«Evangelizar no es un deber, es un privilegio» - Alfa y Omega

«Evangelizar no es un deber, es un privilegio»

La Renovación Carismática le tiró en 1977 del caballo, haciéndole desprenderse de su «orgullo» de renombrado teólogo e historiador. Raniero Cantalamessa se dedicó a anunciar la Palabra por todo el mundo. Incluido el Vaticano, desde que, hace 38 años, Juan Pablo II le nombrase predicador de la Casa Pontificia

Ricardo Benjumea
Raniero Cantalamessa celebra en Madrid el décimo aniversario de la Cátedra de Misionología de la Universidad San Dámaso y OMP el 20 de marzo. Foto: Universidad Eclesiástica San Dámaso

Lleva casi 40 años evangelizando a los Papas con sus meditaciones semanales en Adviento y de Cuaresma, o en los oficios en la basílica vaticana del Viernes Santo, a los que asisten el Obispo de Roma y sus principales colaboradores de la Curia.

Cuando Juan Pablo II le nombró en 1980 predicador de la Casa Pontificia, el capuchino Raniero Cantalamessa (Colli del Tronto –Italia–, 1934) acababa de dejar aparcada una intensa actividad académica como historiador y teólogo. El gran cambio en su vida –como él mismo ha contado– se había producido en realidad unos pocos años antes, en 1977. Una mujer a quien dirigía espiritualmente había participado en un encuentro con «un grupo de personas extrañas que oran de una manera nueva, que levantan las manos, y se habla incluso de milagros que ocurren entre ellos Él, «muy prudente», le conminó a no acudir más. Lo cual ella cumplió, pero no sin invitar al fraile a ver y juzgar por sí mismo. Fue «como si Dios me sacudiera para sacudir el hombre viejo y hacerme salir de mi seguridad, de mi orgullo», relataría años después sobre su primera toma de contacto con la Renovación Carismática, que empezaba a implantarse en el norte de Italia. Significó el detonante para él de una «luna de miel con Dios» que duraría varios meses.

Apasionado de los padres de la Iglesia

Cantalamessa decidió dedicarse al ministerio de la Palabra a tiempo completo, sin renunciar al historiador que sigue siendo. De ahí por ejemplo su pasión por los padres de la Iglesia, quienes –asegura– ofrecen «intuiciones y un modo de leer la Biblia que resulta una ayuda formidable» en nuestros días, porque «la manera que tenían de leer las Escrituras desde la fe, inspirada por el Espíritu Santo, se necesita en cualquier momento».

El predicador del Papa recibe el 20 de marzo a Radio María y a Alfa y Omega poco antes de una conferencia en la Universidad San Dámaso de Madrid para celebrar el décimo aniversario de la Cátedra de Misionología, institución creada en colaboración con las Obras Misionales Pontificias. Su tesis es que «lanzarse al activismo febril y perder el contacto con la Palabra es lanzarse al fracaso. Es como si unos bomberos corrieran a apagar un incendio con mucha prisa y, al llegar, no tuvieran agua». «Jesús decía: recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos». Y sin ese Espíritu, «no se puede evangelizar».

Esto implica, a la vez, un cambio de mentalidad. «Estamos más acostumbrados a ser pastores que pescadores de hombres», asegura. Para empezar, «tendríamos que convencernos de que evangelizar no es una tarea pesada, es un honor increíble»; «hay un gozo particular en anunciar la palabra de Jesús: no es un deber, es un privilegio», el privilegio de «transmitir a los demás la vida eterna».

En la era del Concilio

A sus 83 años, el fraile capuchino sigue viajando por todo el mundo para predicar, sin perder esa relación estrecha con el corazón de la cristiandad y su trato privilegiado con el Papa. Son ya tres a los que ha podido conocer muy de cerca.

«Juan Pablo II tenía una personalidad gigantesca», recuerda, gesticulando con las manos para enfatizar el desbordante carisma de este Pontífice, tanto «en el aspecto espiritual, como el cultural, el político, el económico…».

«Benedicto dio un empuje enorme a la teología, a la espiritualidad, a la interioridad… con un llamado fuerte sobre que la Iglesia se sostiene en Cristo», prosigue.

Y «Francisco –añade– es más un pastor, pero también hay principios muy profundos enraizados en él. Yo estoy lleno de admiración por este Papa».

De todos los grandes sucesos de la Iglesia que ha vivido de cerca en estas casi cuatro décadas, Cantalamessa duda cuando se le pregunta sobre cuáles serán los que destaquen los historiadores del futuro, «porque lo que parece importante en una época, con la distancia, se ve de forma distinta». Pero si hay un acontecimiento que «marca todo este tiempo, desde la segunda mitad del siglo XX, es el Concilio Vaticano II», que explica «muchas cosas que en la Iglesia se han desarrollado después».

Anticuerpos frente a la mundanidad

Desde el Concilio, la Iglesia ha acompañado a una sociedad que «hoy cambia a una velocidad increíble», planteando continuamente nuevas cuestiones a las que «es necesario responder». Entre ellas, en estos momentos, Cantalamessa destaca «los problemas que plantea la familia».

Pero mantener el ritmo con esos vertiginosos cambios implica riesgos. Por eso es necesario también saber detenerse. La oración. «Nada ofusca más la misión que la falta de pureza en nuestra intención», advierte el capuchino, conminando a no perder de vista la exigencia de humildad, para que en el centro esté siempre la persona de Jesús.

Le secunda el cardenal Carlos Osoro, que preside la celebración del décimo aniversario de la Cátedra de Misionología San Dámaso, una fuente de «anticuerpos» –así la definió– frente a «la mundanidad y la mediocridad». «Para vivir una misión sin límites de disponibilidad –añadió el arzobispo de Madrid– es necesaria la oración y la rectitud de intención, y esto solo nos lo puede dar el Espíritu Santo».