay algo real y palpable en la relación de Dios con el hombre a lo largo de los siglos es la experiencia de este de haber sido salvado por el Señor. El propio pasaje evangélico de hoy no comienza con una teoría, sino recordando que Moisés elevó la serpiente en el desierto como signo de salvación. La Escritura afirma que todo el que la miraba era sanado de los efectos sus picaduras. Por lo tanto, no partimos de una idea, sino de un hecho determinado, una experiencia concreta de salvación de la que el pueblo de Dios guarda una memoria transmitida por generaciones. Otro ejemplo es el que aparece en la primera lectura, donde Israel fija por escrito otro suceso memorable, históricamente contrastado, en el que los israelitas reconocieron la acción de Dios: el Señor se sirve de Ciro, el rey de Persia, para que los exiliados puedan regresar a su patria, tras años lejos de Jerusalén. La alegría del retorno la hallamos también en el salmo responsorial, en el que se identifica el gozo con el hecho de pensar en la vuelta a la ciudad santa. El pueblo de Dios ha comprendido que tanto la curación de los mordidos por serpiente como la posibilidad de que los deportados puedan volver a su tierra son acciones a través de las que Dios muestra su predilección y amor por su pueblo, tantas veces infiel e injusto con el Señor. Los israelitas son conscientes de que la Alianza que Dios establece con el hombre se rompe a menudo, pero por el lado del hombre, ya que Dios es fiel siempre a la misma.

La cruz como signo de salvación universal

San Juan quiere, ante todo, manifestar que con el paso del tiempo esa preferencia y amor no solo no decaen, sino que llegan a su cumbre con Jesucristo; y ahora Israel ya no será el beneficiario exclusivo de sus proezas: a través de Jesucristo la acción de Dios quiere extenderse a todos los hombres. El modo concreto de propagar ahora la redención no va a ser un estandarte hecho con una serpiente ni el retorno a Jerusalén, sino la propia entrega en la cruz. Al igual que en el Antiguo Testamento, el Evangelio se hace eco también de que frente a la generosidad y al amor de Dios, la respuesta de sus hijos es tantas veces la indiferencia y la infidelidad, empezando por las mismas autoridades. Si antiguamente se habían construido becerros de oro y el exilio de los israelitas había sido el resultado de que «la ira del Señor se encendió irremediablemente contra su pueblo», Jesucristo también será despreciado, especialmente por los jefes y los sacerdotes del templo. En definitiva, Dios es fiel a su Alianza, como ha mostrado de manera radical con la entrega de su Hijo en la cruz. A nosotros, hijos de la luz, se nos invita a acogerlo, como «luz que viene al mundo», y a no preferir las tinieblas.

Evangelio / Juan 3, 14-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».