La santidad del político - Alfa y Omega

Dice el Papa Francisco en Gaudete et exsultate que «todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día». «¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales». Leyendo estos días las noticias del caso Cifuentes, no puedo dejar de recordar las palabras del Papa. Porque el ejercicio del poder es solo la herramienta para que el que se dedica a la política provoque un bien en la sociedad. El principal problema del caso de la ya expresidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, no es el asunto del máster (un tema menor se mire como se mire), ni siquiera el supuesto robo de unas cremas en un hipermercado, sino la consideración del poder como un fin en sí mismo.

Hay personas que quieren ostentar el poder que ejercía Cifuentes. Y cuesta mucho creer que, quien haya descendido a los más bajos fondos del obrar humano para derribarla, vaya luego a ejercer ese poder como medio para un fin mayor. Más bien lo usará como arma para ganar influencia, generar miedo, enriquecerse o cualquier otro fin poco edificante.

Pero que no se fíen aquellos que hoy sonríen agazapados en la trastienda del hecho, porque mañana serán condenados con artimañas parecidas. Quien acepta el juego del mal casi siempre acaba siendo su víctima. Y ese mal es el que está envileciendo la política en nuestro país. ¿Qué joven generoso que sienta la llamada de la acción política dará ese paso cuando los ejemplos ante sí son de personas que pasan de destructoras a destruidas sin solución de continuidad?

Quizá debiéramos plantearnos qué bien se oculta (de qué bien se nos priva) tras los juegos suicidas de algunos de nuestros representantes, a qué cosas buenas renuncian. Cuando un político decide filtrar un hecho al que ha tenido acceso por el cargo que ocupa sabiendo que esa información, lejos de aportar luz a la sociedad, solo generará un enorme sufrimiento personal y un aparente beneficio a corto plazo, está renunciando a hacer otra cosa mejor. Frente al espejo de su debilidad, escoge el mal. Sin embargo, esa decisión ocupa un lugar indebido, porque el tiempo del político debe estar orientado a la consecución de un bien mayor. A la sociedad se nos hurta el bien al que el político está llamado. Esa es la demoledora y profunda consecuencia de estos pequeños juegos de tronos a los que, a veces ensimismados, asistimos con el silencio cómplice o el tuit expiatorio.