No hay paz sin justicia... y no hay justicia sin perdón - Alfa y Omega

No hay paz sin justicia... y no hay justicia sin perdón

La paz debe ir acompañada de la justicia, y la justicia debe ir acompaña de la conversión de los corazones. El magisterio de la Iglesia en España no deja de lado las legítimas exigencias de las víctimas y, al mismo tiempo que los invita al perdón, no olvida la necesidad del arrepentimiento de los terroristas. Sin conversión, no hay paz posible

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Evacuación de los heridos en el atentado de Hipercor en Barcelona. Foto: Efe.

«El anhelo por la disolución definitiva de la banda terrorista ETA es un clamor al que nos unimos de forma especial»: lo reconoce el obispo de San Sebastián, monseñor José Ignacio Munilla, en su reciente carta pastoral Dejarnos conducir por Él. Sin embargo, «la paz no puede nacer de meros pactos políticos, sino que requiere la conversión de los corazones, como paso indispensable y fundamental: sin conversión no hay reconciliación, y sin reconciliación no podrá haber nunca una paz auténtica». Asimismo, las víctimas deben estar en el centro de la reconciliación, y no deben nunca ser dejadas de lado como si fueran un estorbo. «Nos sentimos llamados a acompañar a las víctimas que sufren, y ofrecemos el Evangelio como consuelo y medicina para todos», reconoce monseñor Munilla.

En esta misma línea se manifiesta el documento de los obispos españoles Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, de 2002: «Ante el terrorismo de ETA, la Iglesia proclama la necesidad de la conversión de los corazones como el único camino para la verdadera paz». Para conseguirlo, la llamada a la conversión es una exigencia para los terroristas, ya que «sólo es posible una vez reconocida la maldad intrínseca del terrorismo y una vez gestada la voluntad expresa de reparar los perniciosos efectos que causa su actividad».

Paralelamente, es también necesario el acompañamiento y atención pastoral de las víctimas del terrorismo. «El perdón no se contrapone a la justicia, porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación», afirma el texto de los obispos. Asimismo, «ignorar la realidad de las ofensas padecidas es pretender un proceso ilusorio, incapaz de construir una convivencia en paz». Por eso mismo reconoce que «es una exigencia de justicia y de caridad atender las necesidades y justas reclamaciones de las personas y de las familias que han sufrido el zarpazo del terrorismo».

El padre del sacerdote José Araluce Letamendía era presidente de la Diputación de Guipúzcoa. El 4 de octubre de 1976, don Juan María Araluce fue víctima de un atentado, que le hizo perder la vida, junto a cuatro personas más. Minutos antes de morir, dejó en el corazón de su hijo el secreto del perdón

Hace 35 años los terroristas asesinaron a su padre. ¿Qué recuerda usted de aquel día?
Lo recuerdo todo. Ese día lo he vivido muchas veces, y podría decir hasta lo que estábamos comiendo cuando oí la ametralladora que acabaría con la vida de mi padre, su chófer y los tres policías de la escolta. Te podría decir cuál de los nueve hermanos se levantó el primero y, asomándose al balcón, grito: «¡Papá!». Fue el día que cambió mi vida.

Lo último que hizo fue sonreírle a usted…
Mi hermano Ignacio fue el primero en levantarse; yo corrí detrás de él y nos precipitamos escaleras abajo. Lo recuerdo todo en cámara lenta. Al salir, la vista se fue posando en distintos detalles: las caras inmutables e inexpresivas de la gente en la acera, una dentadura en el suelo, arrancada de uno de los policías de un disparo, sangre por todas partes, cadáveres de caras conocidas y el coche negro oficial de mi padre al que me fui acercando lentamente y con miedo de ver lo que me esperaba. Allí estaba mi padre, tendido en el suelo de la parte de atrás. Aún vivía, me miró y, pasando por encima de su dolor y de su tragedia, me miró y se sonrió…

Esa sonrisa es la imagen que más grabada se ha quedado en mi alma. No hubo palabras, pero fue muy elocuente. Fue la conversación con mi padre que más cambió mi forma de ver y vivir la vida. Allí aprendí que no hay que vivir para uno, sino para los demás.

¿Era una persona de fe? ¿Cómo la vivía?
Te podría decir que, como miembro del Opus Dei que era, vivió su fe en un continuo trato con Dios, en medio de sus ocupaciones ordinarias. Rezaba a diario el rosario, a menudo en familia, asistía todos los días a Misa y siempre encontraba un rato de intimidad con Dios en oración personal. Pero eso lo veo ahora, después de esa sonrisa en la que se sabía en las manos de Dios, cuando en mi interior había empezado a hacer mella el odio y el deseo de venganza. Esa sonrisa deshizo esa tormenta que me amenazaba con destruir mi felicidad.

Las víctimas insisten en que debe haber justicia, y también vencedores y vencidos. ¿Cómo pedir justicia y, al mismo tiempo, perdonar?
Lo que pienso es que no puede haber justicia sin perdonar, sin amor, porque entonces la justicia se convierte en venganza. Las primeras palabras de mi hermano Juan, atendiendo las preguntas de un diario, fueron: «Mi padre nos enseñó siempre a perdonar, les perdonamos de todo corazón»; probablemente Juan aún no habría tenido tiempo de limpiarse la sangre de papá. Seremos vencedores, yo diría incluso que invencibles, cuando no nos haga falta perdonar, porque hayamos aprendido a querer.

Comprendo, de todas maneras, que a una persona que no tiene fe estas palabras le puedan sonar duras, e incluso ofensivas para con las víctimas. Sé que perdonar a los asesinos puede parecer traicionar la memoria de las víctimas: así se expresaban muchas cartas anónimas dirigidas a mi madre, como reacción a sus palabras de perdón que ofreció en televisión. Pero ésta es una reacción muy normal para quien se sabe hijo de Dios y le tiene siempre a su lado: Perdónalos, porque no saben lo que hacen.