Aldo Moro: un católico fiel, pragmático e incomprendido - Alfa y Omega

Aldo Moro: un católico fiel, pragmático e incomprendido

Ni sus adversarios políticos, que abundaban, pusieron en duda la sinceridad de sus convicciones religiosas y morales. Sin embargo, Moro tampoco desplegó la pedagogía suficiente para explicar a los votantes católicos la necesidad coyuntural de pactar con el centro izquierda en 1963 o la necesidad de buscar un marco de convivencia –que no ideológico o electoral– con el Partido Comunista en los años 70. La apertura de su causa de beatificación debería ayudar a entender mejor su figura

José María Ballester Esquivias
Foto: ABC

En la mañana del 9 de mayo de 1978, hace 40 años, tras 54 días de secuestro, apareció el cadáver de Aldo Moro en el maletero de un coche aparcado en la romana vía Caetani. La elección de ese lugar no fue por casualidad y es una muestra de cómo las Brigadas Rojas cultivaron el arte del detalle de la forma más macabra: esa calle es equidistante de donde estaban las sedes de la Democracia Cristiana (DC) y del Partido Comunista, por entonces pilares del sistema político italiano. Era una forma de significar no solo su desafío al Estado, sino también la muerte de una de las principales figuras de ese sistema, que a su vez es uno de los políticos católicos más complejos de la Europa democrática contemporánea.

Aldo Moro era un hombre de Misa diaria, nacido en una familia católica de la pequeña burguesía de Lecce. Como cualquier católico italiano de aquella época, empezó comprometiéndose en la vida parroquial antes de unirse a las organizaciones juveniles, cuya solidez era decisiva para asegurar la eficacia de las redes católicas en la Italia fascista.

Como miembro de la Federación Universitaria de Católicos Italianos (FUCI), Moro no tardó en llamar la atención del entonces consiliario de la organización a nivel nacional, monseñor Giovanni Battista Montini. El futuro Pablo VI movió sus hilos para que el joven Moro fuera su presidente, cargo que desempeñó entre 1937 y 1939. Su sucesor, también gracias a los buenos oficios de Montini, fue Giulio Andreotti. La FUCI había cumplido a la perfección con su papel de vivero de élites católicas. Después de la guerra, Moro despeñó la presidencia de la Asociación de Laureados Católicos, un influyente ente cultural que aún existe.

Sin embargo, su objetivo no era la política, sino seguir una carrera académica en el ámbito del Derecho Penal: fue el obispo de Bari el que le persuadió para presentarse a las elecciones a la Asamblea Constituyente de 1946. Este primer roce suyo con la jerarquía eclesiástica no sería el último. Mientras, el joven diputado dejó huella de su sabiduría jurídica y sus convicciones morales en la vertiente social de la Carta Magna de 1948. Mas dentro de la Democracia Cristiana cometió un error táctico al optar por la corriente de Dossetti frente a la de De Gasperi. Esta decisión retrasó su acceso a carteras ministeriales estratégicas.

Tensión que casi llegó a los puños

Recuperó el tiempo perdido a finales de los 50, una vez muerto el fundador de la DC y, sobre todo, cuando estaba cambiando el paradigma de la política italiana: el partido que congregaba los votos de los católicos seguía dominando el escenario político, si bien empezaba a dar alguna señal de desgaste. Moro pronto entendió que la centralidad de la DC estaba supeditada a su capacidad para pactar con fuerzas de centroizquierda, léase el Partido Socialista. En el Vaticano, Juan XXIII, primero, y posteriormente Pablo VI, dieron su visto bueno a la operación con algunas condiciones.

No lo dio en absoluto el cardenal Giuseppe Siri, arzobispo de Génova y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI), para quien el más mínimo esbozo de acuerdo con la izquierda podía desorientar a los votantes católicos (a largo plazo, los acontecimientos le darían parte de razón). «Me contuve [de darle un puñetazo] porque me di cuenta de que mis manos estaban consagradas; menos mal que olvidé que mis pies no lo estaban», declaró, ya muerto Moro, al vaticanista Benny Lai. Era el punto álgido de un desacuerdo de fondo que pudo llegar a romper la DC: el ala derecha del partido a punto estuvo de chafar el pacto con los socialistas. Un editorial de L’Osservatore Romano advirtiendo del riesgo de escisión salvó in extremis la investidura de Moro como jefe del Gobierno.

Para entonces, el político ya había consolidado el hilo conductor de un discurso político y moral que no cambió hasta su secuestro y muerte: la autonomía de la acción política, «señal y premisa de la autonomía del Estado en su propio orden», combinada con una clara inspiración, definida en su discurso del congreso de la Democracia Cristiana en 1962, «en la concepción cristiana de la vida y en la referencia constante a los valores religiosos, espirituales y morales que de ella emanan», al tiempo que afirma «la plena idoneidad de la doctrina social cristiana para resolver los desafíos de la sociedad democrática».

Esta adaptación de las esencias democristianas le generó enemigos en todos los sectores. Muchos esperan que la causa de beatificación abierta en 2017 zanje definitivamente la polémica.