En la Cruz vemos «la brutalidad de nuestros pecados» - Alfa y Omega

En la Cruz vemos «la brutalidad de nuestros pecados»

Ricardo Benjumea

El Papa presidió en la noche del Viernes Santo el tradicional Vía Crucis en el Coliseo romano. Tras la lectura de las meditaciones preparadas por monseñor Renato Corti, obispo emérito de Novara (Italia), Francisco hizo una oración final en la que recordó a los débiles, perseguidos y marginados, en los que se actualiza hoy la Pasión de Cristo. «La Cruz», dijo el Papa, «es el cumplimiento definitivo de la revelación y de la historia de la Salvación. El peso de tu cruz, Señor, nos libera de todos nuestros pesos. De tu obediencia a la voluntad del Padre, nosotros podemos darnos cuenta de nuestra rebelión y desobediencia».

«La brutalidad de nuestros pecados»

Jesús ha muerto por los pecados de cada uno de nosotros. «En ti vendido, traicionado, puesto en el crucifijo por tu gente y tus seres queridos, nosotros vemos nuestras cotidianas traiciones y nuestras frecuentes infidelidades. De tu inocencia y tu corazón inmaculado, nosotros vemos nuestra culpabilidad. En tu rostro golpeado, escupido, desfigurado, nosotros vemos la brutalidad de nuestros pecados. En la crueldad de la Pasión, nosotros vemos la crueldad de nuestro corazón y de nuestras acciones».

«Nuestros hermanos abandonados»

El Papa recordó entonces a «todos los abandonados por la familia, la sociedad, a los que sufren la falta de atención y solidaridad», que podemos ver en el «sentimiento de abandono» de Jesús en la cruz.

«En tu cuerpo sacrificado, vilipendiado, martirizado –dijo-, nosotros vemos los cuerpos de nuestros hermanos abandonados en las calles, desfigurados por nuestra negligencia. En tu sed Señor, nosotros vemos la sed de tu Padre misericordioso que en ti ha querido abrazar, perdonar y salvar a toda la humanidad. En tu divino amor, vemos a nuestros hermanos perseguidos, decapitados y crucificados por su fe, muchas veces bajos nuestra mirada y silencio cómplice».

La Cruz, camino hacia la luz

Francisco concluyó entonces con una plegaria para que la cruz nos conduzca a la conversión. «Señor, cubre nuestros corazones de sentimientos de fe, de esperanza, de caridad, de dolor por nuestros pecados y llévanos a arrepentirnos de los pecados que te han llevado a la crucifixión. Llévanos a trasformar nuestra conversión hecha de palabras en conversiones de vida y de obras. Llévanos a custodiar en nosotros un recuerdo vivo de tu rostro desfigurado para no olvidarnos jamás del incalculable precio que has pagado para liberarnos. Jesús crucificado, refuerza en nosotros la fe, que no se derrumbe de frente a las tentaciones. Revive en nosotros la esperanza, que no se pierda siguiendo las seducciones del mundo. Defiende en nosotros la caridad, que no se deje engañar de la corrupción y la mundanidad. Enséñanos que la Cruz es el camino de la redención, que el Viernes Santo es el camino hacia la luz. Enséñanos que Dios no olvida jamás a ninguno de sus hijos y no se cansa jamás de perdonarnos y de abrazarnos con su infinita misericordia. Enséñanos también a no cansarnos nunca de pedir perdón y de creer en la misericordia sin límites del Padre». Y acabó sus palabras con la conocida oración de san Ignacio de Loyola: «Ánima de Cristo santifícanos, Cuerpo de Cristo sálvanos, Sangre de Cristo embriáganos, Agua del costado de Cristo báñanos, Pasión de Cristo confórtanos, Oh querido bondadoso Jesús escúchanos. Dentro de tus plagas escóndenos, no permitas que nos separemos de ti, del enemigo maligno defiéndenos. En la hora de nuestra muerte llámanos y ordena que nosotros vengamos a ti hasta que te alabemos junto a los santos por los siglos de los siglos. Amén».