Una conciencia de la eternidad - Alfa y Omega

T. S. Eliot escribió East Coker entre 1939 y 1940. Desde hacía dos décadas, el mejor poeta en lengua inglesa del siglo XX estaba tratando de llevar a la poesía el testimonio de su vuelco emocional e intelectual en la afirmación de su fe. Inició esa tarea con Miércoles de ceniza, la continuó con Asesinato en la catedral y habría de culminarla en Cuatro cuartetos, con los que ponía punto final a una de las experiencias líricas más reveladoras de la crisis del periodo de entreguerras, caracterizada por la pérdida de orientación del hombre moderno y el esfuerzo de reconciliación de su espíritu con la tradición cristiana.

Eliot escribió en una situación grave de Occidente, en un momento de peligro que, como lo proclamara Benjamin, es siempre aquel que contiene en sus pliegues confusos y vibrantes el sentido profundo de la historia. El poeta disponía de destreza sobrada para inculcar a sus palabras lo que, en otros, resultaría una imposible paradoja: la angustia de estar vivo y la serenidad de la esperanza. La angustia nos la genera siempre nuestra propia inteligencia; la serenidad hemos de ganárnosla a fuerza de fe: somos seres cuya vida tiene sentido, somos hombres cuya existencia mortal es un reflejo de la eternidad. Los versos de Eliot poseen, por ello, una mezcla de solemnidad magistral y de ingenua sencillez. Tienen la tensión radical de las palabras destinadas a invocar lo sagrado, a hablar con el mismo Dios, y, al mismo tiempo, la honesta fragilidad de la conversación solitaria con la propia conciencia. Cuando somos capaces de preguntarnos, una y otra vez, si somos dignos; si en el curso de la vida hemos hecho méritos, si nuestra mano ha buscado amorosamente en el vacío la mano misericordiosa de Dios que sale a nuestro encuentro para cumplir la promesa de nuestra redención.

La poesía como forma de conocimiento

La poesía crea una forma de conocimiento que nos permite, como ningún otro género, atisbar, entrever, adivinar tan solo la consistencia espiritual del universo. Y el equilibrio entre solemnidad y sencillez, entre angustia y serenidad, es el difícil premio que se otorga a quien usa la poesía como único recurso para llegar tan lejos en ese esfuerzo. De todo lo que escribió Eliot, quizá sea East Coker el poema que posee en más alto grado esas virtudes. Por lo menos, es el poema al que regreso siempre para tratar de hallar en él la conciencia de la mortalidad y la afirmación de la permanencia. En el primero de sus versos, tomado de una canción del clérigo del siglo XIV Guillaume de Machaut, cobra forma esa doble circunstancia: «En mi comienzo está mi fin». Y, en el último, la marea nos devuelve esas palabras, invirtiéndolas para que adquieran su pleno significado: «En mi fin está mi comienzo». Yo soy yo. Vivo mi existencia plena en el mundo de la creación, que me da una conciencia personal inmersa en el río de la historia de generaciones con las que comparte una tradición espiritual y una fe que no deriva solo del hombre, sino que emerge, sobre todo, de la voluntad amorosa de Dios.

«Las casas se alzan y caen. / Vieja piedra para un nuevo edificio, vieja leña para nuevos fuegos, / viejos fuegos para las cenizas, y cenizas para la tierra». Acercándonos con cuidado, en esa hora tardía en que la luz declina, mientras ronda la noche del verano, podemos ver el campo abierto donde danza el espectro de los muertos, nutriendo la materia, siendo recuerdo ya de existencias vividas y anticipación de destinos semejantes. «Tiempo sostenido, siguiendo el ritmo de la danza / como se sostiene el ritmo de las estaciones». Una tensa continuidad que nos permite escapar del miedo de la soledad. Porque sabemos que no existe la vida solitaria, si es vida de hombre o mujer, si es vida real en la consistencia permanente de la fe, en la tradición que va adquiriendo su valor testimonial en esa existencia prolongada a través de existencias sucesivas.

Sí, es cierto. «A medida que envejecemos, / el mundo se hace más extraño, más complicado el orden / de los vivos y los muertos». Pero el grito de Sísifo no es el nuestro, ni tampoco su rencor contra el absurdo de nuestra existencia aislada, ni su enloquecida satisfacción, por creerse el dueño de su mezquina vida destinada a la roca y al esfuerzo inútil de sobrevivir. Por el contrario nuestra existencia se ilumina con el resplandor de una humanidad peregrina bajo la mirada del Creador y el acompañamiento radiante de la fe. No somos individuos torturados a solas con su creencia afligida. Somos personas gozosas en el ejercicio de nuestra convicción: somos parte del proyecto de la creación. «No el intenso momento aislado, sin antes ni después, / sino la vida entera ardiendo en cada momento. Y no la vida entera de un solo hombre / sino la de las viejas piedras que no se pueden descifrar».

Porque en tiempos, como los nuestros, de cólera, de injusticia y descreimiento, de angustia y desorden moral «debemos movernos / hacia otra intensidad /, hacia una unión más profunda, una comunión más honda, / a través de la fría oscuridad y la vacía desolación». Caminaré desde mi corazón lleno de ti, Señor; desde mi sangre empapada en tu palabra; desde mi carne que habrá de ser polvo y todavía es sueño de tu nombre, para merecer el amor de mis hermanos y poder ser la conciencia terrena de tu eternidad: «En mi fin está mi principio».