La experiencia de comunión - Alfa y Omega

La experiencia de comunión

V Domingo de Pascua

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: Alfa y Omega

Sabemos que el tiempo pascual es el período del año más apropiado para recibir los sacramentos de la iniciación cristiana. Durante estos días, la Palabra de Dios y la liturgia contienen abundantes fórmulas y signos que hacen referencia a la nueva vida que Cristo nos ha otorgado a través de su Muerte y Resurrección. Por eso, también es tradicional que muchos niños reciban ahora la Primera Comunión. Si el Bautismo incide en el hecho de ser incorporados a una comunidad concreta, que es la Iglesia, la Eucaristía lo concreta a través de la recepción del cuerpo y la sangre de Cristo. Se trata de dos sacramentos que no hacen sino ahondar en el vínculo entre Jesucristo y el cristiano, que, al mismo tiempo, supone una mayor unión entre los hermanos. De hecho, cuando un niño recibe por primera vez la Eucaristía decimos que hace la comunión. Comunión con los hermanos y comunión con el Señor. Estamos ante un mismo acontecimiento que se despliega en dos vertientes. Recibimos al Señor en comunión con la Iglesia. La vida cristiana y la salvación de los hombres «no se concibe aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo», nos ha recordado recientemente el Papa Francisco, citando el Concilio Vaticano II, en su última exhortación apostólica Gaudete et exsultate, sobre la llamada a la santidad. En realidad, el magisterio constata no un deseo, sino la plasmación histórica de la relación entre Dios y el hombre.

Permanecer en la vid

Tanto este domingo como el próximo escuchamos las palabras de Jesús en su cena de despedida, con las que da a sus discípulos instrucciones para cuando él falte. Jesús quiere ahora incidir en la comunión con él. Para ello nos compara con los sarmientos unidos a la vid. Como en tantos otros casos, el Señor se sirve de realidades de la vida corriente de sus oyentes, que no requieren amplios y elaborados discursos para comprenderlas. Con todo, merece la pena señalar algunos puntos. En primer lugar, no es Jesús el primero en referirse a la vid en la Biblia. Israel es comparado con una viña fecunda cuando es fiel a Dios. En segundo lugar, escuchamos repetidamente el verbo permanecer. Tal insistencia solo se justifica porque es el único modo de tener vida: si el sarmiento está unido a la vid hay vida; si no, viene la muerte. Por eso, mediante el Bautismo somos injertados en la vid, es decir, en la persona de Jesucristo y en el misterio de su Muerte y Resurrección. Y de esta raíz recibimos la savia para participar en la vida divina, que es alimentada por los sacramentos, y, en particular, por la Eucaristía.

La oración y la caridad

Aparte de la unión al Señor y a la Iglesia mediante los sacramentos, la tradición cristiana ha contemplado siempre dos medios para que demos fruto abundante en esa vid: la vida de oración y la caridad. La fecundidad de nuestra vida depende de nuestra oración, y podemos tener confianza en que somos escuchados cuando oramos, porque nuestros frutos son obra de Jesús a través de nosotros. Por otro lado, la prueba fehaciente de que vivimos unidos a la vid, que es Cristo, es la caridad. San Juan nos pide, en la segunda lectura, que «no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras». A través de la parábola de la vid y los sarmientos, el Evangelio nos permite ver que la caridad no consiste en primer término en un esfuerzo por nuestra parte, sino que es un don de Dios, que se nos ha concedido por el hecho de permanecer unidos a la vid. Al mismo tiempo, el amor es el termómetro para verificar que estamos realmente injertados en Cristo. Así pues, con esta sencilla imagen, el Evangelio de este domingo ayuda a percibir, bajo el prisma de la vid y los sarmientos, cómo la vida cristiana solo se puede concebir arraigada en Cristo y en comunión con la vida de la Iglesia. No es posible, por lo tanto, ser cristiano sin mantener este doble vínculo.

Evangelio / Juan 15, 1-8

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».