Encuentros con... Fernando Vidal y Ritxar Bacete. Nuevos (y mejores) padres en la era del feminismo - Alfa y Omega

Encuentros con... Fernando Vidal y Ritxar Bacete. Nuevos (y mejores) padres en la era del feminismo

Por qué la liberación de la mujer es buena para el hombre… y para la familia

Ricardo Benjumea
Foto: Ricardo Benjumea.

Ha vuelto el padre. El fin de la era industrial y el proceso de emancipación de la mujer ha abierto nuevamente para el hombre las puertas del hogar, de donde fue expulsado para trabajar en las fábricas. Esta es una de las tesis que defiende el sociólogo Fernando Vidal (Vigo, 1967) en su próximo libro, La revolución del Padre (Mensajero), que verá la luz en las próximas semanas. El director del Instituto Universitario de la Familia (Universidad Pontificia de Comillas) y presidente de la Fundación Rais se remonta hasta la prehistoria para demostrar que el padre tierno y cercano fue hasta el siglo XIX mucho más de lo que pensamos la norma que la excepción. Hoy —asegura— estamos ante una ocasión histórica para «desplegar como quizá en ningún otro momento antes las potencialidades de la paternidad», pero para eso «es necesario que consigamos la igualdad de la mujer», porque «la figura del padre está todavía demasiado mezclada de elementos de injusticia, desigualdad, restos de patriarcalismo…».

El antropólogo Ritxar Bacete (Vitoria, 1973) acaba de publicar Nuevos hombres buenos (Península), libro que le consolida como referente de la nueva masculinidad. Estamos —asegura— en «la era del feminismo». Y esa liberación de la mujer es igualmente liberadora para el hombre. Constituye el fermento para «una humanidad mejor, más justa e igualitaria», y pone las bases de «una sociedad de los cuidados compartidos».

Alfa y Omega reúne a ambos expertos en vísperas del 8 de marzo. Se conocen bien y, a pesar de provenir de tradiciones distintas, encuentran numerosos puntos en común. Sobre todo comparten la voluntad de generar una agenda que reivindica una paternidad comprometida, afectiva e implicada en la crianza de los hijos, en pie de igualdad con la madre. «Yo vengo de una cultura política y social laicista, incluso anticlerical. Y uno de mis debes es la minusvaloración de la familia», afirma el antropólogo vasco. «Para mí está siendo un gran descubrimiento. ¡Quién me iba a decir, con lo revolucionario que yo era, que iba a estar aquí, con vosotros, hablando de estos temas! Hoy estoy convencido de que uno de los elementos más capaces de generar en el mundo transformaciones positivas, perdurables, pacíficas… es la familia».

A lo largo de la historia —coinciden en señalar sus dos libros—, encontramos abundantes ejemplos e incluso períodos marcados por una paternidad tierna y entregada. ¿Por qué pervive esa imagen del padre ausente y autoritario?
Ritxar Bacete: Estamos muy condicionados por el terrible siglo XX y su modelo hegemónico de masculinidad. Nuestros abuelos se mataron a millones en los campos de batalla, generando una de nube tóxica que impide ver elementos anteriores muy interesantes en relación con la idea de padre.

Fernando Vidal: El industrialismo, a partir del segundo tercio del siglo XIX, creó una enorme bolsa de vacío que nos impide conectarnos con una tradición que nos hablaba de capacidad de donación y entrega. A los hombres se les lleva a las fábricas y la moral victoriana genera una imagen negativa sobre ellos, como seres peligrosos, depredadores sexuales…, que conviene apartar del hogar para bien de todos. La familia es territorio reservado para las mujeres a las que, a su vez, se infantiliza. El resultado no es una hipermasculinización de la vida pública, sino una negación de lo masculino, porque la masculinidad solo se entiende en referencia a la feminidad, es relacional.

R. B.: La novedad es que ahora el modelo masculino dominante durante mucho tiempo está en decadencia. Esto tiene que ver con la constatación de que es mejor para vivir un sistema democrático en el que nos reconocemos todos libres e iguales, lo cual hace que los modelos tóxicos que no creen en esos valores se vean cuestionados. El empuje de una parte significativa de las mujeres, más la toma de conciencia de muchísimos hombres –el redescubrimiento de la paternidad es clave– ha hecho que estemos hoy en un punto de no retorno. Dentro de 20 años, le podré decir a mi hijo: «Te hemos transmitido una forma diferente de ser hombre, mucho más plena y satisfactoria, pacífica y tierna».

F. V.: Estamos en proceso de liberación de la paternidad industrial, pero al mismo tiempo está muy extendida la angustia de muchos padres por no poder pasar más tiempo con sus hijos. A veces la barrera es la falta de conciliación. Y a veces, nuestra propia inconsciencia. Esto ha generado en la sociedad una fuerte ausencia de padre. También porque, en la depuración que ha hecho el posmodernismo de la paternidad, hemos generado una consecuencia no intencionada [desfigurar la figura paterna] que está haciendo que cientos de miles de varones abandonen a sus hijos y esposas. Yo creo que esto está detrás del gran aumento de la violencia de género, en la que hay una parte de patriarcado y machismo, pero también de nihilismo puro y duro. Nos encontramos simultáneamente a padres muy comprometidos y, por otra, a masas importantes de padres que han desertado, y necesitamos generar estructuras capaces de contrarrestar ese fenómeno.

¿Cómo se contrarresta eso?
F. V.: Necesitamos poner en circulación otras imágenes de masculinidad. Es cierto que ahora el cine presenta al hombre volviendo al hogar pero la gracia suele consistir en mostrarle como un ser torpe, y no es así: estamos igual de dotados que la madre para la ternura. Una segunda barrera procede de instituciones como la escuela y la sanidad, que no trabajan con la familia integralmente. Si hay un problema en el colegio es a la madre a quien se llama. Y un tercer punto son las conversaciones: nos falta sentarnos a hablar para recordar a nuestros propios padres y releer nuestra propia historia como hijos y como padres, llena de gratitud y también de vacíos y amargura.

R. B.: Yo a mi padre le adoro, pero lo emocional nos cuesta… Mi hija está harta de que le diga que la quiero. En uno de esos momentos en los que uno se comporta como un niño pequeño, le dije: «Pues que sepas que a mí tu abuelo nunca me ha dicho que me quiere». Y ella, que es muy Mafalda, un día que íbamos en el coche los tres, le pregunta: «Abuelo, ¿es verdad que…?». Me puse a temblar, ¡casi me tiro del coche! Y mi padre estaba sintiendo lo mismo cuando, en realidad, el amor que nos une debería haber hecho que saliéramos a darnos en ese momento un abrazo. Pero eso es mostrarse vulnerable; no entra en lo que se supone que debe ser la masculinidad. Son cambios que no van a producirse de la noche en la mañana. Aunque también tenemos que reconocer a esos hombres que nos han amado trabajando en un sitio por la mañana y en otro por la tarde. Y eso no está reconocido. Nos referimos a ellos como los padres ausentes.

F. V.: Mi padre es tremendamente afectivo, mucho más que yo. Pero cada persona tiene su carácter y cada tiempo, su cultura sentimental. Los padres del Romanticismo eran sentimentaloides hasta llegar a ser ñoños, con una entrega brutal a sus hijos.

Foto: Ricardo Benjumea.

R. B.: El 95 % de los asesinos en el mundo son hombres. Y también la inmensa mayoría de las personas asesinadas. Y de los que se suicidan. Los varones abarrotamos las cárceles, los albergues para personas sin hogar, los centros de desintoxicación… ¿Qué está pasando? Que ha fracasado el modelo hasta ahora hegemónico de masculinidad. El sistema binario radical, que divide a la humanidad en dos modelos rígidos de hombre y mujer, es un lastre. Cuantas vidas de hombres destrozadores y destrozados. Pienso en el padre de Urtáin [el malogrado boxeador], que murió por una apuesta sobre cuántos hombres podían saltar desde la barra del bar encima de su pecho.

¿Esos fracasos son culpa de un modelo cultural de masculinidad?
R. B.: El ser humano es tremendamente maleable: hay niños que sufrieron violencia en el entorno familiar, precariedad económica… que de repente tuvieron una abuela extraordinaria, una presencia luminosa que les hace capaces de conectar con su sufrimiento, romper con el ciclo de violencia y crecer. Pero si a esos condicionantes personales negativos les añades una cultura que afirma que la hombría se demuestra a través de la fuerza y la dominación, es como si a un explosivo le añadimos una llama. En cambio leo el capítulo de Fernando sobre John Lennon y me libera. Esa masculinidad positiva, sensata, tierna… es contagiosa.

F. V.: La propia experiencia de la paternidad es decisiva. Tú no eres una buena persona y entonces te vas a convertir en un buen padre. A menudo se produce el recorrido inverso: hombres en prisión, sin hogar, con adicciones… cambian por amor a sus hijos.

R. B.: Yo estaba pensando en la metáfora de la luna. ¿Qué pasaría si desapareciera? Se alterarían las mareas, no habría olas… Pues la luna son esos elementos estructurales como el mercado de trabajo, los modelos culturales de género… Pero a diferencia del mar, el ser humano tiene libertad para bailar al son que marcan esas fuerzas dominantes o no hacerlo. Yo lo que planteo con esta idea de los hombres nuevos es que, si juntamos muchas pequeñas olas, muchos hombres nuevos, generaremos una luna con capacidad de atracción, y las olas empezarán a moverse de una forma más armónica.

¿Qué es lo específico de la paternidad?
R. B.: Yo prefiero hablar de competencias que tienen padres y madres indistintamente. El liderazgo, la empatía, la expresión de emociones, la ternura… no son ni masculinas ni femeninas, sino humanas. Hay veces que tengo cierta ambivalencia. Por un lado me considero un esencialista de la paternidad, de una paternidad presente y activa, sin renunciar a elementos que se han considerado culturalmente propios de la mujer y que te permiten construir una persona mucho más solida y completa. En las investigaciones que tenemos en marcha queremos poner encima de la mesa evidencia científica de que la presencia del padre importa y mucho, porque las teorías de apego, hasta ahora, prácticamente estaban centradas solo en la madre. Al mismo tiempo, cuestiono el sistema binario puro tradicional, porque lo que tenemos es un continum: hay mujeres que producen más testosterona que nosotros tres juntos, igual que los hombres generamos lactina, oxitocina, serotoninas… El cerebro de un bebé recién nacido tiene más de 100.000 millones de neuronas, casi tantas como estrellas hay en el universo, todas conectadas entre sí. Es tal la complejidad y plasticidad de nuestro cerebro —que es justo lo que nos define como humanos—, como para encajarnos en esa simplificación binaria. ¿Qué es ser padre o ser madre? La cuestión para mí es simplemente cómo nos organizamos en cada sistema familiar para atender a las necesidades de ese sistema. Y para eso no me resulta necesario siquiera que la sexualidad sea heterosexual. Puedes tener esa complementariedad con alguien de tu mismo sexo.

F. V.: Estamos de acuerdo en que no hay tareas masculinas ni femeninas. Lo único invariable en la historia es que hombres y mujeres hemos desempeñado funciones de todo tipo. Pero las investigaciones nos dicen, por ejemplo, que los modos de jugar son distintos: aunque niños y niñas jueguen a los mismos juegos, lo hacen desde modos distintos. También un padre provoca más a sus hijos, los incita a superar los límites, a destronarle, a ser mejores que él… Sin embargo, padre y madre no son dos individuos relacionándose aisladamente con el hijo; la conyugalidad actúa como un nosotros, incluso cuando se rompe o nunca llegó a existir. Hay un elemento triangular inicial (padre-madre-hijo), con todo tipo de combinaciones posibles [paternidad, maternidad, filiación, fraternidad…], que constituye estructuralmente a cada ser humano, incluso cuando falta algún elemento (además de los triángulos de Freud o Lacan, hay modelos más humanistas). La cuestión es que si, a costa del progreso de la mujer o de los derechos de las parejas homosexuales, degradamos el valor añadido que aportan la paternidad y la heterosexualidad, estaremos dando patinazos.

R. B.: Yo lo que cuestiono es que la aportación de una pareja heterosexual sea mayor. No me importa el sexo, sino aquello que hacen las personas. Puede ser una pareja homosexual, pero también una madre y una abuela que cuidan juntas de una criatura.

Foto: Ricardo Benjumea.

F. V.: ¡Al final la tradición católica reclama el cuerpo y la materialista reclama el alma! La reproducción sexual es la fórmula más sencilla para producir una innovación máxima, una tercera persona, un hijo, que es radicalmente distinto a sus padres. Pero quiero dar un argumento a favor de Ritxar: una experiencia tan impactante de amor como la conyugalidad y la paternidad desborda todos los moldes culturales. Al final lo que hay es una relación entre dos personas.

R. B.: En nuestra cultura, cuando hablamos de amor, pensamos en chicos de 16 años que apenas se conocen y sienten una atracción sexual. Y no se pone en valor esa idea de dos personas que llevan 30 años juntas, que han compartido alegrías, duelos y despedidas, que han sacado adelante a una familia…., dos personas entre las que existe un amor muy profundo en el que curiosamente la genitalidad no tiene importancia.

F. V.: O que más bien va modificándose. Veo un peligro muy fuerte de constructivismo en la ideología de género.

R. B.: Yo, que soy especialista en género, no sé qué es la ideología de género…

F. V.: Se refiere a que la persona determina su propio género independientemente de la biología. El mayor problema es el propio constructivismo, sea o no de género. Entiendo de dónde viene esto: el posmodernismo necesita depurar un conjunto de instituciones, entre ellas la del padre. Pero llega después una segunda parte, el posmodernismo punk, en que eso decae en un construccionismo prácticamente nihilista. El idealismo llega a tal punto que quien yo soy o lo que son las cosas depende solo del poder, del grupo o de cada persona. Ese hiperidealismo es peligroso. Lo que ocurre es que, mientras se esté utilizando para causas consideradas de progreso, se va dejando pesar. Pero en el momento en que se establezca como filosofía dominante va a ser muy peligroso. Entiendo que es muy difícil el diálogo entre naturalismo y constructivismo, porque los dos tienen elementos de verdad. Lo que no podemos permitir es que un principio anule al otro.

R. B.: A niños y niñas les hablamos de forma diferente, los vestimos con distintos colores, les regalamos juguetes diferentes… Ahí generamos una realidad limitante que impide que desarrollen todas sus competencias. Eso es hoy un muro real.

F. V.: Estoy de acuerdo en que necesitamos liberarnos de esas simbólicas tradicionales, porque están asignadas de un modo que coartan, pero sin negar que puedan existir unas simbólicas colectivas. Tienen sentido en aquellos que comparten algo tan estructural y primario como el sexo, siempre y cuando las depuremos. Para mí el elemento clave es superar el reparto de funciones y campos simbólicos. Tú no tienes que demostrar que eres hombre: lo eres. Es un modo del que no puedes liberarte, a través del cual actúas. Fíjate en los hombres de la tribu [africana] de los aka, que llevan a sus hijos todo el día en brazos. ¿Su hombría es menor que la de los hombres de los bares de carretera?

San José con el Niño. Murillo. Museo de Bellas Artes de Sevilla.

«El patriarcado no es tradición católica»
F. V.: Hay una responsabilidad en la Iglesia por haber legitimado la hiperpatriarcalización del hombre en el siglo XIX, que llega todavía hasta hoy. Debemos reconocernos en una tradición en la que Adán no tiene autoridad para castigar a Caín. En el Cantar de los Cantares, la relación de pareja es plenamente igualitaria. E históricamente se produce una ruptura del cristianismo con el paterfamilias romano, que hasta entonces podía matar a su hijo a su arbitrio, y a la mujer, si había sido adúltera. Yo preguntaría al mundo católico: ¿dónde encontramos en nuestra sabiduría fundacional ese patriarcalismo?

R. B.: Yo apelaría a los hombres cristianos a que se pregunten si se consideran hombres justos. Y si puede ser justo quien no asume la parte que le corresponde de los cuidados. Creo que es bueno que nos preguntáramos todos si cuidamos a los demás tanto como nos cuidan o nos han cuidado. Ha llegado además un momento en el que las mujeres trabajan como nosotros en el ámbito público, y sin embargo nos hemos quedado descolgados en el cuidado de nuestras parejas. Si en la balanza comercial entre dos países uno diera continuamente sin recibir nada, se arruinaría. Muchas familias se van a la ruina porque no hay una implicación equitativa por parte de muchos de nosotros. Yo reivindicaría aquí esa figura del san José de Murillo, tierno, cuidador, presente… Hay figuras muy interesantes en la tradición católica que deberíamos rescatar.

F. V.: Lo que pasa es que la Iglesia, para descubrir esa tradición, debe depurar esa mentalidad funcionalista, muy decimonónica, según la cual la familia está al servicio de otros intereses, al servicio de la producción y la reproducción, con la propia Iglesia pidiéndoles a las familias cosas en función de intereses que le son ajenos.

Hombres en la manifestación en el Día Internacional de la Mujer, en Madrid, el 8 de marzo. Foto: EFE / Luca Piergiovanni.

¿Esa idea de que el número de hijos termina la dignidad de la familia?
F. V.: Por ejemplo. Esto es terrible. El Papa Francisco ha sido muy claro, y también ha dicho que el patriarcalismo no es tradición católica. A mí me parece que, o la Iglesia está en la primera línea de las buenas luchas, o va a ser complicado que pueda comprender lo que su tradición tiene que aportar a la paternidad hoy.