Cuando solo se ve la punta del iceberg - Alfa y Omega

Cuando solo se ve la punta del iceberg

En España no hay asociaciones de víctimas de abusos sexuales en la Iglesia. Ha habido varios intentos fallidos, algunos obstaculizados –denuncia una víctima en un nuevo libro sobre abusos– por las administraciones públicas. Contrasta con otros países que han creado redes de apoyo que incluso se reúnen con el Papa, como el caso de la británica SAP. La soledad y el desamparo en el que se encuentran las víctimas españolas provoca que cejen en su empeño de denunciar o que ni siquiera den el paso

Cristina Sánchez Aguilar
Foto: Pixabay

La llamada de Francisco a Daniel, el joven granadino que alegó ser víctima de abusos sexuales a manos de un grupo de sacerdotes conocido como el clan de los Romanones –absueltos por la Audiencia de Granada–, fue el impulso que necesitaba F. L. «Parecía que por fin había un Papa que se preocupaba por las víctimas y podía ser una oportunidad de denunciar mi caso». La carta con destino Vaticano sobre la que vertió la ira, el dolor y la vergüenza acumulada durante décadas ocupaba, de inicio, 25 folios a mano. «Pensó que no podía robar tanto tiempo a Su Santidad y la redujo a ocho», explica el periodista Juan Ignacio Cortés en el libro Lobos con piel de pastor, una de las novedades del mes de mayo de la editorial San Pablo.

F. L. fue alumno en el seminario menor de La Bañeza, en la diócesis de Astorga. Un sacerdote del equipo docente, José Manuel Ramos Gordón, abusó de su hermano gemelo, de un amigo suyo y de él mismo «durante todo el curso, sin que nadie hiciera nada para evitarlo», pese a que los niños habían denunciado los hechos al rector. «En los años 90, sentar a un cura en un banquillo hubiera sido imposible», reconoce en el libro. Así que «lo dejamos estar», hasta que la llamada del Pontífice al joven granadino removió «la condena interna que llevo cumpliendo 30 años».

Ocho meses después de la carta enviada a Roma, un juez canónico se puso en contacto con él, y en mayo de 2016 el obispo de Astorga le escribió una carta en la que le comunicaba la pena establecida para el abusador: «Privación del oficio de párroco durante un periodo no inferior a un año, realización de ejercicios espirituales cada mes y desarrollo de labores asistenciales a favor de sacerdotes ancianos e impedidos, así como otras tareas caritativas». Una sentencia, para F. L., «ridícula», que le llevó a pedir una indemnización económica al nivel de otros casos similares ocurridos en países como Irlanda, Australia o EE. UU. «La primera vez que hablaron de dinero dije que iba contra mi moral, pero al final pedí una cantidad porque me cabrearon mucho y parece que el dinero es lo único que les importa».

La propuesta económica enfrió la situación y F. L., ante la falta de respuesta, decidió hacer su caso público en un periódico regional. Fue así como un grupo de exseminaristas de La Bañeza y de exalumnos de un colegio sanabrés que alegaron ser también víctimas del sacerdote respaldaron su declaración. Pero, a día de hoy, todo sigue igual. «Me han tratado como al tonto del pueblo. Han pensado: “Le pedimos perdón 350 veces, apartamos al otro un año del servicio y ya está”». Pero el exalumno de La Bañeza no puede hacer borrón y cuenta nueva: «Han sido dos años y medio de proceso, de abrir heridas, de exponer ante extraños algo tan íntimo y doloroso como son los abusos sexuales que sufrí y cuyas secuelas aún arrastro», escribió al Papa en agosto.

Silencio

Es difícil hacer una estimación sobre el alcance de los abusos en la Iglesia española debido a la escasez de datos fiables. Para la profesora Gema Varona, investigadora del Instituto Vasco de Criminología, «la falta de transparencia dificulta calcular las verdaderas dimensiones del abuso de menores en el seno de la institución». Para la realización de un estudio, su equipo escribió al nuncio, a la Conferencia Episcopal, a la Congregación para la Doctrina de la Fe y a más de 70 tribunales eclesiásticos existentes en toda España, para recabar datos sobre procesos canónicos en curso. Tan solo recibieron una veintena de respuestas con casi ningún dato y muchas justificaciones. Y eso que, explica Varona, «siempre dejamos claro que no era un estudio acusatorio, sino académico, con el objetivo de aportar datos que permitieran diseñar intervenciones para prevenir y reparar los abusos».

Desde 2009, el canonista y vicario judicial de la diócesis de Cartagena, Gil José Sáez, ha contabilizado una veintena de casos que han llegado al conocimiento público, un 40 % –según él– de los procesos canónicos realmente en marcha. «Estoy hablando de procesos abiertos, no de víctimas», señala en conversación con el autor del libro. Cifra que sumar a las cerca de 30 sentencias contra sacerdotes por abusos de menores en la jurisdicción civil. «Es la punta del iceberg», añade. Algo que corrobora el jesuita Miguel Campo, que destaca que «el número de casos seguirá creciendo conforme se vaya normalizando el hecho de denunciar y vaya habiendo una mayor sensibilidad social hacia el tema».

Faltan redes de apoyo

Para descubrir el resto del iceberg hace falta sensibilidad social, pero también redes de apoyo ante la soledad y desamparo que sienten las personas abusadas. Para Varona, «la ausencia de asociaciones de víctimas en España llama la atención», a diferencia de otros países, especialmente los anglosajones, en los que se han organizado formando redes de presión como Broken Rites o el Survivor Advisory Panel (SAP), entidad formada por víctimas de la Comisión Nacional Católica para la protección de Inglaterra y Gales que, el pasado fin de semana, tuvo un encuentro en el Vaticano con el Papa con el objetivo de «ayudar al a Comisión Pontificia para la Protección de Menores a desarrollar vías para integrar a las víctimas en la vida y el ministerio de la Iglesia».

No han faltado intentos de asociacionismo español. A raíz de un caso de abusos denunciado en una parroquia madrileña, «un grupo de cristianos de base encabezados por el hoy concejal del Ayuntamiento de Madrid Carlos Sánchez Mato formó el colectivo Iglesia sin Abusos, actualmente inoperativo», revela Cortés en el volumen. También inoperativa está AVASIC, fundada por Javier Ledesma, «un antiguo monitor de campamentos salmantino que sufrió abusos durante diez años a manos de su párroco». Ledesma cuenta que «ha tenido innumerables problemas para obtener el reconocimiento legal de la asociación», y comenta que «el Ministerio del Interior le ha rechazado en varias ocasiones inscribir los estatutos para dotar a la asociación de personalidad jurídica, algo que no le había pasado antes», acostumbrado a este tipo de trámites dada su experiencia en el mundo del asociacionismo juvenil. Las asociaciones, añade Varona, «son necesarias para sensibilizar acerca de cuáles son las necesidades de las víctimas». Según Cortés, autor del volumen, varias víctimas, entre ellas algunas de La Bañeza, están dando los primeros pasos para poner en marcha una red de apoyo.